—Fue fundada por el rey Darío I el Grande, en el corazón de Pérside, para ser la más refulgente capital de todos los tiempos. Trabajaron en ella cincuenta mil personas de treinta y cinco naciones distintas durante quince años. Se talaron bosques enteros en el monte Líbano a fin de obtener los troncos para los techos y las puertas, se tallaron piedras y mármoles en todas las partes del Imperio, se extrajo el más precioso lapislázuli de las minas de Bactriana, se trajo oro a lomos de camello de Nubia y de la India, piedras preciosas del Paropámiso y de los desiertos de Gedrosia, plata de Iberia y cobre de Chipre. Miles de escultores sirios, griegos, egipcios esculpieron las imágenes que puedes admirar en las paredes y puertas del palacio y los plateros añadieron las partes aplicadas, los ornamentos de oro, plata, piedras duras. Los más hábiles tejedores realizaron las alfombras, las cortinas y los tapices que has visto en los suelos y en las paredes. Pintores persas e indios dieron vida a los frescos que adornan los enlucidos. Los Grandes Reyes se propusieron que este lugar reuniera, en maravillosa armonía, todas las expresiones de civilización y cultura que componen este inmenso imperio.
Calístenes se detuvo y dejó pasear la mirada por la grandiosa capital agonizante, por los pairidaeza donde ardían cual antorchas plantas rarísimas traídas de remotas provincias, por los palacios y por los pórticos, por los atrios ennegrecidos por el humo de los incendios. Contemplaba las calles recorridas por soldados ebrios de muerte, de estupros, de vida disoluta, las fuentes llenas de cadáveres que seguían difundiendo su triste murmullo, derramando sus aguas manchadas de sangre; contemplaba las estatuas rotas, las columnas abatidas, los santuarios profanados. Se volvió hacia Eumenes y vio en sus ojos la misma expresión aterrada y confusa.
—Este palacio sublime —continuó en el mismo tono de voz— fue llamado la «residencia de año nuevo» porque el Gran Rey se dirigía a él para la celebración del primer día del año, la mañana del solsticio de verano, para recibir en la frente el primer rayo de prístina luz que asomaba por levante e iluminaba su mirada, casi como si el propio rey fuera un nuevo sol.
»Durante toda la noche, hasta por la mañana, las oraciones de los sacerdotes se elevaban altas, insistentes, hacia las estrellas, para invocar la luz sobre el Gran Rey, sobre aquel que era en la tierra el símbolo viviente de Ahura Mazda. Todo aquí es símbolo, la ciudad entera lo es, y lo son todas las imágenes y los bajorrelieves que ves en este palacio.
—Estamos quemando un... símbolo —balbucéo Eumenes.
—Eso y mucho más. La ciudad fue proyectada al día siguiente de un eclipse total de sol que tuvo lugar hace setenta años y seis meses: tenía que ser el monumento a la fe de este pueblo, la fe según la cual el mundo no deberá ser nunca dominio de las tinieblas. Y mira, por todas partes puedes ver al león que aferra con sus dientes al toro, o sea, la luz que derrota a las tinieblas, la luz de su dios supremo Ahura Mazda que ellos veían encarnado en su rey.
»En ese momento, mientras el palacio estaba aún en la sombra, cientos de delegaciones esperaban en religioso silencio hasta que la luz se difundía por las salas de púrpura y de oro, por los vastos patios. Entonces comenzaba el fastuoso cortejo del que hablan Ctesias y otros autores griegos y bárbaros que tuvieron la suerte de asistir a él, del que hablan los bajorrelieves que adornan glacis y escalinatas.
»Y mira ahora. Este pueblo asiste al súmmum de la abominación, al último y más atroz de los sacrilegios: el fuego, que para ellos es sagrado, quema la capital que fue creada en honor del fuego eterno y quema sus mismos cadáveres.
—Y sin embargo también ellos se mancharon las manos en otro tiempo con todo tipo de atrocidades —repuso Eumenes—. Has podido ver a esos pobres desdichados, oír las inhumanas torturas a que fueron sometidos... Quienes construyeron esta maravilla, los grandes reyes Darío y Jerjes, fueron los mismos que invadieron nuestra tierra sometiéndola a sangre y fuego, los que decapitaron y crucificaron el cuerpo torturado del rey Leónidas en las Termópilas, los que quemaron los templos de nuestros dioses después de haberlos profanado de todos los modos posibles...
