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Átalo y Parmenio pasaron a Asia sin encontrar resistencia y las ciudades de la costa oriental les recibieron como libertadores, dedicando estatuas al rey de Macedonia y preparando grandes festejos.

Esta vez Filipo recibió con entusiasmo las noticias de sus correos: el momento para su expedición en Asia no podía ser más propicio. El Imperio persa estaba aún en dificultades por la crisis dinástica reciente, mientras que él tenía a su disposición un poderoso ejército autóctono, único en el mundo por su valor, lealtad, cohesión y determinación, un grupo de generales de altísimo nivel táctico y estratégico formados en su escuela, y un heredero al trono educado en los ideales de los héroes de Homero y en la racionalidad del pensamiento filosófico, un príncipe orgulloso e indomable.

Había llegado la hora de partir para la última y más grande aventura de su vida. La decisión ya estaba tomada y todo preparado: recibiría a Alejandro, reforzarían los lazos con el reino de Epiro celebrando con fasto inolvidable la unión de su hija Cleopatra con su cuñado y luego alcanzaría a su ejército allende los estrechos por el terreno escalonado.

Y sin embargo, ahora que todo parecía decidido, que se hubiera dicho que marchaba a pedir de boca, ahora que Alejandro había hecho saber que se reuniría con él en Pella y asistiría con gran pompa al casamiento de su hermana, sentía una extraña inquietud que le mantenía despierto de noche.

Un día, a comienzos de primavera, mandó a decir a Eumenes que se reuniera con él en las caballerizas para dar un paseo a caballo: tenía que hablarle. Era un procedimiento insólito, pero el secretario se atavió engalanándose con unos pantalones tracios, casaca escita, botas y un sombrero de alas anchas; se hizo preparar una yegua bastante vieja y tranquila y se presentó así a la cita. Filipo le miró de soslayo.

—¿Adónde crees que vas, a la conquista de Escitia?

—Me he hecho aconsejar por mi guardarropa, señor.

—Bien lo veo. Vamos, salgamos.

El rey espoleó a su caballo al galope y se alejó por un sendero que salía de la ciudad.

Los campesinos estaban ya en los campos escardando los sembrados de trigo y de mijo y escamondando los sarmientos de la vid.

—¡Mira a tu alrededor! —exclamó Filipo poniendo a paso de andadura a su caballo—. ¡Mira a tu alrededor! En una sola generación he transformado un pueblo de montañeses y pastores semibárbaros en una nación de agricultores sedentarios que viven en ciudades y pueblos con administraciones eficientes y ordenadas. Les he dado el orgullo de la pertenencia a su país. Les he forjado como metal en la fragua, he hecho de ellos unos guerreros invencibles. Y Alejandro se burló de mí porque armé un poco de alboroto, dijo que no soy capaz siquiera de pasar de un lecho a otro...

—No pienses más en ello, señor. Ambos lo habéis pasado mal: Alejandro dijo lo que no debía, es cierto, pero ha recibido un duro castigo. Tú eres un gran soberano, el más grande, y él lo sabe y está orgulloso de ello, te lo juro.

Filipo calló y avanzó también al paso y en silencio durante un largo trecho. Cuando llegó a las cercanías de un arroyo que discurría cristalino y frío gracias a las nieves que se derretían en las cumbres, se apeó del caballo y se sentó encima de una piedra a esperar la llegada de Eumenes.

—Parto —anunció luego al secretario.

—¿Partes? ¿Para dónde?

—Alejandro no volverá antes de unos veinte días y yo quiero ir a Delfos.

—Manténte alejado de allí, señor: te arrastrarán a otra guerra sagrada.

—No habrá otras guerras en Grecia mientras yo viva, ni sagradas ni profanas. No voy al consejo del santuario. Voy al santuario.

—¿Al santuario? —repitió Eumenes, asombrado—. Pero, señor, si el santuario es tuyo... El oráculo dice lo que tú quieres.

—¿Eso crees?

Empezaba a apretar el calor. Eumenes se despojó de la casaca, empapó un pañuelo en el agua y se mojó la frente.

—No te entiendo. Y eres precisamente tú quien me haces esa pregunta, tú que has visto al consejo manipular al oráculo a su antojo y hacer decir al dios lo que resultaba cómodo a una determinada línea política o a determinadas alianzas militares.

—Es cierto. Sin embargo el dios, en ocasiones, logra decir la verdad, a pesar de la falsedad y desvergüenza de los hombres que deberían servirle. Estoy convencido de ello.

Apoyó los brazos en las rodillas e inclinó la cabeza para escuchar el murmullo del arroyo.

