31

El matrimonio fue oficiado a la manera macedonia: el esposo cortaba el pan con la espada y lo ofrecía a su esposa, que lo comía juntamente con él: un rito sencillo y sugerente que gustó a Estatira. También la fiesta se celebró según la usanza macedonia con grandes libaciones, un festín interminable, cantos, espectáculos y danzas. Estatira no tomó parte en él porque estaba aún de luto por la muerte de su padre y esperó al marido en su aposento, un pabellón de madera de cedro en lo alto del palacio, protegido por grandes cortinajes de lino egipcio e iluminado por velones.

Cuando Alejandro entró, se oyeron resonar aún durante un poco en los corredores las canciones obscenas de sus soldados, pero apenas la gritería se hubo apagado, ascendió un canto solitario en medio de la noche, una elegía suave que voló como el canto de un ruiseñor sobre las copas de los árboles floridos.

—¿Qué es? —preguntó el rey.

Estatira se le acercó revestida con un traje indio transparente y apoyó su cabeza en un hombro de él.

—Es un canto de amor de nuestra tierra. ¿Conoces la historia de Abrecomes y Antía?

Alejandro le pasó una mano en torno a la cintura y la estrechó contra sí.

—Claro que la conozco. Un autor nuestro la describe en una obra titulada La educación de Ciro, pero sería muy hermoso escucharla en persa, aunque no comprenda aún tu lengua. Es un relato maravilloso.

—Es la historia de un amor que va más allá de la muerte —dijo Estatira con un temblor en la voz.

Alejandro le desató los cordones del traje y la contempló desnuda delante de él; luego la levantó en brazos como si fuera una niña y la tendió en el lecho. La amó con ternura intensa, como para pagarle cuanto le había quitado: la patria, el padre, la juventud despreocupada. Ella respondió con ardor apasionado, guiada por su instinto de muchacha intacta y por la milenaria, sapiente experiencia que sus damas de compañía debían de haberle transmitido para que no desilusionara a su esposo en el tálamo.

Y mientras él la estrechaba entre sus brazos, le besaba los pechos, el vientre suave y los largos muslos esbeltos de efebo, oía sus gemidos de placer liberarse cada vez más altos. La antigua canción de Abrecomes y Antía, los amantes perdidos, seguía resonando en el aire perfumado como un himno dulcísimo y dolorosamente conmovedor.

La poseyó varias veces, pero ninguna vez se retiró de ella antes de haber cumplido hasta el fondo su acto vital de esposo íntegro y potente. Acto seguido se dejó caer a su lado, mientras ella se acurrucaba cerca acariciándole el pecho y los brazos hasta que se durmió. También la canción se apagó lejos en la noche; durante un poco permaneció el sonido de un instrumento desconocido, semejante a una cítara, pero más suave y armonioso, y luego ya nada.

Las primeras luces del sol despertaron a Alejandro. El rey hizo ademán de levantarse y de llamar a Leptina, como de costumbre, cuando vio delante de él a una larga fila de personas, hombres y mujeres, ordenandamente alineados, que debía de hacer un buen rato que esperaban, pacientemente, su despertar.

En la parcial inconsciencia de la duermevela, Alejandro hizo ademán de echar mano a la espada, pero se refrenó. Se levantó para sentarse en el lecho apoyando la espalda en la cabecera y preguntó, más asombrado que enojado:

—¿Quiénes sois?

—Somos el personal destinado a tu persona —respondió el eunuco—, y yo soy el responsable del ceremonial matutino.

Alejandro sacudió con un brazo a Estatira, que estaba durmiendo aún, y también ella se levantó, cubriéndose con la bata.

—¿Qué debo hacer? —musitó Alejandro.

—Nada, mi señor, lo harán todo ellos. Para eso están aquí.

Inmediatamente después, el eunuco le hizo una indicación de que le siguiera a la estancia del baño, donde dos doncellas y otro jovencísimo eunuco semidesnudo le lavaron, le masajearon y le perfumaron, mientras Estatira era puesta en manos de sus doncellas.

Inmediatamente después, el joven y hermosísimo eunuco se le acercó y le secó con movimientos muy delicados y sabios, demorándose con una cierta insistente diligencia en las partes más sensibles de su cuerpo. Luego llegó el momento de vestirlo: una tras otra, a una señal del eunuco jefe, las doncellas se presentaron trayendo cada una de ellas una prenda que le hicieron ponerse con movimientos expertos y delicados: primero la ropa interior, que Alejandro no había usado nunca hasta aquel entonces, luego los calzones de biso recamado, pero él los rechazó con un gesto.