—Es cierto, ¿y sabes por qué? Mira —le dijo indicando una inscripción a lo largo de una pared—. ¿Sabes que dice esa inscripción? Pues dice: «He quemado los templos de los daiwa», los templos de los demonios. Y la explicación es que nuestros dioses, para ellos, eran manifestación de los demonios que su dios del mal, Arhimán, soltó por el universo para que lo condujesen al desastre. Desde su punto de vista, llevaron a cabo una obra pía. Todos los pueblos de la tierra ven el mal en los demás, en los pueblos extranjeros y en sus dioses, y en esto, me temo, no hay remedio. Por ello destruyeron las obras más hermosas de nuestra civilización. Por ello nosotros destruimos ahora las más hermosas de la suya.
Callaron porque no tenían ya nada que decir y su silencio se llenó del llanto y de los lamentos de la moribunda ciudad.
La reina madre tuvo noticia de la devastación de Persépolis tres días después, por un jinete de la guardia de los Inmortales que atravesó los pasos de montaña cubiertos de nieve sin detenerse en ningún momento. Estalló en lágrimas tan pronto como oyó los detalles de la ruina, la aniquilación de una ciudad inerme, la destrucción de obras de maravillosa belleza.
El guerrero se postró entre sollozos ante la soberana.
—Gran Madre —le dijo—, ordena mi muerte porque me la merezco. Conozco al pequeño demonio yauna y soy culpable de todo. Fui yo, hace muchos años, quien le salvó la vida durante una cacería del león en Macedonia y, cuando en el campo de batalla de Issos me salvó a su vez y me dejó partir libre, no comprendí que éste es el modo con que los demonios enmascaran su naturaleza feroz. En vez de clavarle el puñal en la garganta, le di las gracias, le mostré mi gratitud. Y ahora ésta es la consecuencia. Ordena mi muerte, Gran Madre, y tal vez mi muerte aplaque la ira de los dioses, les induzca a ponerse de nuestro lado, a sacarnos de las tinieblas de la humillación y de la derrota.
La reina estaba sentada inmóvil en su trono con las mejillas bañadas de lágrimas. Le miró fijamente con una mirada llena de compasión y le dijo:
—Levántate, mi fiel amigo. Levántate y no te censures por tu generosidad y tu coraje. Lo que ha sucedido tenía que suceder fatalmente. Cuando Ciro tomó la ciudad de Sardes e hizo que fuera pasto de las llamas, ¿qué pensaban los lidios en su miseria? ¿Y qué pensaban los babilonios cuando desvió el Éufrates y se apoderó de la capital poniendo cadenas a su rey? También nosotros hemos incendiado y diezmado, hemos reprimido con sangre muchas rebeliones, hemos quemado templos y santuarios. El rey Cambises mató en Egipto al buey Apis cometiendo a los ojos de aquella nación el más atroz de los sacrilegios. El rey Jerjes prendió fuego a los templos de la acrópolis de Atenas y arrasó la ciudad. Una población entera abandonó entre lágrimas sus propias casas para refugiarse en una pequeña isla y desde allí vio los respladores del incendio ascender al cielo nocturno. Esto se lo oí contar a quienes custodiaban los libros de nuestra historia.
»Ahora el mismo destino nos toca a nosotros, a nuestras maravillosas ciudades, a nuestros santuarios, no porque Alejandro sea malvado. Yo le conozco, y conozco sus sentimientos, sé de qué ternura y miramiento es capaz, y si hubiera estado yo presente estoy convencida de que habría logrado obtener su clemencia, hacer triunfar en él la luz de Ahura Mazda sobre las tinieblas de Arhimán. ¿Les has mirado alguna vez a los ojos?
—Sí, mi señora, y he sentido miedo.
La reina madre calló durante unos instantes llorando en silencio; luego levantó la cabeza y preguntó:
—¿Adónde irás ahora?
—Al norte, a Ecbatana, con el rey Darío, para combatir y para morir con él si fuera preciso. Pero dame tu bendición, Gran Madre. Me dará calor en medio de la nieve y del frío, me ayudará a soportar el hambre, la sed, las privaciones, el dolor.
Se postró de rodillas y con la cabeza inclinada. La reina madre levantó la mano temblorosa y se la apoyó en la cabeza.
—Te bendigo, muchacho mío. Dile a mi desventurado hijo que rezaré por él.
—Se lo diré —repuso el Inmortal.
Solicitó licencia para despedirse y se fue.