Con la ayuda de Aristandro, Eumenes consiguió estipular en breve tiempo un tratado con una población vecina, las gentes de Selge, acérrimos enemigos de los habitantes de Termeso aunque hablasen la misma lengua y venerasen las mismas divinidades. Les entregó dinero, hizo otorgar de parte de Alejandro a su jefe un título altisonante como «supremo y autócrata dinasta de Pisidia», y tomaron inmediatamente posición en torno a la ciudad organizándose para el cerco.
—Te dije que Termeso estaría a tu merced —recordó Aristandro al soberano, interpretando un poco a su manera la situación.
El rey se aseguró la sumisión de algunas ciudades de la costa no lejanas, como Side y Aspendo, hermosísimas y en parte construidas a la griega, con plazas, columnatas y templos adornados con estatuas, y exigió los tributos que anteriormente pagaban a los persas. Por último dejó a un grupo de oficiales de los hetairoi con una sección de soldados de asalto del cuerpo de los «portadores de escudo» junto con sus aliados los bárbaros bajo las murallas de Termeso y reanudó su marcha hacia el norte.
Las montañas del Tauro estaban cubiertas todas de nieve, pero hacía un tiempo bastante bueno y el cielo, de un intenso azul, estaba despejado de nubes; aquí y allá, grupos aislados de hayas y de robles tenían aún sus hojas de color ocre y rojo y destacaban en medio del blanco cegador cual joyas en una bandeja de plata. A medida que el ejército avanzaba, los tracios y los agrianos, al mando de Lisímaco, eran mandados de avanzadilla a ocupar los pasos para evitar así ataques por sorpresa y para que la marcha no encontrara excesivos peligros.
Eumenes hacía comprar las vituallas en los pueblos para no irritar a las poblaciones indígenas y asegurarse de que el paso del ejército fuera lo más pacífico posible a través de las cumbres inaccesibles de la gran cadena montañosa. Alejandro cabalgaba en silencio solo, delante de todos, montando a Bucéfalo, y no era difícil darse cuenta de qué pensamientos angustiosos tenían ocupada su mente. Calzaba el sombrero macedonio de anchas alas y llevaba sobre los hombros la pesada clámide militar de burda lana. Peritas poco menos que trotaba entre las patas del semental. Se había establecido entre ambos animales desde hacía tiempo un entendimiento amigable, y cuando el perro no dormía a los pies de la cama de Alejandro, se echaba sobre la paja cerca del caballo.
Al cabo de tres días de marcha por las montañas, llegaron ante la meseta interior: una extensión llana y quemada, azotada por un frío viento. En lontananza se veía brillar un espejo de agua límpido y oscuro, rodeado de una extensión de un blanco cegador.
—Más nieve —refunfuñó Eumenes, que sufría de nuevo con el frío y había cambiado definitivamente el corto quitón militar adoptando unos más confortables pantalones frigios.
—No, es sal —le corrigió Aristandro, que cabalgaba a su lado—. Ése es el lago Ascania, más salado que el mar. En verano, su superficie se reduce considerablemente y la extensión de sal se vuelve enorme. Los habitantes la venden en todo el valle.
Cuando el ejército pasó por la blanca extensión, el sol comenzaba a ponerse tras los montes y la luz radiante refractada por millones de cristales de sal creaba un espectáculo fantasmagórico, una atmósfera mágica e irreal. Los soldados miraron en silencio aquella maravilla sin conseguir apartar la mirada del continuo mudar de los colores, de los rayos de luz descompuestos por las infinitas superficies facetadas en abanicos iridiscentes, en triunfos de chispas de fuego.
—Dioses del Olimpo... —murmuró Seleuco—. ¡Qué esplendor! Ahora puede decirse verdaderamente que estamos lejos de casa.
—Sí —hubo de admitir Tolomeo—. No he visto un espectáculo semejante en toda mi vida.
—Y no es el único que podréis admirar —continuó Aristandro—. Más allá está el monte Argeo, que arroja fuego y llamas por la cima y cubre de cenizas regiones enteras. Dicen que debajo de su mole gigantesca está encadenado el gigante Tifón.
Tolomeo hizo una señal a Seleuco de que le siguiera y espoleó al caballo como si quisiera inspeccionar la columna. Se detuvo a medio estadio de distancia y puso de nuevo el animal al paso.
—¿Qué le pasa a Alejandro? —preguntó.
Seleuco se le acercó.
—No lo sé. Está así desde que llegó ese egipcio.
—No me gustan los egipcios —sentenció Tolomeo—. Quién sabe qué le ha metido en la cabeza. No teníamos bastante con ese vidente, el tal Aristandro.
—Creo que Hefestión sabe algo más, pero no se deja sacar ni media palabra.
—Lo creo, pues hace siempre ciegamente lo que quiere Alejandro.
—Por supuesto. Pero ¿de qué puede tratarse? Una mala noticia sin duda. Y esa prisa por seguir adelante... ¿Le habrá sucedido algo a Parmenión?
Tolomeo echó una mirada a Alejandro, que cabalgaba delante de ellos, a no mucha distancia.
—Nos lo habría dicho. Y además con Parmenión están El Negro, Filotas, Crátero y también su primo Amintas, que manda la caballería tesalia. ¿Es posible que no se haya salvado ninguno?
—¿Quién sabe? Imagina que han sufrido una emboscada... O tal vez esté pensando en Memnón. Ese hombre es capaz de todo. Mientras hablamos, podría estar ya desembarcando en Macedonia o en El Pireo.
—¿Qué podemos hacer? ¿Se lo preguntamos esta noche si nos invita a cenar?
—Depende de su humor. Tal vez sea mejor consultarlo con Hefestión.
—Sí, es lo mejor. Hagamos eso.
Entretanto el sol se había puesto en el horizonte y los dos amigos pensaban en las muchachas que habían dejado deshechas en lágrimas en sus casas de Piera y de Eordea y que tal vez a aquella melancólica hora les recordaban.
—¿Se te ha pasado alguna vez por la cabeza casarte? —le preguntó de repente Tolomeo.
—No. ¿Y a ti?
—Tampoco. Pero me habría gustado Cleopatra.
—También a mí.
—También a Pérdicas, si es por esto.
—Por supuesto. También a Pérdicas.
Resonó un grito en la cabeza de la columna, de los exploradores que regresaban al galope de un reconocimiento, antes de que oscureciese.
—¡Celenas! ¡Celenas!
—¿Dónde? —preguntó Eumenes adelantándose.
—A cinco estadios en esa dirección —repuso un explorador señalando una colina en lontananza sobre la cual parpadeaban miles de luces. Era un espectáculo maravilloso: parecía un gigantesco hormiguero iluminado por miles de luciérnagas.
Alejandro pareció volver a la realidad y levantó el brazo deteniendo a la columna.
—Acamparemos aquí —ordenó—. Mañana nos acercaremos a la ciudad. Es la capital de Frigia y la sede del sátrapa persa. Si todavía no la ha tomado Parmenión, lo haremos nosotros, pues debe de haber mucho dinero en esa fortaleza.
—Parece que haya cambiado de humor —observó Tolomeo.
—En efecto —admitió Seleuco—. Se habrá acordado de lo que decía Aristóteles: «O el problema tiene solución y entonces es inútil preocuparse, o el problema no tiene solución y entonces es inútil preocuparse». Ojalá nos invite también a cenar.