El eunuco sacudió la cabeza e intercambió una mirada perpleja con el responsable del guardarropa.

—No llevo calzones —explicó el rey—. Dadme mi quitón.

—Pero, mi señor... —aventuró el jefe del guardarropa, pareciéndole absurdo que alguien llevara la ropa interior sin luego ponerse el indumento propiamente dicho.

—No llevo calzones —repitió Alejandro categórico, y aunque el hombre no entendía el griego comprendió muy bien el tono y el gesto. Las doncellas contuvieron a duras penas una risita. El eunuco y el responsable del guardarropa real se consultaron con una mirada; luego mandaron a un siervo a buscar su quitón griego y se lo pusieron. En aquel momento, sin embargo, no sabían ya cómo proceder con el resto de la indumentaria. El joven y hermosísimo eunuco tomó entonces la iniciativa: se hizo dar por una doncella la kandys, la espléndida sobreveste real de anchas mangas plisadas, y se la alargó para ponérsela. El rey la miró, luego miró al responsable del guardarropa, que tenía los ojos fijos en él cada vez más estupefacto, y no sin cierta reticencia se la puso. Le trajeron acto seguido el turbante para la cabeza y se lo drapearon con extraordinaria elegancia en torno a la frente y el cuello, dejándoselo caer con suaves pliegues sobre los hombros.

Otros siervos le rociaron con perfume y el joven eunuco le puso delante de un espejo para que se contemplara y le dijo en griego:

—Eres maravilloso, mi señor.

Alejandro se quedó sorprendido de que aquel joven hablase el griego tan bien y le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Bagoas. Estaba destinado al servicio personal del rey Darío y era su favorito. Nadie sabía darle placer como yo. Ahora soy tuyo, si me quieres.

Y pronunció aquella palabras con un timbre de voz tan turbio y sensual que el rey se quedó impresionado. No respondió, observó la imagen reflejada por la lámina de plata bruñida y experimentó una especie de ingenua complacencia, le pareció que aquel atuendo le sentaba de maravilla. Estaba a punto de ir adonde estaba Estagira para que ésta le viera, cuando resonó en el corredor el paso de unas botas macedonias claveteadas e inmediatamente después se presentó El Negro, totalmente armado y visiblemente alarmado. Comenzó diciendo aún antes de entrar:

—Rey, hay noticias importantes de... —Pero apenas le vio se interrumpió, su expresión cambió de improviso y estalló a reír—. ¡Por Zeus! Pero ¿quién es toda esta gente? ¡Todas estas mujeres y todos estos capones! Y luego... ¿cómo te has arreglado?

Alejandro no se rió en absoluto y con tono irritado y resentido repuso:

—¡Déjalo correr, déjalo correr inmediatamente! Te recuerdo que soy el rey.

—¿El rey? —continuó El Negro—. ¿Qué rey? Yo no te reconozco ya, pareces...

—Una palabra más y te hago desarmar y poner bajo custoria. Ya veremos si te quedan aún ganas de reírte.

El Negro inclinó la cabeza.

—¿Qué tienes que decirme?

—Ha llegado la noticia de que Beso está en Bactriana, donde se ha proclamado Gran Rey, con el nombre de Artajerjes IV.

—¿Nada más?

—Han sido avistados los refuerzos de Macedonia por el camino de Ecbatana, cerca de siete mil hombres, y están también con ellos los pajes. Estarán aquí antes de la noche.

—Bien. Les veré hoy mismo, a la puesta del sol. Manda formar al ejército.

El Negro salió mordiéndose la lengua para no decir nada más y poco después, por todo el campamento, circulaba la voz de que Alejandro se había vestido como un persa y que se rodeaba de mujeres y de eunucos.

—¡No lo dirás en serio! —exclamó Filotas al enterarse—. Mi padre se taparía los ojos si viera semejante vergüenza.

—También yo lo creo —replicó Crátero—. ¿No fue él mismo quien nos echó un rapapolvo, cuando estábamos en Persépolis, diciéndonos que no nos había traído hasta allí para ver que nos comportábamos igual que aquellos que habíamos derrotado?

