2

Alejandro se despojó de sus ropas hasta quedar desnudo delante del ejército formado y corrió tres veces alrededor de la tumba de Aquiles, según la antigua usanza, y Hefestión hizo lo propio en torno a la tumba de Patroclo.

A cada vuelta, más de cuarenta mil hombres gritaban:

Alalalài!

—¡Qué actor extraordinario! —exclamó Calístenes, en un extremo del campo.

—¿Tú crees? —replicó Tolomeo.

—No me cabe la menor duda. No cree en los mitos ni en las leyendas más de lo que podamos creer tú y yo, pero se comporta como si fueran más verdaderos que la propia realidad. De este modo demuestra a sus hombres que los sueños son posibles.

—Parece que le conozcas muy a fondo —dijo Tolomeo en tono sarcástico.

—He aprendido a observar a los hombres, además de la naturaleza.

—Entonces deberías saber que nadie puede afirmar que conoce a Alejandro. Sus acciones están a la vista de todos, es cierto, pero no son previsibles, ni es siempre posible comprender su significado profundo. Él cree y no cree al mismo tiempo, es capaz de arrebatos amorosos y de arranques irrefrenables de cólera, es...

—¿Qué?

—Distinto. Yo le conocí cuando tenía seis años, y no puedo decir aún que le conozca de verdad.

—Tal vez tengas razón. Pero ahora todos sus hombres creen que él es Aquiles redivivo y que Hefestión es Patroclo.

—En estos momentos incluso se lo creen ellos dos. Por lo demás, ¿no has sido tú quien ha establecido, sobre la base de tus cálculos astronómicos, que nuestra invasión se ha producido el mismo mes en que comenzó la guerra de Troya, exactamente hace mil años?

Alejandro, mientras tanto, se había vuelto a vestir y puesto la armadura, imitado en esto por Hefestión. Ambos montaron a caballo. El general Parmenión ordenó hacer sonar las trompas y Tolomeo, a su vez, saltó sobre la silla.

—He de reunirme con mi sección. Alejandro se dispone a pasar revista al ejército.

Las trompas resonaron una vez más, repetidamente, y el ejército se colocó a la largo de la orilla del mar, cada sección con sus estandartes e insignias.

La infantería contaba con treinta y dos mil hombres en total. En el lado izquierdo había tres mil «portadores de escudo» y siete mil aliados griegos, apenas una décima parte de los que, ciento cincuenta años antes, habían luchado en Platea contra los persas. Llevaban la tradicional armadura pesada de la infantería griega de línea y macizos yelmos corintios que les protegían totalmente el rostro hasta la base del cuello, dejando al descubierto sólo los ojos y la boca.

En el centro estaban los seis batallones de la falange, los pezetairoi: cerca de diez mil hombres. En el lado izquierdo, en cambio, las tropas auxiliares bárbaras del Norte: cinco mil tracios y tribalos que habían aceptado la invitación de Alejandro, atraídos por la soldada y la perspectiva del pillaje. Eran valerosísimos, capaces de las gestas más temerarias, infatigables, y sabían soportar el frío, el hambre y las penalidades. Horribles de aspecto, tenían el pelo rojizo e hirsuto, las barbas luengas, la piel clara y pecosa y el cuerpo cubierto de tatuajes.

Entre estos bárbaros, los más salvajes y primitivos eran los agrianos de las montañas ilirias: no comprendían en absoluto el griego y era necesario utilizar con ellos un intérprete, pero eran de una habilidad sin par a la hora de escalar cualquier pared rocosa utilizando cuerdas de fibras vegetales, ganchos y garfios. Todos los tracios y el resto de las tropas auxiliares del Norte estaban armados con yelmos y coseletes de cuero, pequeños escudos en forma de media luna y largos sables que golpeaban tanto de punta como con el filo. En la batalla se comportaban como fieras, y en el cuerpo a cuerpo se excitaban hasta el punto de arrancar a dentelladas las carnes de sus adversarios. Por último, como para sofrenarlos, venían otros siete mil mercenarios griegos, de infantería pesada y ligera.

En las alas, separada de la infantería, estaba formada la caballería pesada de los hetairoi, dos mil ochocientos en total, a los que se añadían otros tantos jinetes tesalios y cerca de cuatro mil auxiliares, más los quinientos jinetes escogidos de La Punta, el escuadrón de Alejandro.

