22

Se volvió hacia atrás y llamó a grandes voces a sus compañeros.

—¡Tolomeo! ¡Hefestión! ¡Pérdicas!

—¡A tus órdenes, rey!

—Rodead el palacio real, el tesoro y el harén y que nadie ose poner los pies en él.

—Así se hará —respondieron ellos, y partieron al galope a la cabezas de sus tropas.

—¡Leonato, Lisímaco, Filotas, Seleuco!

—¡A tus órdenes, rey!

Alejandro señaló la ciudad soberbia que se extendía delante de ellos sobre una colina, resplandeciente de oro, de bronce y de esmaltes bajo el sol.

—Tomad el ejército y llevadle dentro. ¡Persépolis es vuestra, haced lo que se os antoje con ella!

Se volvió hacia los hetairoi, que esperaban inmóviles sobre los caballos:

—¿Habéis oído lo que he dicho? ¡Persépolis es vuestra! ¿A qué esperáis, tomadla!

Se alzó un grito y los escuadrones de caballería se lanzaron al galope hacia la capital que se disponía en aquel momento a abrir sus puertas. Atropellaron al grupo de delegados que Abulites había mandado para recibirles e irrumpieron en la ciudad más rica y grande del mundo con la furia de una manada de toros salvajes.

Eumenes no se movió y miró estupefacto a Alejandro.

—No puedes dar una orden de este tipo, númenes del cielo, no puedes. Llámales de nuevo, llámales mientras estés a tiempo.

Calístenes se acercó a su vez.

—Claro que puede, y lamentablemente lo ha hecho ya.

El grupo de griegos que habían salido a su encuentro se echaron para atrás confusos, como si se dieran cuenta de que habían provocado involuntariamente un desastre de incalculables proporciones. El rey notó su extravío e hizo un gesto a Eumenes.

—Diles que recibirán tres mil dracmas de plata por cabeza y un salvoconducto para todo aquel que quiera volver a la patria a abrazar de nuevo a su familia. Si prefieren quedarse, recibirán una casa, siervos, campos y ganado en abundancia. Ocúpate de ello.

El secretario así se lo hizo saber, pero mientras hablaba le resultaba difícil concentrarse porque llegaban ya hasta sus oídos los ruidos del saqueo y los gritos desesperados de la población a merced de la soldadesca.

Entretanto iban llegando las tropas de infantería, que corrieron a su vez hacia las puertas de la ciudad, temiendo llegar demasiado tarde para el botín. Algunos correos alcanzaron también al ejército de Parmenión, ahora ya a pocos estadios de distancia, y anunciaron que el rey había dejado la capital a merced de los soldados. La disciplina se esfumó en cuestión de segundos: todos los hombres abandonaron las filas y se precipitaron en masa hacia Persépolis, de la que, en varios puntos, comenzaban a alzarse columnas de humo y lenguas de fuego.

Parmenión espoleó a su caballo a toda velocidad seguido por El Negro y por Nearco y alcanzó a Alejandro, que montado sobre Bucéfalo contemplaba aquella destrucción desde lo alto de una elevación, inmóvil como un monumento.

El viejo general saltó a tierra y se acercó con una expresión de angustia en el rostro.

—¿Por que, señor? ¿Por qué? ¿Por qué destruyes lo que ya es tuyo?

Alejandro no se dignó siquiera mirarle, pero Parmenión vio tinieblas de muerte y de destrucción ensombrecerse en su ojo izquierdo. Calístenes le miró a su vez y murmuró, convencido de no ser oído:

—No preguntes más, general, estoy convencido de que en este momento su madre Olimpia está llevando a cabo ritos sanguinarios en algún lugar secreto y está en total posesión de su alma. ¡Ah, si estuviera aquí Aristóteles para acabar con esta pesadilla!

Parmenión sacudió la cabeza, miró fijamente a El Negro y a Nearco con una expresión de espanto, luego montó a caballo y se fue.

Sólo hacia el ocaso el rey se movió, como si despertara de un sueño, y empujó a Bucéfalo puertas adentro de la ciudad. Uno de los lugares más bellos y gratos de la tierra, la expresión más alta de armonía universal según la ideología aqueménida, estaba totalmente a merced de una horda de salvajes ebrios: los agrianos violaban muchachas y muchachos arrancándoselos de los mismos brazos a sus padres, los tracios daban vueltas ahítos de vino y sucios de sangre, mostrando como trofeos las cabezas cercenadas de los guerreros persas que habían tratado de oponerles resistencia. Y los macedonios, los tesalios y los mismos auxiliares griegos no se quedaban a la zaga: corrían como locos, cargados de botín, de copas adornadas de piedras preciosas, de maravillosos candelabros, de finísimas telas, de armaduras de oro y de plata. A veces se encontraban con compañeros que no habían logrado arramblar con nada y se enzarzaban unos con otros a muerte hasta el punto de degollarse por las calles, sin el menor freno, sin el menor signo de humanidad. Otras veces, si veían que algunos se habían adueñado de mujeres de especial belleza, trataban de hacerse con ellas por medio de las armas y, si lo conseguían, las violaban por turno en el mismo sitio encharcado aún con la sangre de sus familiares.

