El gruñido quedo de Peritas despertó a Alejandro de repente y el rey comprendió lo que había alarmado a su perro: el cerrado galope de un escuadrón de jinetes y luego el hablar excitado de los hombres delante de su tienda. Se echó sobre los hombros una clámide y corrió afuera. Era aún de noche y la luna estaba suspendida ligeramente por encima de las colinas, en un cielo lechoso y oscuro, velado por unas nubes bajas.
Uno de los hombres del escuadrón se le acercó, jadeando.
—¡Rey, una emboscada, una trampa!
—¿Qué dices? —preguntó Alejandro agarrándole por el quitón.
—Era una trampa. Al acercarnos a las puertas de Mindo, nos hemos visto atacados por todos lados. Flechas y jabalinas llovían como granizo del cielo, grupos de caballería ligera venían hacia nosotros desde las colinas, lanzaban y desaparecían, y luego llegaban otros... Nos hemos defendido, rey, hemos combatido con toda la energía posible. Si la flota hubiera entrado en puerto, la habrían destruido, pues había catapultas con flechas incendiarias por doquier.
—¿Dónde está Pérdicas?
—Aún allí. Ha conseguido ocupar una zona resguardada y reagrupar a sus hombres. Pide ayuda, enseguida.
Alejandro le soltó, pero al retirar las manos se dio cuenta de que estaban tintas en sangre.
—¡Este hombre está herido! ¡Pronto, llamad al cirujano!
El médico Filipo, que tenía su tienda a escasa distancia, acudió de inmediato con su asistente y tomó bajo su cuidado al soldado.
—Advierte a tus colegas de la situación —le rogó el rey—. Haz preparar mesas, agua caliente, vendas, vinagre, todo lo preciso.
Entretanto habían llegado Hefestión, Eumenes, Tolomeo, Crátero, Clito, Lisímaco y los demás, todos ya vestidos y armados.
—¡Crátero! —gritó el soberano apenas le vio.
—¡A tus órdenes, rey!
—Reúne inmediatamente dos escuadrones de caballería y ve adonde está Pérdicas, pues tiene problemas. No presentes batalla. Recupera a los muertos y heridos y regresa.
Luego se volvió:
—¡Tolomeo!
—¡A tus órdenes, rey!
—Toma un pelotón de exploradores y una sección de caballería ligera, tracios y tribalos. Avanza a lo largo de la costa y busca un atracadero, el que sea, para desembarcar las máquinas. Apenas lo hayas encontrado, haced señales a la flota de que se acerque y ayúdales a descargar.
—Así se hará.
—¡Negro!
—¡A tus órdenes, rey!
—Manda traer todas las catapultas ligeras de arrastre que tenemos en la bocana del puerto de Mindo. No deberá entrar o salir nadie, ni siquiera los pescadores. Si encuentras un lugar favorable, descarga sobre la ciudad todos los dardos incendiarios que puedas. Quémala, si te es posible, hasta la última casa.
Alejandro estaba furibundo y su ira no hacía sino ir en aumento.
—Memnón —gruñó.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Eumenes.
—Memnón. Esto es obra de Memnón. Me devuelve ojo por ojo. Yo he aislado de la costa a la flota persa y él aisla a la mía, impidiéndome el desembarco. Es obra suya, estoy seguro. ¡Hefestión!
—¡A tus órdenes, rey!
—Sal con la caballería tesalia y un escuadrón de hetairoi, corre hacia Halicarnaso y elige un lugar adecuado para la acampada, en el lado oriental o septentrional de las murallas. Luego busca un lugar para emplazar las máquinas de guerra y haz venir a los zapadores para que lo allanen. ¡Rápido!
Entonces ya todos estaban completamente despiertos: secciones de caballería cruzaban por todas partes, resonaban por doquier órdenes secas, gritos y llamadas, relinchos de caballos.
Llegó el general Parmenión, armado hasta los dientes y seguido por dos ayudantes.
—¡A tus órdenes, rey!
—Hemos sido traicionados, general. Pérdicas ha caído en una trampa en Mindo y no sabemos aún qué ha sido de él.
»Pero yo sí sé qué haremos nosotros. Da orden de servir el desayuno y luego manda formar a la infantería y a la caballería en orden de marcha. A la salida del sol, los quiero ya de camino. ¡Atacaremos Halicarnaso!
Parmenión asintió y se dirigió a sus ayudantes:
—¿Habéis oído al rey? ¡Vamos, moveos!
—General...
—¿Algo más, señor?
—Manda a Filotas a Mindo con un grupo de jinetes. Necesito conocer lo más pronto posible cómo está la situación.
—Ahí le tienes —respondió Parmenión señalando a su hijo, que venía corriendo en dirección a ellos—. Le haré partir de inmediato.
Hefestión, mientras tanto, abandonaba el campamento con sus escuadrones, levantando una gran nube de polvo, al galope en dirección a Halicarnaso.
