Apeles, finalmente, recibió el encargo de pintar el retrato de Alejandro por la mitad de la suma que había pedido, gracias a una dura negociación de Eumenes, que hubiera querido pagarle incluso menos. El artista se puso de inmediato manos a la obra en un estudio que la reina Ada había hecho acondicionar para él no lejos del ágora, pero, dado que el soberano no tenía tiempo de quedarse a posar, hubo de contentarse con una serie de dibujos al carboncillo que había tomado del natural durante la cena y la velada que había seguido al banquete, con una actuación de Tésalo, el actor preferido de Alejandro, y algunas ejecuciones musicales. Colgó los dibujos al carboncillo en las paredes del estudio, vistió a un modelo igual que el rey y comenzó.
Alejandro no pudo admirar el trabajo acabado porque estaba ya muy lejos cuando Apeles le dio las últimas pinceladas, pero quien tuvo ocasión de verlo dijo que era de gran belleza, aunque el colorido del rey fue juzgado un tanto oscuro en comparación con el color encarnado de Alejandro. Parece, sin embargo, que el artista lo había hecho expresamente para hacer resaltar así más aún la claridad deslumbradora del rayo.
Antes de partir, el soberano consultó a Parmenión en una conversación privada, a solas, en una de las estancias del palacio de Ada.
Le recibió con una copa de vino y le hizo acomodarse. Parmenión le besó en ambas mejillas y luego tomó asiento.
—¿Cómo estás, general? —le preguntó el rey.
—Estoy bien, señor. ¿Y tú?
—Mucho mejor ahora que hemos tomado Halicarnaso, y buena parte del mérito es tuyo y de tus veteranos. Vuestra intervención ha sido decisiva.
—Es para mí un honor excesivo. No he hecho sino seguir tus órdenes.
—Ahora te quiero pedir que ejecutes otra.
—No tienes más que mandar.
—Toma contigo la caballería tesalia con Amintas, un escuadrón de pezetairoi, la infantería pesada de los aliados griegos y regresa hacia Sardes.
A Parmenión se le encendió el rostro.
—¿Regresamos, señor?
Alejandro sacudió la cabeza, desilusionado por aquella reacción, y el viejo general agachó la cabeza humillado por el inoportuno sobreentendido.
—No, Parmenión, no regresamos. Sólo consolidamos nuestras conquistas antes de seguir adelante. Ven, observa este mapa. Tú remontarás el valle del Hermo y someterás toda Frigia. Te llevarás contigo también las máquinas de guerra, por si alguna ciudad decidiera presentarte oposición.
»En cuanto a mí, avanzaré a lo largo de la costa hasta Telmiso. De este modo habré aislado a la flota persa de todos los puertos del mar Egeo.
—¿Tú crees? —En la voz del general se advertía una cierta tensión—. He recibido informaciones según las cuales Memnón ha alistado a hombres en Quíos y se prepara para invadir Eubea y desde allí el Ática y la Grecia central a fin de alzarlas en armas contra nosotros.
—Estoy al corriente.
—¿Y no crees que deberíamos volver para hacer frente a esta amenaza? Y más cuando tenemos encima el invierno y...
—Antípatro está a la altura de la situación. Es un gobernante prudente y un excelente general.
—Oh, por supuesto, de esto no cabe la menor duda. Entonces si no he entendido mal, deberé ocupar toda Frigia.
—Exactamente.
—¿Y luego?
—Como ya te he dicho, yo en el ínterin bajaré a lo largo de la costa, llegaré a Telmiso y luego tomaré en dirección al norte, hacia Ancira, donde tú te reunirás conmigo.
—¿Quieres seguir la línea de la costa hasta Telmiso? ¿Sabes que durante varios estadios el camino es muy estrecho y peligroso? Ningún ejército ha osado pasar jamás por allí.
Alejandro se sirvió un poco de vino y se lo bebió de un trago.
—Lo sé. Me lo han dicho.
—Además Ancira está en la montaña, en el mismo corazón de la meseta, y cuando lleguemos será pleno invierno.
—Sí, pleno invierno.
Parmenión dejó escapar un suspiro.
—Siendo así... Entonces iré a prepararme. Imagino que no tendré mucho tiempo.
—No, en efecto —replicó Alejandro.