El rey, montado en Bucéfalo, pasó revista al ejército sección por sección, seguido por sus compañeros. Con él estaba también Eumenes, armado hasta los dientes, incómodo dentro de la coraza ateniense de lino prensado, decorada y con refuerzos de chapas de bronce reluciente como un espejo. Sus pensamientos, a medida que pasaba por delante de aquella multitud, eran más bien prosaicos: mentalmente hacía el recuento de cuánto trigo, cuántas legumbres, cuánto pescado en salazón, cuánta carne ahumada y cuánto vino serían necesarios para dar de comer y de beber a toda aquella gente, y cuánto dinero tendría que gastar a diario para comprar en los mercados todos aquellos víveres; luego valoraba cuánto tiempo durarían las reservas con que contaba.

No obstante, no perdía la esperanza de hacerle al rey, aquella misma noche, unas buenas sugerencias para el éxito de su expedición.

Cuando hubieron alcanzado la cabeza de la formación, Alejandro hizo una señal a Parmenión y el general dio la orden de partida. La larga columna se puso en marcha: la caballería en los flancos, en doble fila, y la infantería en el medio. Tomaron dirección al norte, a lo largo de la orilla del mar.

El ejército se desanudaba como una larga serpiente y el yelmo de Alejandro, rematado por dos largas plumas blancas, se distinguía de lejos.

Daunia se asomó en aquel momento al umbral del santuario de Atenea y se detuvo en lo alto de la escalinata. El joven que la había amado a orillas del mar, en aquella noche perfumada de primavera, parecía ahora un niño, resplandeciente al sol en su armadura en exceso bruñida, demasiado reluciente. No era ya él, no existía ya.

Sintió en su interior un gran vacío al verle alejarse hacia el horizonte. Cuando desapareció del todo, se secó los ojos con un rápido gesto de la mano, volvió a entrar en el templo y cerró la puerta tras de sí.

Entretanto, Eumenes había hecho partir a dos estafetas con escolta, uno dirigido a Lámpsaco y otro a Cícico, dos poderosas ciudades griegas a lo largo de los Estrechos: la primera se alzaba en la costa, la segunda, en cambio, en una isla. Se les volvía a hacer, de parte de Alejandro, el ofrecimiento de la libertad y de un tratado de alianza.

El rey estaba encantado con el paisaje y a cada recodo del camino se volvía hacia Hefestión.

—Mira aquel pueblo, mira aquel árbol, mira aquella estatua...

Todo era nuevo para él, todo le maravillaba, desde los blancos pueblos de las colinas, los santuarios de las divinidades griegas y bárbaras, inmersos en la campiña, hasta el perfume de los manzanos en flor y el verde brillante de los granados.

Aparte de su destierro entre las montañas nevadas de Iliria, aquel era su primer viaje fuera de Grecia.

Detrás de él cabalgaban Tolomeo y Pérdicas, mientras que los demás compañeros estaban con sus soldados. Lisímaco y Leonato cerraban la larga fila, al mando de dos secciones de retaguardia un tanto distantes.

—¿Por qué nos dirigimos hacia el Norte? —preguntó Leonato.

—Alejandro quiere asegurarse el control de la orilla asiática del Estrecho. De este modo nadie podrá entrar o salir del Ponto sin nuestra autorización, y Atenas, que depende de las importaciones de trigo que pasan por aquí, tendrá excelentes razones para seguir siendo amiga nuestra. Además, dejaremos aisladas a todas las provincias persas que se asoman al Mar Negro. Es una jugada inteligente.

—Es cierto.

Prosiguieron al paso, bajo el sol que comenzaba a ascender alto en el cielo. Luego Leonato continuó diciendo:

—Hay una cosa que no entiendo.

—No se puede entender todo en la vida —ironizó Lisímaco.

—Será así, pero explícame tú el por qué de toda esta calma. Hemos desembarcado con cuarenta mil hombres en pleno día, Alejandro ha visitado el templo de Ilión, ha hecho su danza alrededor del túmulo de Aquiles, y nadie nos esperaba. Quiero decir, ningún persa. ¿No lo encuentras extraño?

—En absoluto.

—¿Por qué no?

Lisímaco se volvió hacia atrás.

