Nadie supo qué se dijeron, pero Alejandro no olvidó jamás aquel encuentro, y acaso tampoco Diógenes.
Dos días después Filipo y su séquito retomaron el camino del norte en dirección a Macedonia y el príncipe partió con ellos.
Llegado a Pella, el soberano se dedicó a los preparativos de la gran expedición a Oriente. Casi a diario se celebraba un consejo de guerra en el que participaban los generales, Átalo, Clito El Negro, Antípatro y Parmenio, para organizar la leva de los guerreros, el equipamiento, el aprovisionamiento. Las buenas relaciones con Atenas garantizarían la seguridad del mar y el transporte del ejército a Asia por medio de la flota macedonia y las naves de las flotas aliadas.
Alejandro estuvo totalmente absorbido por esta febril actividad y parecía no pensar mucho en la preñez de Eurídice ni en las angustias de su madre, que le mandaba continuos mensajes cuando se hallaba fuera, o bien le pedía conversar en privado cuando se encontraba en palacio.
Olimpia mantenía también una asidua correspondencia con su hermano, Alejandro de Epiro, a fin de asegurarse su apoyo: se sentía más sola que nunca, de capa caída, relegada a sus habitaciones.
No pensaba en nada más y no hablaba de otra cosa con las personas que le seguían guardando fidelidad que de su triste condición. Sabía, en efecto, que, en el momento en que la nueva reina fuera condecorada con sus nuevas prerrogativas, ni siquiera le serían permitidas las apariciones en público; que no le quedarían ni siquiera los compromisos oficiales para recibir a los huéspedes y a las delegaciones extranjeras, para entretener en sus habitaciones a las mujeres y las amigas de los visitantes.
Y sobre todo temía que iba a perder cuanto quedaba de su poder personal como madre del heredero al trono.
Alejandro estaba más tranquilo, rodeado de sus amigos que le demostraban a diario su devoción y fidelidad.
Contaba además con la estima profunda y sincera de los generales Parmenio y Antípatro, brazo derecho e izquierdo respectivamente de su padre el rey, que le habían visto desempeñarse como hombre de gobierno y como combatiente en el campo de batalla. Sabían que el reino estaría seguro, si era un día confiado a sus manos. Pero en realidad la situación dinástica no estaba del todo tranquila: los primos de Alejandro, Amintas y su hermano Arquelao, siempre podrían encontrar apoyo en un determinado sector de la nobleza, mientras que su hermanastro, Arrideo, medio retrasado mental, no parecía por el momento crear ninguna molestia.
La fecha del matrimonio de Filipo fue anunciada oficialmente al comienzo del invierno y, no por esperada, dejó de tener el efecto de un rayo.
Impresionó a todos la extraordinaria solemnidad que el rey quería imprimir a la ceremonia y el fasto con que era preparada.
Eumenes, responsable ya de toda la gestión de la secretaría general, informaba a Alejandro de cada detalle: el rango de los invitados, los gastos de vestuario, los ornamentos, las comidas, los vinos, los preparativos, las joyas para la esposa y para sus damas de honor.
Alejandro trataba de ahorrarle a su madre la mayor parte de estas noticias para no herirla en exceso, pero Olimpia tenía ojos y oídos por todas partes y acababa por enterarse de todo cuanto estaba sucediendo antes que su propio hijo.
Cuando ya faltaba poco para el gran día, la reina recibió oficialmente la invitación del soberano a tomar parte en las nupcias e idéntica invitación fue entregada a Alejandro. Ambos sabían que una invitación de Filipo era en realidad una orden, y tanto la madre como el hijo se aprestaron, mal de su grado, a tomar parte en la ceremonia y en el suntuoso banquete que iba a celebrarse inmediatamente después.
Eumenes había tenido que hacer verdaderos juegos malabares para disponer los lechos y las mesas de los invitados a fin de impedir contactos que condujesen de forma inevitable a enfrentamientos o peleas. Los jefes de las tribus y los príncipes macedonios estaban más o menos alineados de un lado o del otro, y cuando el vino comenzara a correr a mares, también la sangre podía correr del mismo modo como consecuencia de una frase o de un gesto mal interpretado.
La esposa era encantadora e iba vestida con todos los atributos de una reina, pero eran claramente visibles los signos de su embarazo. Llevaba una diadema de oro y el cabello recogido detrás de la nuca en un rodete que sostenían unas grandes fíbulas de oro de cabeza de coral; vestía un peplo tejido en plata y adornado con encajes de extraordinaria belleza, que imitaban el estilo de los pintores ceramistas reproduciendo una escena de danza de unas muchachas delante de la estatua de Afrodita, e iba tocada con el velo nupcial que le cubría parcialmente la frente.