Parmenión vació su copa, se levantó, saludó con una leve inclinación de cabeza e hizo ademán de querer retirarse.
—General.
Parmenión se volvió.
—Sí, señor.
—Cuídate.
—Lo intentaré.
—Echaré de menos tu consejo y tu experiencia.
—También yo te echaré de menos, señor.
Salió y cerró la puerta tras de sí.
Alejandro volvió a su mapa para estudiar el itinerario, pero al poco oyó un excitado intercambio de frases y al centinela que gritaba:
—No puedo molestar al rey por estas memeces.
El soberano se asomó.
—¿De quién se trata?
Era un joven de la infantería de los pezetairoi, un simple soldado que no tenía insignias ni ninguna graduación.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.
—Rey —intervino el centinela—, no pierdas el tiempo con éste. Su problema no es otro que está en celo y se muere de ganas de refocilarse con su joven esposa.
—Me parece más que legítimo —observó Alejandro con una sonrisa—. ¿Quién eres? —preguntó a continuación.
—Me llamo Eudemo, rey, soy de Drabesco.
—¿Estás casado?
—Señor, me casé antes de partir. Estuve dos semanas con mi mujer y desde entonces no la he vuelto a ver. Acabo de oír decir que no regresamos a Macedonia y que por el contrario iremos hacia el este. ¿Es esto cierto?
Alejandro pensó por un momento para sí en lo poderoso que era el sistema de información de la tropa, pero no se asombró.
—Sí, es cierto —respondió.
El joven soldado bajó la cabeza con resignación.
—No pareces entusiasmado de seguir a tu rey y a tus compañeros.
—No se trata de esto, señor, es que...
—Tienes ganas de acostarte con tu mujer.
—A decir verdad, sí. Y hay otros muchos en mi misma situación. Nuestras familias querían que nos casáramos porque se partía para la guerra. Querían que dejáramos un heredero por si... Nunca se sabe.
Alejandro sonrió.
—No hace falta que digas más. También querían que yo me casara, pero una de las pocas ventajas de ser rey es que uno se casa cuando quiere. ¿Cuántos sois?
—Seiscientos noventa y tres.
—¡Por los dioses, habéis hecho ya el recuento exacto! —exclamó el soberano.
—Pues, sí... Pensamos que teníamos muy cerca ya el invierno y que tal vez no lucharíamos con el mal tiempo y luego queríamos pedirte...
—Permiso para volver con vuestras mujeres.
—Así es, rey —admitió el soldado esperanzado por la buena disposición de Alejandro.
—¿Te han elegido tus compañeros para que les representes?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque...
—Habla con toda libertad.
—Porque fui el primero en poner el pie en la brecha después de que el muro se hundiera y me arrojé desde la torre de asalto que ardía sólo después de que el ariete hubiera hecho hundirse el muro.
—Pérdicas me habló de un soldado que había llevado a cabo esta gesta, pero no me dijo su nombre. Estoy orgulloso de conocerte personalmente, Eudemo, y me alegra poder contentarte a ti y a tus compañeros. Se os hará entrega de una suma de cien estateros de Cícico a cada uno y un permiso de dos meses.
El soldado tenía los ojos brillantes de la emoción.
—Rey... yo... —balbuceó.
—Con una condición.
—La que sea, señor.
—Cuando volváis, digamos que de aquí a un par de meses, deberéis traerme otros guerreros. Cien por cada uno de vosotros, infantes o jinetes, eso no importa.
—Puedes confiar en mi palabra. Cuenta ya con tenerlos encuadrados en tus filas.
—Ahora puedes irte.
El soldado no sabía cómo expresarle su agradecimiento y permanecía allí tieso.
—¿Que? ¿No te morías de ganas de reunirte con tu mujer?
—Sí, pero yo quería decirte... quería decirte que...
Alejandro sonrió y le hizo una señal de que esperase. Se acercó a una arqueta, sacó un collar de oro con un pequeño camafeo que representaba a la diosa Artemisa y se lo dio.
—Es la diosa que protege a las esposas y a las madres. Dáselo a tu mujer de mi parte.
Al soldado le hubiera gustado decir algo, pero un nudo en la garganta se lo impedía. Tan sólo consiguió murmurar con trémula voz:
—Te doy las gracias, rey.