—¿Ves a esos dos de allí? —preguntó indicando las siluetas de un par de jinetes que seguían la cresta de los montes de la Tróade—. Pues desde el amanecer los tenemos detrás de nosotros, y seguramente no nos perdieron de vista durante todo el día de ayer y tenemos a otros alrededor.

—Avisemos entonces a Alejandro de que...

—Descuida. Alejandro lo sabe muy bien, y sabe también que en alguna parte los persas nos dispensarán un digno recibimiento.

La marcha prosiguió sin problemas durante toda la mañana, hasta el descanso de mediodía. Veíase nada más que labriegos en los campos, ocupados en sus labores, o grupos de niños que corrían a lo largo del camino, gritando y tratando de llamar la atención.

A eso del atardecer acamparon no lejos de Abidos; Parmenión hizo poner centinelas alrededor, a una cierta distancia, y envió por los campos a escuadrones de caballería ligera para evitar ataques por sorpresa.

Apenas hubo sido levantada la tienda de campaña de Alejandro, la trompa llamó a reunión al Consejo y todos los generales se congregaron en torno a una mesa, mientras era servida la cena. Estaba también Calístenes, pero faltaba Eumenes, que había mandado aviso de que se empezara sin él.

—¡Muchachos, aquí se está mucho mejor que en Tracia! —exclamó Hefestión—. El clima es estupendo, la gente parece hospitalaria, he visto lindas muchachas y los persas no incordian. Me parece estar en Mieza, cuando Aristóteles nos llevaba a recoger insectos al bosque.

—No te hagas ilusiones —replicó Leonato—. Lisímaco y yo hemos descubierto a dos jinetes que nos han estado siguiendo durante todo el santo día y seguramente deben de estar merodeando por ahí.

Parmenión, con su estilo de general de la vieja guardia, pidió respetuosamente la palabra.

—No hay necesidad de pedir permiso para intervenir, Parmenión —le respondió Alejandro—. Eres aquí el hombre que cuenta con más experiencia y todos nosotros hemos de aprender de ti.

—Te lo agradezco —dijo el anciano general—. Sólo quería saber cuáles eran tus intenciones para mañana y para el futuro próximo.

—Seguir hacia el interior, hacia el territorio directamente controlado por los persas. Una vez allí no tendrán elección. Habrán de enfrentarse a nosotros en campo abierto y nosotros les batiremos.

Parmenión se quedó en silencio.

—¿No estás de acuerdo?

—Hasta cierto punto. Me enfrenté con los persas durante mi primera campaña y puedo garantizarte que son unos adversarios temibles. Además, pueden contar con un jefe formidable, Memnón de Rodas.

—¡Un griego renegado!

—No. Un soldado de oficio. Un mercenario.

—¿Acaso no es lo mismo?

—No es lo mismo, Hefestión. Hay hombres que han luchado en muchas guerras y se encuentran al final carentes de cualquier convicción e ideal, pero llenos de habilidad y experiencia. Es entonces cuando venden su espada al mejor postor, pero si son hombres de honor, y Memnón lo es, se mantienen fieles a lo pactado, a toda costa. Su patria no es otra que la palabra dada, y a ella se atienen con absoluto rigor.

»Memnón representa para nosotros un peligro, tanto más cuanto que tiene con él a sus tropas. De diez a quince mil mercenarios, todos ellos griegos, todos bien armados y bastante temibles en campo abierto.

—Derrotamos al Batallón Sagrado de los tebanos —dijo Seleuco.

—Eso no cuenta —rebatió Parmenión—. Éstos son soldados de oficio, que no hacen otra cosa que combatir, y que cuando no combaten se adiestran para la lucha.

—Parmenión tiene razón —aprobó Alejandro—. Memnón es peligroso y su tropa mercenaria no lo es menos, sobre todo si cuenta con el apoyo de la caballería persa.

Entró en ese momento Eumenes.

—Te sienta bien la armadura —dijo con guasa Crátero—. Pareces todo un general. Lástima que tengas las piernas torcidas y secas y...

Estallaron todos a reír, pero Eumenes se puso a declamar:

No me gusta un general de gallardo porte,

orgulloso de sus bucles y esmerados afeites,

sino uno que sea feo y torcido de piernas,

que se mantenga firme y con un corazón de león.*

—¡Magnífico! —exclamó Calístenes—. Arquíloco es uno de mis poetas favoritos.