Eumenes se había quedado sin saber qué decir. ¿Qué se proponía el rey? Un hombre que había vivido todo tipo de excesos, que había sido testigo de todas las corruptelas y dobleces posibles, que había visto la maldad humana manifestarse en toda suerte de crueldades... ¿Qué buscaba aquel hombre lleno de cicatrices visibles e invisibles en el valle de Delfos?

—¿Sabes qué hay escrito en la fachada del santuario? —preguntó el soberano.

—Lo sé, señor. Hay escrito: «Conócete a ti mismo».

—¿Y sabes quién escribió esas palabras?

—El dios.

Filipe asintió.

—Comprendo —dijo Eumenes sin comprender.

—Partiré mañana. He dejado las consignas y el sello real a Antípatro. Haz que acondicionen los aposentos de Alejandro, que limpien a su perro y la cuadra de Bucéfalo, haz bruñir su armadura y asegúrate de que Leptina prepare, como de costumbre, el lecho y el baño de mi hijo. Debe estar todo como cuando partió. Pero nada de fiestas, nada de banquetes. No hay nada que festejar: ambos estamos embargados de dolor.

Eumenes hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Puedes irte tranquilo, rey: todo se hará tal como pides y del mejor modo.

—Lo sé —murmuró Filipo.

Le dio una palmada en un hombro, luego saltó al caballo y desapareció al galope.

Se fue al día siguiente al alba, con una pequeña escolta, y se dirigió hacia el sur atravesando primero la llanura macedonia y luego entrando en Tesalia. Llegó a Delfos desde Fócide al cabo de tres días de viaje y encontró la ciudad rebosante, como de costumbre, de peregrinos.

Venían de todas partes del mundo, hasta de la misma Sicilia y del golfo Adriático donde se alzaba, en una isla en medio del mar, la ciudad de Spina. A lo largo de la vía sacra que conducía al santuario estaban alineados todos los templetes dedicados a Apolo por las diferentes ciudades griegas, adornados de esculturas y a menudo precedidos o flanqueados por espectaculares grupos escultóricos en bronce o en mármol policromado.

Había también decenas de mostradores repletos de mercancías: animales que ofrecer en sacrificio, estatuas de todo tamaño que consagrar en el santuario y reproducciones en bronce o terracota de la estatua de culto guardada en el interior del templo o de otras obras maestras que ornaban los alrededores.

Al lado del santuario se encontraba el gigantesco trípode del dios con la enorme caldera de bronce sostenida por tres serpientes enroscadas, asimismo de bronce, fundidas con las armas arrebatadas por los atenienses a los persas en la batalla de Platea.

Filipo se puso en la fila de los postulantes cubriéndose la cabeza con la capucha del manto, pero nada escapaba a los sacerdotes de Apolo. Muy pronto corrió un rumor de boca en boca, desde los sirvientes hasta los ministros del culto escondidos en la sombra de la parte más interior y secreta del templo.

—El rey de los macedonios y jefe supremo del consejo del santuario está aquí —anunció un joven adepto, jadeante.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó el sacerdote que aquel día estaba al cargo de las funciones del culto y del oráculo.

—Es difícil confundir a Filipo de Macedonia con un hombre cualquiera.

—¿Qué es lo que desea?

—Está en la fila con los postulantes que desean consultar al dios.

El sacerdote suspiró.

—Increíble. ¿Cómo es que nadie nos ha avisado? No podemos ser cogidos por sorpresa por la petición de un hombre tan poderoso... ¡Rápido! —ordenó—. Exponed las enseñas del consejo del santuario y acompañadle inmediatamente a mi presencia. El vencedor de la guerra sagrada, jefe supremo del consejo, tiene precedencia absoluta.

El joven desapareció detrás de una puertecilla lateral. El sacerdote se puso sus paramentos religiosos, se ciñó la cabeza con las sagradas diademas dejándolas caer sobre los hombros y entró en el templo.

El dios Apolo estaba delante de él, sentado en el trono, con el rostro y las manos de marfil, la cabeza ceñida con una corona de plata de hojas de laurel, los ojos de madreperla. El enorme simulacro tenía una expresión atónita y ausente en la fijeza de la mirada y sus labios se abrían en una sonrisa enigmática, burlona por momentos. A sus pies un pebetero quemaba incienso y el humo ascendía en una nube azulada hasta una abertura entre las cimbras del techo que dejaba entrever un retazo de cielo.

Un haz de luces entraba por la puerta desgarrando la oscuridad del interior, lamía los perfiles dorados de las columnas dóricas y hacía brillar una miríada de corpúsculos suspendidos en el aire denso y pesado.

De repente una figura maciza se recortó en el vano de la puerta, proyectando su sombra hasta casi los pies del sacerdote. Avanzó hacia la estatua del dios y el andar renqueante de su calzado con refuerzos de hierro resonó dilatado en el hondo silencio del santuario.