—Yo no le encuentro nada de extraño —intervino Hefestión—. Ya visteis a Alejandro en Egipto vestido como un faraón. ¿Por qué en Persia no debería vestirse como el Gran Rey? Se ha casado con una hija suya y ha heredado su reino.

—Haga lo que haga o diga lo que diga Alejandro, para ti siempre está todo bien —le replicó Filotas—, pero el rey Filipo se sentiría horrorizado de ver una cosa así y...

—¡Déjalo correr! —le interrumpió Hefestión—. Él es el rey y tiene derecho a hacer lo que le plazca. Y vosotros deberías avergonzaros. También tú, Negro, que dices cosas terribles. Cuando os cubrió de favores, cuando os llenó las tiendas de oro persa bien que lo cogisteis, ¿o no? Tú, Filotas, ¿te pusiste contento cuando te nombró comandante supremo de la caballería, verdad? Y ahora os escandalizáis por cuatro trapos. ¡Me hacéis reír!

—¿Te hago reír? ¡Pues ahora mismo voy a hacer que se te pasen las ganas de reírte! —gritó El Negro, que estaba ya de pésimo humor, y levantó el puño amenazante.

Tolomeo se interpuso inmediatamente para separarles y Seleuco le echó una mano.

—¡Quietos! ¿Estáis locos? ¡Basta! ¡Dejadlo correr, por todos los dioses! ¡Dejadlo correr!

Los dos se separaron mirándose de reojo y Crátero se puso de parte de Clito, como para hacer saber que le daba la razón.

—Escuchad —dijo Seleuco—. Es de necios llegar a las manos por estas tonterías. Alejandro puede haberse vestido con ropas persas para agradar a Estatira o bien por simple curiosidad. Siempre hemos estado de acuerdo y tenemos que seguir estándolo. Estamos en el corazón de un territorio aún en gran parte hostil. Si comenzamos a pelearnos entre nosotros estamos perdidos, ¿no lo comprendéis?

—No son tonterías —exclamó una voz bien conocida a sus espaldas. Seleuco se volvió.

—Repito, no son tonterías —dijo Calístenes—. Alejandro partió de Grecia como caudillo de la liga panhelénica para destruir al enemigo secular de los griegos. Ése es su verdadero y único cometido, aquél por el que se comprometió en Corinto con un solemne juramento.

—Ha quemado Persépolis —intervino Eumenes, que se había quedado en silencio hasta aquel momento—. ¿No te basta? Ha sacrificado la residencia real más bella del mundo en el altar de la idea panhelénica.

—Te equivocas —rebatió Calístenes—. Lo ha hecho porque no tenía otra elección, y te lo digo porque lo sé de buena fuente. No le importaba ya nada Grecia ni los griegos en aquel momento, me temo, no le importa nada.

Resonaron en aquel momento las trompas y una unidad de hetairoi en traje de gala salió al galope por la puerta de poniente del campamento, colocándose en dos filas a los lados del camino de acceso. Poco después se oyó el redoblar de los tambores y el paso cadencioso de un ejército que se acercaba.

—¡Llegan las tropas de refuerzo! —exclamó Tolomeo—. Alejandro estará aquí en unos momentos. Tratemos de prepararnos, en vez de estar discutiendo.

Calístenes sacudió la cabeza con una expresión de indulgencia y se alejó. Los demás, unos antes, otros después, fueron a equiparse con la armadura para formar delante del resto del ejército que se preparaba para recibir a los compañeros que acababan de llegar de Macedonia.

Los recién llegados marcharon en perfecto orden a través del campamento, saludados por altos toques de trompa y por la unidad de hetairoi que presentaba armas, y fueron a colocarse delante del podio que se alzaba al lado de la tienda real. Detrás de ellos, formó al ejército al completo. Destacaban, por los blancos mantos y los quitones rojos, los pajes, los jovencísimos hijos de lo más escogido de la nobleza macedonia que habían venido a servir al rey Alejandro como hicieran en otro tiempo Pérdicas, Tolomeo, Lisímaco y los otros compañeros con el rey Filipo, en la residencia real de Pella.

Luego se oyeron otros toques y esta vez se volvieron todos hacia la puerta oriental, porque aquel sonido anunciaba la llegada del soberano.