—Deja que hable —le hizo callar Alejandro—. Eumenes nos trae noticias que espero sean buenas.

—Buenas y malas, amigo mío. Decide tú por cuál debo empezar.

Alejandro disimuló a duras penas su contrariedad.

—Comienza por las malas. A las buenas uno se acostumbra siempre. Dadle un asiento.

Eumenes se acomodó, quedando no obstante incómodo a causa de la coraza, que le impedía doblarse.

—Los habitantes de Lámpsaco han respondido que se sienten ya lo suficientemente libres y que no necesitan para nada nuestra ayuda. En resumidas cuentas, vienen a decirnos que nos las apañemos solos.

El rostro de Alejandro se había puesto sombrío y se intuía que estaba a punto de estallar en un ataque de cólera. Eumenes prosiguió enseguida:

—Buenas noticias, en cambio, de Cícico. La ciudad se muestra favorable y acepta unirse a nosotros. Y es de veras una buena noticia porque la soldada de todos los mercenarios al servicio de los persas se pagan en moneda de Cícico. Estáteros de plata, para ser más exactos. Como éste.

Y arrojó una reluciente moneda encima de la mesa. La moneda rebotó y se puso a rodar luego sobre sí misma como una peonza hasta que la velluda mano de Clito El Negro cayó para aplastarla con un seco golpe.

—¿Y entonces? —preguntó el general dándole la vuelta entre los dedos.

—Si Cícico bloquea la emisión de moneda hacia las provincias persas —explicó Eumenes—, los gobernadores no tardarán en encontrarse en dificultades. Tendrán que imponer tributos, o bien buscar otras formas de pago nada gratas para los mercenarios. Y lo mismo puede decirse que ocurrirá con sus víveres, con la paga de las tripulaciones de la flota y todo lo demás.

—Pero ¿cómo lo has hecho? —preguntó Crátero.

—Lo cierto es que no he esperado a nuestro desembarco en Asia para moverme —repuso el secretario—. Hace ya un tiempo que estoy en tratos con la ciudad. Desde los tiempos en que vivía aún —bajó la cabeza— el rey Filipo.

Dentro de la tienda se hizo el silencio ante aquellas palabras, como si el espíritu del gran soberano caído bajo el puñal de un asesino en la cima de su gloria aletease entre los presentes.

—Bien —concluyó Alejandro—. Esto de todos modos no cambia nuestros planes. Mañana nos desplazaremos hacia el interior. Iremos a sacar al león de su escondite.

En todo el orbe conocido, nadie contaba con mapas tan precisos y bien hechos como los de Memnón de Rodas. Decíase que eran fruto de la milenaria experiencia de los marinos de su isla y de la destreza de un cartógrafo cuya identidad era guardada en secreto.

El mercenario griego desplegó el mapa sobre la mesa, fijó sus extremos con cuadro candelabros, tomó una ficha de una cajita de juego y la apoyó en un punto entre Dardania y Frigia.

—Alejandro, en estos momentos, se encuentra más o menos aquí.

Los miembros del alto mando persa estaban todos de pie en torno a la mesa, todos en uniforme de combate, con pantalones y botas: Arsamenes, gobernador de Panfilia, y Arsites, de Frigia; luego Reomitres, comandante de la caballería bactriana, Rosaques y el comandante supremo, el sátrapa de Lidia y de Jonia, Espitrídates, un iranio gigantesco de piel aceitunada y ojos negros y profundos, que presidía la reunión.

—¿Qué sugieres? —preguntó este último en griego.

Memnón levantó la mirada del mapa: próximo a la cuarentena, tenía las sienes canosas, los brazos musculosos y una barba muy cuidada, modelada por la navaja barbera, que le confería el aspecto de uno de los personajes representados por los artistas griegos en los bajorrelieves o en las decoraciones de sus vasos.

—¿Qué noticias tenemos de Susa? —preguntó.

—Por ahora ninguna. Pero no conviene esperar refuerzos de importancia antes de un par de meses. Las distancias son enormes y el tiempo que se requiere para el reclutamiento, largo.

—Por tanto hemos de contar únicamente con nuestras propias fuerzas.