El rey avanzaba con paso grave y majestuoso en medio de todos aquellos gritos y de aquella sangre, de todos aquellos horrores, pero su cara no dejaba traslucir ninguna emoción, como si estuviera esculpida en el frío mármol de Lisipo. Sus oídos parecían no oír los gritos desgarradores de los niños, criaturas aún, arrebatados a sus madres, de las mujeres que invocaban el nombre de los hijos y de las hijas, que lloraban sobre los cuerpos de los maridos asesinados sin piedad delante de las puertas de sus casas. Parecía que oyese tan sólo el lento pisoteo de los cascos de Bucéfalo sobre las piedras del camino.

Mantenía la mirada fija delante de sí, miraba el inmenso palacio real, la divina apadana rodeada de jardines maravillosos, de desmochados cipreses, de álamos plateados, de plátanos de sombra enrojecidos por la luz languideciente del último sol. Miraba los atrios excelsos que iba encontrando con sus columnas gigantescas, con los toros alados, los grifos, las imágenes de los Grandes Reyes que habían construido y adornado aquella maravilla. Él, el pequeño yauna, señor de un pequeño reino de labriegos y pastores, en otro tiempo vasallo, había conseguido traspasar el corazón del gigante y lo tenía, agonizante, bajo sus pies.

Subió a caballo la amplia escalinata y vio representadas en la piedra, a un lado y a otro, los cortejos de los reyes y de los jefes vasallos que llevaban sus presentes en la fiesta de año nuevo. Medos y ciseos, jonios, indios y etíopes, asirios y babilonios, egipcios, libios, fenicios y bactrianos, gedrosios, cármatas, dahos: docenas y docenas de naciones que avanzaban con paso solemne, mesurado, hacia el baldaquín de oro que cubría el trono de Darío, el Rey, el Gran Rey, el Rey de Reyes, Luz de los Arios y Señor de los Cuatro Rincones de la Tierra.

Y ahí estaba el trono. Lo tenía enfrente. De cedro perfumado y de marfil, incrustado de piedras preciosas, sostenido por dos grifos con los ojos de rubí. Detrás, en la pared, el rey Darío I estaba representado, gigantesco, en el fulgor de su atavío de ceremonia, mientras luchaba contra un monstruo alado, contra la encarnación de Arhimán, genio del mal y de la tinieblas.

El inmenso salón estaba vacío y silencioso, pero en el exterior un océano de dolor rompía sus oleadas cruentas contra las paredes de aquel paraíso. Los bravos, leales soldados de Filipo se habían vuelto una horda de fieras que se disputaban por las calles parte de la rapiña, gritando todo tipo de obscenidades por sus hediondas bocas, prendiendo fuego a los jardines y a los palacios, devastando los santuarios de Ahura Mazda, dios de la alta Persépolis.

Alejandro desmontó, avanzó hacia el trono, subió los escalones y se sentó en él, apoyando las manos en los brazos de mármol pulimentado. Pero mientras se abandonaba contra el respaldo con un largo jadeo, vio unas formas oscuras perfilarse en el vano de la puerta y oyó un confuso ruido de pisadas.

—¿Quién hay ahí? —preguntó sin moverse.

—¡Somos nosotros, rey! —dijo una voz.

Era uno de los esclavos griegos que habían venido a su encuentro a lo largo del camino de Persépolis.

—¿Qué queréis?

El hombre no respondió, pero se hizo a un lado y dejó pasar a dos de sus compañeros que sostenían a un anciano macilento.

—Se llama Leocares —explicó el hombre que se había hecho a un lado—. Es uno de los Diez Mil de Jenofonte, el último superviviente, creo yo. Tiene casi noventa años y ha pasado setenta y dos en la cárcel y en esclavitud.

Alejandro disimuló a duras penas la emoción.

—¿Qué es lo que quieres, anciano? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer por un héroe de los Diez Mil?

El anciano musitó algo que el rey no puso oír.

—No quiere nada. Dice que todos los griegos muertos antes de este día no han podido disfrutar de la alegría más grande, la de verte sentado en este trono. Dice que ahora puede morir contento.

El anciano no conseguía articular palabra por la emoción y por las lágrimas que le bañaban las descarnadas mejillas, pero la expresión de su rostro decía más que mil palabras.

Alejandro hizo un gesto con la cabeza y se quedó mirándole, casi incrédulo, mientras se alejaba arrastrando los pies, sostenido por sus compañeros. Entonces el rey bajó del trono y alcanzó a Bucéfalo, que le esperaba en el atrio, pero, al cogerle por la brida, vio, como salido de un sueño, a un guerrero persa espléndidamente vestido con el uniforme de gala de los Inmortales, montado sobre un alazán enjaezado con arreos dorados, que parecía mirarle.

Alejandro apretó la empuñadura de la espada, pero no se movió; en aquel momento, el cielo oscurecido ofuscó la tierra con un relámpago cegador y sacudió el palacio entero con el fragor del trueno.

De repente, un recuerdo se hizo presente en su conciencia: era el guerrero que un lejano día le había salvado de las garras del león y al que él había salvado de una muerte segura en el campo de batalla de Issos.

El Inmortal empujó el caballo adelante unos pocos pasos, escupió en el suelo delante de él, luego se volvió, espoleó al animal con los talones y se lanzó al galope por el vasto patio desierto.