A los tres meses del casamiento, Eurídice dio a luz una niña a la que se puso por nombre Europa y quedó de nuevo en estado poco tiempo después. Filipo no pudo entregarse por mucho tiempo a las alegrías de la paternidad reencontrada, tanto por los acontecimientos políticos que estaban madurando como por sus asuntos privados. También la salud le creaba problemas: había perdido su ojo izquierdo, herido en combate y nunca curado adecuadamente.
Aquel invierno recibió la visita de su informador, Eumolpo de Solos. Había abordado el viaje por mar con mal tiempo porque las noticias de las que tenía conocimiento no podían aguardar. Habituado al clima de su ciudad, suave durante todo el año, estaba pálido de frío, y el soberano le mandó sentarse al amor del fuego y le hizo servir una copa de vino fuerte y dulce para que se recuperara y soltase la lengua.
—Entonces, ¿qué informaciones me traes, amigo mío?
—La diosa Fortuna está de tu parte, rey. Escucha lo que ha sucedido en la corte persa: como era de imaginar, el nuevo soberano Arsés se dio cuenta enseguida de quién era el verdadero dueño y señor en palacio y no pudiendo tolerarlo intentó hacer envenenar a Bagoas.
—¿El castrado?
—Él precisamente. Pero como Bagoas se lo esperaba ya, tras descubrir la conjura ha tomado sus medidas y ha hecho envenenar a su vez al rey. Tras lo cual ha ordenado dar muerte a todos sus hijos.
—¡Por los dioses, ese capón es más peligroso que un escorpión!
—En efecto. En ese punto, sin embargo, la línea de descendencia dinástica directa estaba agotada. Entre los que mató Artajerjes III y los que ha matado él ya no ha quedado nadie.
—¿Entonces? —preguntó Filipo.
—Entonces Bagoas ha repescado a uno de la rama colateral y le ha puesto en el trono con el nombre de Darío III.
—¿Y quién es ese Darío III?
—Su abuelo era Ostanes, el hermano de Artajerjes II. Tiene cuarenta años y le gustan tanto las mujeres como los efebos.
—Eso tiene una importancia relativa —comentó Filipo—. ¿No hay noticias más interesantes?
—Cuando fue nombrado rey era sátrapa de Armenia.
—Una provincia difícil. Debe de ser un tipo duro.
—Digamos que robusto. Parece que dio muerte por su propia mano a un rebelde de la tribu de los cadusios en un combate cuerpo a cuerpo.
Filipo se pasó una mano por la barba.
—Es evidente que el capón ha encontrado la horma de su zapato.
—En efecto —asintió Eumolpo, que comenzaba a entrar en calor—. Parece que Darío tiene intención de recuperar el pleno control de los estrechos y de reafirmar su derecho de dominio sobre todas las ciudades griegas de Asia. Corre incluso el rumor de que quiere un acto de sumisión formal también por parte de la corona de Macedonia, pero yo no me preocuparía demasiado por ello. Darío no es ciertamente un adversario digno de ti: apenas oiga tu rugido, correrá a esconderse debajo de la cama.
—Esto ya se verá —observó Filipo.
—¿Necesitas alguna cosa más, señor?
—Has hecho un excelente trabajo, pero es ahora cuando viene lo difícil. Pasa a ver a Eumenes y que te recompense. Toma más dinero, por si necesitas pagar a tus informadores. No debes pasar por alto nada de cuanto suceda en la corte de Darío.
Eumolpo le expresó su agradecimiento y partió, no viendo la hora de volver al calor de su hermosa ciudad junto al mar.
Algunos días después, el soberano reunió al consejo de guerra en la sala de la armería real: Parmenio, Antípatro, Clito El Negro y su suegro Átalo.
—Ni una palabra de lo que voy a decir debe salir de aquí —empezó diciendo—. El rey de los persas Arsés ha sido asesinado y su lugar ha sido ocupado por un príncipe de la rama colateral, un hombre no carente de dignidad, pero que, durante un considerable período, estará ocupado en consolidar su propio poder.
»Ha llegado, así pues, el momento de actuar: Átalo y Parmenio partirán lo más pronto posible a la cabeza de un ejército de quince mil hombres y pasarán a Asia, ocupando la orilla oriental de nuestro mar y anunciando mi proclama de liberación por las ciudades griegas bajo dominio persa. Entretanto yo completaré el alistamiento de los soldados, en espera de reunirme con vosotros y dar comienzo a la invasión.
