38

Aristóteles desembarcó en Metone con una de las últimas naves que desde el Pireo aún se aventuraban a hacerse a la mar con la mala estación ya muy avanzada. El comandante había decidido aprovechar el viento que soplaba bastante recio y constante del sur para hacer entrega de una partida de aceite de oliva, vino y cera de abeja que de lo contrario habría tenido que aguardar en los almacenes la llegada de la primavera y precios más bajos.

Una vez en tierra, subió a un carruaje tirado por un par de mulos y se hizo llevar a Mieza. Tenía las llaves del complejo entero y la facultad de utilizarlas en cualquier momento. Además, en aquel período, sabía que encontraría a una persona con la que tenía interés en hablar, una persona que le daría noticias de Alejandro: Lisipo.

Le encontró, en efecto, ocupado en la fundición, donde estaba realizando el boceto en arcilla del grandioso grupo escultórico de la cuadrilla de Alejandro en el Gránico, que luego fundiría en sus proporciones definitivas para el monumento. Era casi de noche y había ya luces encendidas tanto en el interior del taller como en el refectorio y en algunas de las habitaciones de los huéspedes.

—¡Bienvenido, Aristóteles! —le saludó Lisipo—. Lo siento, pero no puedo darte la mano, voy todo sucio. Un momento, pronto estaré a tu disposición.

Aristóteles se acercó al boceto: una escultura de veintiséis personajes que se desarrollaba sobre una plataforma de unos ocho o diez pies de largo. Era asombroso: podía verse el remolinear de las olas y poco menos que percibir el ritmo furioso del galope de los jinetes lanzados a la carga. Por encima de todos destacaba Alejandro, revestido con su coraza, con el viento en los cabellos, sobre un furioso Bucéfalo.

Lisipo se enjuagó las manos en una jofaina y se acercó.

—¿Qué te parece?

—Soberbio. Lo que sorprende en tus obras es el estremecimiento de la energía dentro de las formas, como en cuerpos sumidos en una especie de excitación pánica.

—Se le aparecerán de repente al visitante —explicó Lisipo con una expresión inspirada, levantando sus enormes manos para describir la escena— una vez que haya llegado a lo alto de un pequeño otero. La gente tendrá la impresión de que se les vienen encima, de ser arrollados por ellos. Alejandro me ha pedido que les vuelva inmortales y yo estoy empleando todas mis energías para satisfacer su deseo y compensar a sus padres, al menos en parte, la pérdida que sufrieron.

—Y al mismo tiempo le estás haciendo entrar a él, todavía vivo, en la leyenda —dijo Aristóteles.

—Sucedería de todos modos, ¿no crees? —Lisipo se quitó el mandil de piel y lo colgó de un clavo—. La cena está casi lista. ¿Cenarás con nosotros?

—Con mucho gusto —repuso Aristóteles—. ¿Quién más hay?

—Cares, mi asistente —repuso el escultor señalando al muchado flaco de pelo rapado que estaba atareado en un rincón con una gubia sobre un modelo de madera y que saludó con un gesto respetuoso de la cabeza—. Y un enviado de la ciudad de Tarento, Evémero de Calípolis, una buena persona que tal vez nos dé noticias del rey Alejandro de Epiro.

Salieron de la fundición y recorrieron el pórtico interior hacia el refectorio. Aristóteles pensó con melancolía en la última vez que había cenado con el rey Filipo.

—¿Te quedarás por mucho tiempo? —preguntó Lisipo.

—No mucho. Di instrucciones a Calístenes, con mi última carta, de que me responda aquí a Mieza y me urge leer lo que me escriba. Luego proseguiré camino hacia Egas.

—¿Vas al viejo palacio?

—Llevaré una ofrenda a la tumba del rey y tendré que ver a algunas personas.

Lisipo dudó un momento.

—He oído decir que estás investigando el asesinato del rey Filipo, pero tal vez no sean más que rumores...

—No lo son —confirmó Aristóteles aparentemente impasible.

—¿Lo sabe Alejandro?