—Oh, dioses —mumuró en voz baja Tolomeo llevándose una mano a la frente—. Lleva aún el atuendo persa.

—Así sabrán todos a qué atenerse —comentó impasible Seleuco—. Es mejor, créeme.

Alejandro llegó al galope montando a Bucéfalo, y la sobreveste persa de finísimo biso ondeaba al viento como un velo. El turbante que le encuadraba el rostro y le caía cruzado sobre el pecho y luego sobre los hombros le confería un aspecto insólito, y sin embargo extrañamente atractivo.

Saltó a tierra delante del podio y subió lentamente los escalones que llevaban a la plataforma, luego se volvió y dio la cara, con aquel atuendo y en aquella actitud, al ejército macedonio con los veteranos y los reclutas, bajo la mirada estupefacta de todo el mundo, desde los compañeros hasta el último soldado; también los muchachos alineados bajo la tarima le miraban como si no creyeran lo que sus ojos veían.

—He querido venir en persona —comenzó— para dar la acogida a estos compañeros nuestros recién enrolados que nos han sido enviados por el regente Antípatro y para recibir a los muchachos que los nobles de Macedonia han mandado para que crezcan en el servicio de su rey y aprendan a convertirse en guerreros valerosos y leales. Leo el estupor en vuestros ojos, como si hubiese aparecido un fantasma, pero sé la razón de ello. Es a causa de este traje que llevo, la kandys, y de este paño con que he envuelto mi cabeza. Son, en efecto, prendas persas las que llevo sobre el quitón de guerrero griego y quiero que sepáis que lo he hecho con toda intención, porque no soy ya únicamente rey de los macedonios. Soy también faraón de Egipto, rey de los babilonios y Gran Rey de los persas. Darío está muerto, yo he tomado por esposa a la princese Estatira y, por tanto, soy su sucesor. Como tal reivindico la autoridad sobre el imperio que fuera suyo y trato de hacerla valer persiguiendo al usurpador Beso allí donde quiera que se esconda. Le apresaremos y le infligiremos el castigo que se merece.

»Ahora haré repartir unos presentes a los recién llegados y esta noche tendréis todos una cena especial y buen vino, en abundancia. ¡Quiero que os divirtáis y estéis de buen talante porque dentro de poco volveremos a partir para no detenernos hasta que no hayamos conseguido nuestro objetivo!

Hubo un tibio aplauso, pero Alejandro no hizo nada por solicitar uno más caluroso y entusiasta. Se daba cuenta de lo que sentían sus hombres y sus compañeros y de lo perplejos que estaban los muchachos recién llegados de Macedonia como pajes, para los cuales debía de ser ya una leyenda viviente. Se encontraban frente a un hombre ataviado con las ropas de los bárbaros vencidos, que para ellos tenían un inconfundible carácter femenino. Y no era esto todo: lo que estaba por decir era aún peor.

Esperó a que se hubiera hecho el silencio y reanudó su discurso:

—La empresa a la que nos aprestamos no es menos difícil que las que hemos afrontado hasta ahora, y las tropas de refresco recién llegadas de Macedonia no son suficientes. Tendremos que luchar contra enemigos que no hemos visto jamás y con los que no hemos combatido antes, tendremos que imponer guarniciones en decenas de ciudades y fortalezas, enfrentarnos con ejércitos más numerosos aún que aquellos que derrotamos en Issos y en Gaugamela... —Reinaba ahora un silencio absoluto en el campamento y los ojos de todos los guerreros estaban fijos en el rostro de Alejandro, los oídos aguzados para no perderse una sola palabra—. Por esto he tomado una decisión que puede que no sea de vuestro agrado, pero que es absolutamente necesaria. No podemos desangrar a nuestra patria con levas continuas ni desguarnecerla de sus defensas. He establecido, por tanto, que se enrolen treinta mil persas y adiestrarlos según la técnica militar macedonia. El adiestramiento comenzará a partir de mañana mismo, los jefes militares de todas las satrapías del Imperio recibirán instrucciones precisas al respecto.

Nadie aplaudió, nadie pidió la palabra ni abrió la boca. En medio de aquel silencio sepulcral, el rey estaba solo como no lo había estado nunca antes de entonces. Únicamente Hefestión se le acercó y le sujetó la brida de Bucéfalo mientras él saltaba sobre su grupa, alejandose inmediatamente después al galope.