El resto de la reunión estuvo dedicado al estudio de los detalles y a la resolución de los problemas logísticos, políticos y militares de aquella primera empresa. Pero lo que impresionó a los presentes fue el tono modesto con que el rey hablaba, la falta de aquel entusiasmo y de aquella vehemencia a la que estaban acostumbrados. Tanto es así que Parmenio, antes de irse, se acercó a él.
—¿Hay algo que no anda, señor? ¿No te sientes bien acaso?
Filipo apoyó una mano en su hombro mientras le acompañaba hacia la salida.
—No, viejo amigo, no; todo anda bien.
Mentía: la ausencia de Alejandro, a la que no había dado en un principio excesiva importancia, se volvía un tormento cada vez mayor a medida que pasaban los días. Mientras el muchacho había estado en Epiro, con la madre y el tío, Filipo no se había preocupado de nada más que de inducirle a volver y a hacer acto de pública sumisión, pero primero su negativa y luego su fuga hacia el norte le habían provocado ira, inquietud y desconsuelo.
Si alguien trataba de interceder por él, se enfurecía volviendo a pensar enseguida en el ultraje; si nadie le hablaba de él, se atormentaba por la falta de noticias. Había repartido a sus espías por doquier, había mandado mensajeros a los reyes y jefes de tribu del norte, que estaban bajo su protección, para que le tuviesen permanentemente informado de los movimientos de Alejandro y de Hefestión. Fue así como llegó a enterarse de que el grupo se había engrosado con otros seis jóvenes guerreros llegados de Tesalia, de Acarnania y de Atamania, y no le fue difícil adivinar de quiénes se trataba.
La cuadrilla de Alejandro se había reconstruido casi al completo, y no pasaba día sin que Filipo le rogase a Parmenio que no perdiera de vista a su hijo para que no fuese también él a sumarse a aquella banda de desgraciados que vagaban sin meta por las nieves de Iliria. Y también miraba con suspicacia a Eumenes, como si esperase que de un momento a otro fuera a dejar plantado su oficio y sus papeles para marchar a la aventura.
En ocasiones se trasladaba, completamente solo, al antiguo palacio de Egas. Permanecía allí durante horas contemplando cómo caían los blancos copos sobre su paisaje silencioso, sobre los bosques de abetos azules, sobre el pequeño valle que era la cuna de su dinastía, y pensaba en Alejandro y en sus amigos que recorrían las gélidas regiones del Septentrión.
Le parecía verles moverse en medio de la ventisca, con los caballos que se hundían en la nieve hasta el vientre, con el viento que hacía chasquear sus rasgadas ropas, cubiertas de una capa de hielo. Volvía la mirada al gran hogar de piedra, a los hermosos troncos de encina que ardían esparciendo tibieza entre las antiguas paredes del salón del trono e imaginaba a sus muchachos amontonando leña húmeda de agua de lluvia en los abrigos contra la tempestad y esforzándose lo indecible, exhaustos, para encender un miserable fuego de vivaque, o bien de pie en medio de la noche vigilando apoyados en la lanza cuando el aullido de los lobos se oía demasiado próximo.
Luego las noticias comenzaron a volverse más preocupantes, pero no en el sentido que cabía esperar. No sólo Alejandro y sus compañeros habían conseguido pasar al abrigo el invierno, a costa de durísimas privaciones, sino que incluso se habían ofrecido como aliados a algunos jefes de tribu que vivían al otro lado de las fronteras macedonias y habían tomado parte en sus luchas internas, ganando en el campo de batalla pactos de amistad o incluso de sumisión. Lo cual, antes o después, podría representar también una amenaza.
Era indudable que había algo en aquel muchacho que fascinaba de manera irresistible a todos cuantos entraban en contacto con él: hombres, mujeres, y hasta animales. ¿Cómo explicar si no el hecho de que hubiera logrado al primer intento mantenerse sobre la grupa de aquel demonio negro al que luego había llamado Bucéfalo y amansarlo como a un corderillo?
¿Y cómo explicar que Peritas, una mala bestia capaz de quebrar un fémur de cerdo de una sola dentellada, languideciera comiendo poco o nada, echado durante horas en medio del camino por donde había desaparecido su amo?
Leptina, además, la muchacha que había arrancado del infierno del monte Pangeo, preparaba cada día el lecho y el baño para Alejandro, como si éste tuviera que llegar de un momento a otro. Y no hablaba con nadie.
Filipo comenzó a preocuparse asimismo por su sólida relación con el reino de Epiro, amenazada seriamente por la presencia de Olimpia al lado del joven soberano, su hermano. El odio que la devoraba la empujaría a cualquier cosa con tal de causarle daño, de trastocar sus planes tanto políticos como familiares. El rey Alejandro era amigo suyo, pero sin duda su corazón latía en aquel momento por el sobrino desterrado y errante por tierras bárbaras. Había que atarlo al trono de Pella con un vínculo más fuerte y dejar al margen a la reina, con su maléfica influencia. Sólo había una solución y no había tiempo que perder.