—Creo que sí, aunque en un primer momento le había confiado el encargo a mi sobrino Calístenes.

—¿Y la reina madre?

—Yo no he hecho nada por hacérselo saber, pero Olimpia tiene escuchas por todas partes. Es bastante probable que esté al tanto.

—¿Y no tienes miedo?

—Creo que el regente Antípatro se está asegurando de que no me suceda nada malo. ¿Ves a ese cochero? —dijo señalando al hombre que le había traído a Mieza y que en aquel momento conducía a los mulos hacia las caballerizas—. En la alforja lleva una espada macedonia del tipo de las de la guardia de palacio.

Lisipo echó una ojeada al personaje: una montaña de músculos que se movía como un gato. Saltaba a la vista que era un gastador de la guardia real.

—Por los dioses, podría posar para una estatua de Hércules.

Se sentaron a la mesa.

—Nada de lecho para comer —comentó el artista—. Todavía es como en los viejos tiempos, se come sentados.

—Es mejor así —replicó el filósofo—. He perdido la costumbre de comer recostado. Por cierto, ¿qué noticias tienes de Alejandro?

—Imagino que Calístenes te tiene informado.

—Por supuesto. Pero me urge conocer tus impresiones personales.

—¿Lo has visto recientemente?

—Sí, en una ocasión, para mostrarle el proyecto de la escultura.

—¿Cómo le has encontrado?

—Está completamente inmerso en su sueño. Nada podrá detenerle hasta que no haya alcanzado su objetivo.

—Y en tu opinión, ¿cuál es su objetivo?

Lisipo permaneció en silencio unos instantes: parecía que mirase a su servidor, que estaba atizando las brasas en el hogar. Luego dijo, sin darse la vuelta:

—Cambiar el mundo.

Aristóteles suspiró.

—Creo que estás en lo cierto. La cuestión es si lo cambiará para mejor o para peor.

Entró en aquel momento el huésped extranjero, Evémero de Calípolis, y se presentó a los comensales mientras era servida la cena: sopa de gallina hervida con legumbres, quesos y huevos duros con aceite y sal. Y vino de Tasos.

—¿Qué noticias hay del rey Alejandro de Epiro? —preguntó Lisipo.

—Magníficas noticias —repuso el huésped—. El soberano está a la cabeza de su ejército y del nuestro y ha ido de victoria en victoria. Ha derrotado a los mesapios y yápigos y toda Apulia está en sus manos, un territorio casi tan grande como su reino.

—¿Y ahora dónde se encuentra? —preguntó Aristóteles.

—Ahora debería encontrarse en sus cuarteles de invierno, en espera de reanudar la acción la próxima primavera contra los samnitas, una población bárbara afincada al norte, en las montañas. Ha establecido una alianza con otros bárbaros llamados romanos que atacarán por el norte, mientras él emprende la marcha desde el sur.

—¿Y en Tarento cómo está considerado?

—No soy un político, pero, por lo que cabe deducir, bien... al menos por el momento.

—¿Qué pretendes decir?

—Mis conciudadanos son gente extraña. Sus principales pasiones son el comercio y disfrutar de la vida. Por eso no les gusta luchar, y cuando se encuentran en apuros siempre llaman a alguien para que venga a prestarles ayuda. Es lo que hicieron con el rey Alejandro de Epiro. Pero yo juraría que ya hay alguno que comienza a pensar que les está ayudando demasiado y demasiado bien.

Aristóteles sonrió sarcástico.

—¿Acaso creen que ha dejado su tierra y a su joven esposa, que ha arrostrado peligros y penalidades, vigilias, marchas extenuantes y sangrientos combates con el sólo fin de permitirles dedicarse al comercio y a la vida regalada?

Evémero de Calípolis se encogió de hombros.

—Muchas personas creen que se les debe todo, pero siempre llega el momento en que tienen que enfrentarse con la realidad. En cualquier caso, dejad que os exponga el motivo de mi visita. Mi intención era ver a Lisipo y bendigo a la diosa Fortuna que me ha brindado la ocasión de conocer incluso al gran Aristóteles, la mente más penetrante de todo el mundo griego, lo cual significa, qué duda cabe, de todo el orbe.