El sacerdote fue a su encuentro y reconoció al rey de los macedonios.

—¿Qué deseas? —le preguntó con deferencia.

Filipo alzó los ojos para toparse con la mirada impasible de la estatua que dominaba sobre él.

—Deseo consultar al dios.

—¿Y cuál es tu pregunta?

Filipo le clavó la mirada de su único ojo dentro del alma, admitiendo que tuviese.

—Dirigiré mi pregunta directamente a la pitia. Llévame ante ella.

El sacerdote bajó la cabeza confuso, cogido por sorpresa por aquella petición a la que no era posible oponer una negativa.

—¿Estás seguro de querer exponerte de forma directa a la voz de Apolo? Muchos no han podido soportarlo. Puede ser más aguda que el toque de una trompa de guerra, más desgarradora que el trueno...

—Yo lo soportaré —afirmó Filipo perentorio—. Acompáñame ante la pitia.

—Como quieras —respondió el sacerdote.

Se acercó a un tímpano de bronce suspendido de una columna y lo golpeó con su cetro. El sonido argentino repercutió en las paredes en un complejo juego de ecos hasta alcanzar la cella del más íntimo y secreto penetral del templo: el adyton.

—Sígueme —dijo cuando el sonido se hubo extinguido, y echó a andar.

Pasaron detrás del pedestal de la estatua y se detuvieron ante una chapa de bronce que recubría el muro posterior de la cella. El sacerdote la golpeó con su cetro y provocó un sordo retumbo que fue tragado inmediatamente por un invisible espacio subterráneo. Luego la gran chapa giró sobre sí misma sin el menor ruido, dejando al descubierto una escalinata estrechísima que se hundía en el subterráneo.

—Nadie, en el curso de esta generación, ha entrado jamás aquí —comentó el sacerdote sin darse la vuelta.

Filipo bajó con esfuerzo los empinados y desiguales escalones hasta que se encontró en el centro de un hipogeo escasamente iluminado por algunos velones.

En aquel momento, por la pared del fondo completamente sumida en la oscuridad, entró una figura desgreñada cubierta hasta los pies con un traje rojo. Su rostro era de una palidez cérea y los ojos pintados con bistre tenían una sospechosa movilidad de animal cercado. La sostenían dos ayudantes del culto, que la condujeron casi en volandas hacia una especie de asiento en forma de trípode y la colocaron en el interior de la caldera.

Acto seguido abrieron con gran esfuerzo una trampilla de piedra en el suelo, dejando al descubierto la boca del abismo que comenzó a exhalar vapores de pestilente olor.

—Es el chasma ghes —dijo el sacerdote con voz que temblaba, esta vez sin fingimiento de ninguna clase, de pánico—. Es la fuente de la noche, la única boca del caos primigenio. Nadie sabe dónde termina y nadie que haya descendido por él ha regresado jamás.

Recogió un guijarro del fondo rocoso de la cueva y lo arrojó por la abertura. No se oyó ningún ruido.

—Ahora el dios está a punto de penetrar en el cuerpo de la pitia, está a punto de llenarlo con su presencia. Mira.

La profetisa inhalaba los vapores que salían de aquella vorágine jadeando fatigosamente, se retorcía como presa de agudos espasmos y a veces se abandonaba en el interior de la caldera dejando bambolear sus piernas y con los brazos inertes, mostrando el blanco de los ojos. Luego, de repente, comenzó a sobresaltarse dolorosamente y a emitir una especie de estertor que se fue volviendo cada vez más agudo hasta asemejarse al silbido de una serpiente. Uno de los ministros apoyó una mano sobre su pecho y miró al sacerdote con un guiño de inteligencia.

—Ahora puedes interrogar al dios, rey Filipo. Ahora el dios está presente —dijo el sacerdote con voz queda.

Filipo se adelantó hasta casi tocar la mano de la pitia.

—¡Oh, dios!, se prepara un solemne rito en mi casa y me dispongo a vengar el ultraje que los bárbaros causaron en su día a los templos divinos de nuestro suelo. Pero siento el corazón oprimido y mis noches se ven afligidas por las pesadillas. ¿Cuál es la respuesta a mi inquietud?

La pitia emitió un largo gemido; luego, lentamente, se alzó apoyándose con ambas manos en el borde de la caldera y se puso a hablar, con una extraña voz metálica y temblorosa:

El toro está coronado,

el fin está próximo,

el sacrificador está listo.*

Acto seguido se dejó caer hacia atrás, inerte como un cuerpo sin vida.

Filipo la observó en silencio durante un momento; luego alcanzó la escalera y desapareció en medio del pálido rayo que caía desde lo alto.