Un día Filipo mandó llamar a su hija Cleopatra, el último miembro de su primera familia que permanecía a su lado.
La princesa estaba en el esplendor de sus dieciocho años. Tenía unos grandes ojos verdes, largos cabellos de reflejos cobrizos y un cuerpo de diosa del Olimpo. No había noble en Macedonia que no soñase con tenerla por esposa.
—Es ya hora de que tomes marido, hija mía —le dijo.
Cleopatra agachó la cabeza.
—Imagino que has elegido ya a mi esposo.
—En efecto —confirmó Filipo—. Será el rey Alejandro de Epiro, el hermano de tu madre.
La muchacha permaneció en silencio, pero era evidente que no estaba demasiado disgustada por la decisión de su padre. Su tío era un joven de gran apostura y valeroso, muy estimado por sus súbditos, y se asemejaba en cuanto a carácter a Alejandro.
—¿No dices nada? —preguntó el soberano—. ¿Acaso te esperabas algún otro?
—No, padre. Sé perfectamente que esta elección te corresponde a ti y por tanto no pensé nunca en nadie para no tener que contrariarte. Sólo quisiera pedirte una cosa.
—Di, hija mía.
—¿Será invitado mi hermano Alejandro al enlace?
Filipo le dio la espalda de golpe, como si hubiese sido golpeado por un latigazo.
—Tu hermano, para mí, ya no existe —dijo con gélida voz.
Cleopatra rompió en llanto.
—Pero ¿por qué, papá? ¿Por qué?
—El porqué ya lo sabes. Estabas presente. Viste cómo me humilló delante de los representantes de todas las ciudades de Grecia, delante de mis generales y de mis magnates.
—Papá, él...
—¡No oses defenderle! —gritó el rey—. Llamé a Aristóteles para que le instruyera, invité a Lisipo para que esculpiera su imagen, acuñé monedas con su retrato. ¿Comprendes lo que eso significa? No, hija mía, el insulto y la ingratitud han sido demasiado grandes, demasiado grandes...
Cleopatra lloraba cubriéndose el rostro con las manos, sollozando, y Filipo habría deseado acercarse, pero no quería emocionarse, no podía.
—Papá... —insistió aún la muchacha.
—¡Te he dicho que no le defiendas!
—Y sin embargo le defenderé. Yo estaba también presente aquel día y vi a mi madre pálida como una muerta mirarte mientras tú, ebrio, introducías tus manos entre los pechos de tu joven esposa y le acariciabas el vientre. Y también Alejandro lo vio, y quiere a su madre. ¿No debería acaso? ¿Debería borrarla de su vida como lo has hecho tú?
Filipo montó en cólera.
—¡Ha sido Olimpia! ¡Ha sido Olimpia la que te ha indispuesto contra mí! ¿No es así? —vociferó rojo de ira—. ¡Os habéis puesto todos en mi contra, todos!
Cleopatra se arrojó a sus pies y le abrazó las rodillas.
—No es cierto, no es cierto, papá, lo que nosotros queremos es que recobres el juicio. Alejandro cometió un error, es cierto... —Ante aquellas palabras Filipo pareció serenarse por un momento—. Pero ¿no puedes comprenderlo? ¿No puedes tratar de comprenderlo? ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? Si alguien te hubiera tratado en público como a un bastardo, ¿acaso no habrías defendido tu honor y el de tu madre? ¿No es eso lo que siempre le has enseñado a tu hijo? Y ahora que se te asemeja, ahora que se comporta como siempre has querido, le rechazas. ¡Querías un Aquiles! —continuó diciendo Cleopatra levantando el rostro bañado en lágrimas—. Querías un Aquiles y ahí lo tienes. ¡La ira de Alejandro es la ira de Aquiles, papá!
—¡Pues bien, si la suya es la ira de Aquiles, la mía es la ira de Zeus!
—Pero él te quiere, te quiere y sufre, me consta —sollozó Cleopatra dejándose caer al suelo.
Filipo la miró un momento en silencio, apretando los labios. Luego se volvió para irse.
—Prepárate —dijo delante de la puerta—. El casamiento se celebrará dentro de seis meses.
Y salió.
Eumenes le vio entrar en su despacho con rostro sombrío, pero fingió que no pasaba nada y siguió corredor adelante con los brazos repletos de rollos.
Luego, cuando se cerró la puerta, volvió sobre sus pasos y aplicó el oído. El rey estaba llorando.