Aristóteles no mostró ninguna reacción ante la grandilocuencia del cumplido y esperó a que el huésped prosiguiera.

—Un grupo de acaudalados ciudadanos —dijo Evémero— ha concebido la idea de recoger dinero para un grandioso proyecto que vuelva famosa a la ciudad en el mundo.

Lisipo, que había terminado de comer, se enjuagó la boca con una copa de vino rojo y se apoyó contra el respaldo de la silla.

—Continúa —dijo.

—Quieren construir una estatua gigantesca de Zeus, pero no en un templo o en un santuario sino a plena luz, al aire libre, en el centro del ágora.

El joven Cares, al oír aquellas palabras, abrió los ojos. El joven le había expuesto varias veces a su maestro los sueños y las fantasías que acariciaba.

Lisipo sonrió, imaginando los pensamientos de su ayudante; luego observó:

—Lo importante es saber qué entiendes tú por gigantesco.

Evémero pareció dudar un momento, luego dejó escapar un bufido.

—Digamos que cuarenta codos.

Cares tuvo un sobresalto y Lisipo apretó los brazos del asiento y enderezó la espalda.

—¿Cuarenta codos? Dioses del cielo, pero ¿te das cuenta de que estás hablando de una estatua tan alta como el Partenón de Atenas?

—En efecto. Nosotros los griegos de las colonias pensamos en grande.

El escultor se volvió hacia su joven ayudante.

—¡Qué te parece, Cares? Cuarenta codos es un buen tamaño, ¿no es cierto? Por desgracia no hay nadie en el mundo, en estos momentos, capaz de erigir un gigante semejante.

—Los honorarios serían muy generosos —insistió Evémero.

—No es una cuestión de honorarios —rebatió Lisipo—. Con las técnicas de que disponemos actualmente no hay forma de mantener el bronce líquido durante un recorrido tan largo y no es posible aumentar tanto la temperatura exterior del molde sin correr el riesgo de que estalle el material refractario de cobertura. Con esto no quiero decir que no sea posible en absoluto, tal vez podrías dirigirte a otros artistas... ¿Por qué no a Cares? —propuso desordenando los ralos mechones de su tímido discípulo—. Él dice que un día construirá la estatua más grande del mundo.

Evémero sacudió la cabeza.

—Si el gran Lisipo no se ve capaz, ¿qué otros se atreverían a intentarlo?

Lisipo sonrió y apoyó una mano sobre el hombro de su ayudante.

—Cares, tal vez. Quién sabe...

Aristóteles quedó impresionado por la mirada ardiente de fantasía del joven.

—¿De dónde eres, muchacho?

—De Lindos, en la isla de Rodas.

—Así que eres de Rodas... —repitió el filósofo como si aquel nombre le hubiera traído a la memoria algo que últimamente le era familiar. Luego volvió sobre el tema.

—En tu tierra a las estatuas se las llama «colosos», ¿no es cierto?

Un siervo comenzó a retirar la mesa y sirvió un poco más de vino. Lisipo bebió un sorbo, y luego prosiguió:

—Tu idea me fascina, Evémero, aunque la considero irrealizable. No obstante ahora y durante algunos años más estaré muy ocupado y sin duda no dispondré de tiempo para concebir y estudiar una obra semejante. Pero les dirás a tus conciudadanos que, desde este momento, hay una imagen de Zeus en la mente de Lisipo y que podría adquirir forma, antes o después, dentro de un año, dentro de diez, dentro de veinte... ¿quién puede decir cuándo?

Evémero se levantó.

—Entonces, adiós. Si cambias de idea, quiero que sepas que siempre estaremos dispuestos a recibirte.

—Adiós, Evémero. He de volver a mi taller, donde hay una cuadrilla de jinetes petrificados que espera cobrar vida en el bronce fundido, la cuadrilla de Alejandro.