Alejandro, por su papel de heredero al trono, hubo de asistir de cerca a la ceremonia y también después, durante el banquete, tuvo que recostarse a no mucha distancia de su padre.
Olimpia, con sus damas de compañía, se encontraba, en cambio, en el lado opuesto a Filipo, en el otro extremo de la gran sala del convite, y con ella había preferido estar también la princesa Cleopatra que, por lo que se decía, no hacía muy buenas migas con Eurídice, muchacha de su misma edad.
Los lechos estaban colocados en los cuatro lados de un rectángulo y sólo al fondo, en el lado derecho, había una abertura para permitir el acceso de los cocineros con los platos de manjares y el movimiento de los siervos que escanciaban el vino y limpiaban acto seguido el suelo de desperdicios.
Un grupo de tañedoras de flauta había comenzado a hacer sonar sus instrumentos y algunas danzarinas se movían entre las mesas y en el espacio central que se abría en medio del gran rectángulo del convite. La atmósfera comenzaba a calentarse y Alejandro, que no había bebido un solo sorbo de vino, no quitaba ojo a su madre disimuladamente. Estaba hermosísima y altiva, el rostro pálido, la mirada glacial; parecía dominar aquella suerte de bacanal, el alboroto de los ebrios, la música estridente de las tañedoras de flauta, como la estatua de una implacable divinidad de la venganza.
No probó ni bebió nada en todo el rato, mientras Filipo se abandonaba a todo tipo de desafueros tanto con la joven esposa que se defendía con unas risitas complacientes como con las danzarinas que pasaban por su lado. Y otro tanto hacían los restantes comensales, sobre todo los macedonios.
Llegó el momento de los brindis y, con arreglo al ceremonial, le tocó al suegro alzar la copa para las felicitaciones. Átalo no estaba menos beodo que los demás: se puso en pie tambaleándose y levantó la copa colmada haciendo salpicar el vino sobre el recamado cojín y también sobre los que tenía más cerca. Luego dijo con voz insegura:
—Brindo por la pareja real, por la virilidad del esposo y la belleza de la esposa. ¡Quieran los dioses conceder un legítimo heredero al reino de Macedonia!
La frase era la más desafortunada que hubiera podido pronunciar en aquel momento, porque traía a la memoria los rumores que circulaban entre la nobleza macedonia acerca de la infidelidad de la reina y era una ofensa sangrante para el heredero designado.
Olimpia se puso pálida como la muerte. Todos quienes habían oído claramente el brindis de Átalo enmudecieron y volvieron la cabeza hacia Alejandro que se había puesto en pie rojo como la grana y como movido por un resorte, presa de uno de sus terribles ataques de cólera.
—¡Pedazo de idiota! —gritó—. ¡Hijo de perra! Porque ¿qué soy yo? ¿Un bastardo acaso? ¡Trágate tus palabras o te machacaré como a un cerdo!
Y desenvainó la espada para cumplir sus amenazas.
Ante aquellas palabras Filipo, enfurecido por cómo había ofendido Alejandro a su suegro y por cómo le arruinaba la fiesta de bodas, harto de vino y fuera de sí, sacó a su vez la espada y se arrojó sobre su hijo. La sala se llenó de gritos, las danzarinas salieron huyendo y los cocineros se escondieron bajo las mesas para ponerse a cubierto del huracán que estaba a punto de desencadenarse.
Pero mientras trataba de saltar de un lecho a otro para alcanzar a su hijo que le esperaba impasible, Filipo resbaló y acabó por los suelos con gran estrépito llevándose tras de sí manteles, vajillas, restos de comida y acabando en medio de un charco de rojo vino. Trató de levantarse, pero resbaló de nuevo y se cayó de bruces.
Alejandro se le acercó empuñando la espada y en la sala se hizo un silencio sepulcral. Las bailarinas temblaban hacinadas en un rincón. Átalo estaba pálido como el papel y un hilo de saliva le caía por una comisura de la boca semiabierta. La joven esposa lloriqueaba:
—¡Paradles, en nombre de los dioses, que alguien haga algo!
—¡Ahí le tenéis, miradle! —exclamó Alejandro con una risa burlona—. El hombre que quiere pasar de Europa a Asia no es capaz siquiera de pasar de un lecho a otro sin acabar patas arriba.
Filipo se arrastraba entre el vino y los restos de la comida gruñendo:
—¡Te mato! ¡Te mato!
Pero Alejandro ni parpadeó.
—Mucho será que consigas levantarte —dijo. Luego, volviéndose hacia los siervos, añadió—: Levantadle y limpiadle.
Se dirigió a continuación a donde estaba Olimpia.
—Vamos, madre, tenías razón: aquí ya no hay sitio para nosotros.