Llegaron a la vista de la ciudad con las primeras luces del alba: estaba todo desierto hasta el pie de las murallas. Hefestión miró a su alrededor y luego espoleó de nuevo su caballo para ir a ocupar por sorpresa una explanada que parecía muy favorable para plantar el campamento.
Entre ellos y Halicarnaso el terreno era ligeramente ondulado y era imposible ver qué había en las cercanías del recinto amurallado, razón por la cual se pusieron al paso, para avanzar con mayor prudencia.
Todo parecía tranquilo a la hora silenciosa del amanecer, pero de repente Hefestión oyó un extraño ruido, seco y acompasado, como de objetos de metal que golpearan contra el suelo o las rocas. Avanzó hacia lo alto de una colina baja y se quedó estupefacto ante el espectáculo que desde allí se divisaba.
Había una enorme trinchera, de tal vez treinta y cinco pies de ancho por dieciocho de profundidad, y cientos de hombres que trabajaban en ella extrayendo la tierra y amontonándola en el exterior en un gigantesco terraplén.
—¡Maldición! —exclamó Hefestión—. Hemos esperado demasiado. ¡Tú! —dijo acto seguido a uno de sus soldados—. Vuelve inmediatamente atrás y da aviso a Alejandro.
—Voy —respondió el hombre volviendo grupas y espoleando a su caballo hacia el campamento. Pero en aquel preciso instante, una de las puertas de Halicarnaso se abrió y salió al galope un escuadrón de caballería que se lanzó sobre el único lado practicable que había quedado entre el foso y las murallas.
—¡Vienen hacia nosotros! —gritó el comandante de los tesalios—. ¡Por aquel lado, por aquel lado!
Hefestión ordenó a su sección que realizara una conversión y luego se lanzó sobre los enemigos que tomaban por el estrecho paso para ganar lo más pronto posible el terreno abierto.
Desplegó la formación en un frente de doscientos pies en cuatro líneas y dirigió el ataque hacia la cabeza de la columna enemiga que comenzaba a correr a lo largo del terraplén para colocarse en una fila lo suficientemente larga como para aguantar el choque. Se enfrentaron a escasa distancia del valle, sin que los adversarios hubiesen tenido tiempo suficiente para ganar velocidad, y Hefestión comenzó a hacerles retroceder. Mientras tanto los peones que trabajaban en el fondo de la zanja, aterrados por el fragor de la batalla, abandonaron sus herramientas, treparon lo más deprisa posible por el margen interior de la trinchera y se echaron a correr en dirección a la puerta, pero desde el interior los defensores la habían ya cerrado.
Un grupo de tesalios se arrojaron sobre el paso practicable entre la zanja y el recinto amurallado y comenzaron a disparar a los zapadores con una nutrida lluvia de jabalinas, hasta que los hubieron abatido a todos. Pero poco después, desde una oculta poterna, salió otra sección de caballería y les atacó por el flanco, de modo que tuvieron que formar un frente compacto y responder.
Las escaramuzas continuaron con ataques y contraataques, pero Hefestión consiguió por último imponerse formando a los hetairoi, aún frescos, delante de los tesalios ya exhaustos. Repelió a continuación a los enemigos hasta la puerta, que fue rápidamente abierta para acogerles.
El comandante macedonio no se atrevió a perseguirles entre los batientes que se abrían de par en par en medio de dos macizos baluartes llenos de arqueros y lanzadores de jabalina. Se contentó con haber conquistado el campamento y comenzó a hacer abrir una trinchera por la parte del paso, en espera de que llegaran los zapadores, y envió a algunos jinetes a descubrir fuentes que pudieran dar de beber a hombres y caballos cuando llegara el resto del ejército.
De repente, uno de los hetairoi señaló algo arriba en las murallas.
—Mira, comandante —dijo extendiendo el brazo hacia la torre más alta.
Hefestión se volvió y se acercó un poco más, para ver mejor. Apareció un guerrero embutido en una reluciente coraza de hierro, con el rostro completamente oculto por un yelmo corintio de visera y una larga lanza prietamente empuñada.
Un gritó resonó a sus espaldas:
—¡Comandante, el rey!
Alejandro, a la cabeza de La Punta, llegaba al galope sobre Bucéfalo. En pocos instantes estuvo al lado de su amigo y levantó la mirada hacia la torre donde la armadura del guerrero de rostro cubierto resplandecía bajo el sol.
Le miró en silencio, y sabía que era observado a su vez. Dijo:
—Es él. Es él, lo presiento.
En aquel momento, en un lugar muy lejano, más allá de la ciudad de Celenas, por el camino real, Barsine se había parado con sus hijos a descansar en una posada. Al introducir la mano en su bolsa de viaje para coger el pañuelo y secarse el sudor, encontró un objeto que no sabía que tenía. Lo sacó: se trataba de un estuche que contenía una hoja de papiro, aquél en el que Apeles había trazado, con unos pocos toques magistrales, el retrato de su marido, el rostro de Memnón. Entre lágrimas, leyó las pocas palabras garrapateadas al pie con una grafía apresurada e irregular:
Con igual fuerza está grabado tu rostro
en la memoria de Aléxandros.