—Básicamente sí —confirmó Espitrídates.

—Somos inferiores en número.

—Pero no mucho.

—En la presente situación, quiere decir mucho. Los macedonios tienen una estructura de combate formidable, la mejor sin discusión. Han derrotado en campo abierto a ejércitos de todo tipo y nación.

—¿Así pues?

—Alejandro está tratando de provocarnos, pero yo creo que sería mejor evitar un enfrentamiento frontal. Mi plan es el siguiente. Deberíamos mandar por delante a un gran número de exploradores a caballo que nos tengan constantemente informados de sus movimientos, infiltrar a espías que nos mantengan al corriente de sus intenciones, y a continuación desaparecer de su presencia poniendo tierra quemada de por medio, sin dejar un solo grano de trigo o sorbo de agua potable.

»Escuadrones de caballería ligera tendrían que efectuar continuas incursiones contra los destacamentos que él mande en busca de víveres o forraje para los animales. Cuando el enemigo se halle extenuado por el hambre y el cansancio, atacaremos nosotros con todas nuestras fuerzas, mientras un cuerpo expedicionario naval desembarca en territorio macedonio.

Espitrídates observó largo rato en silencio el mapa de Memnón, se pasó una mano por la poblada barba ensortijada, se dio la vuelta y se fue hacia un balcón que daba a la campiña.

El valle de Zelea era maravilloso: desde el jardín que rodeaba su palacio subía el perfume amarguillo del espino albar en flor y el más dulce y delicado de los jazmines y de los lirios; las blancas copas de los cerezos y de los melocotorenos florecidos, plantas dignas de los dioses, que crecían únicamente en su paridaeza, resplandecían al sol primaveral.

Miró los bosques que cubrían las montañas y los palacios y los jardines de los otros nobles persas reunidos a sus espaldas en torno a la mesa, e imaginó todas aquellas maravillas quemadas por el fuego de Memnón, aquel mar de esmeralda reducido a una extensión de carbones y de cenizas humeantes. Se volvió de golpe y dijo:

—¡No!

—Pero, señor... —objetó Memnón acercándose a él—. ¿Has valorado como es debido las características de mi plan? Yo considero que...

—No es posible, comandante —cortó el sátrapa—. No podemos destruir nuestros jardines, los campos y palacios, y huir. En primer lugar, ello no nos pertenece, y luego sería un crimen infligirle a nuestro propio territorio unos daños peores que los que podría causarles el enemigo. No. Nos enfrentaremos a él y le rechazaremos. Ese Alejandro no es más que un muchacho presuntuoso que se merece que se le dé una dura lección.

—Te ruego que tengas en cuenta —insistió Memnón— que en esta zona están también mi casa y mi hacienda y que estoy dispuesto a sacrificarlo todo en aras de la victoria.

—Tu honestidad no está en duda —replicó Espitrídates—. Lo único que digo es que tu plan es irrealizable. Repito, lucharemos y rechazaremos a los macedonios. —Se volvió hacia los demás generales—. A partir de este momento, todas las tropas estarán en estado de alerta y vosotros tendréis que llamar de la reserva hasta el último hombre en condiciones de luchar bajo nuestras banderas. No nos queda mucho tiempo.

Memnón sacudió la cabeza.

—Es un error, y ya os daréis cuenta de ello. Mucho me temo que sea entonces demasiado tarde.

—No seas tan pesimista —dijo el persa—. Trataremos de hacerles frente desde una posición ventajosa.

—¿Es decir?

Espitrídates se inclinó sobre la mesa, apoyándose en el brazo izquierdo, y comenzó a explorar el mapa con la punta del índice de la mano derecha. Se detuvo en una línea serpenteante azul, para indicar un río que corría hacia el norte, en el mar interior de la Propóntide.

—Yo diría que aquí.

—¿En el Gránico?

Espitrídates asintió.

—¿Conoces la zona, comandante?

—Bastante.

—Yo la conozco bien porque fui allí de caza en varias ocasiones. El río, en este punto, tiene unas orillas escarpadas y arcillosas. Difíciles, por no decir imposibles, para la caballería; más bien impracticables para la infantería pesada. Les haremos retroceder, y esa misma noche estáis todos invitados a un banquete aquí, en mi palacio de Zelea, para festejar nuestra victoria.