Alejandro festejó el nacimiento de su nueva ciudad con solemnes sacrificios propiciatorios, después de lo cual anunció unos juegos gímnicos y certámenes poéticos con representaciones escénicas. Los mejores actores trágicos, intérpretes de los papeles más comprometidos, trataron de disputar la primacía del ya legendario Tésalo, a cuya voz el clima de la meseta parecía conferir mejor timbre y potencia si cabe.
El punto álgido del ciclo trágico fue alcanzado con la puesta en escena de Los siete contra Tebas, en la que un joven actor natural de Milasa encarnó con impresionante realismo el papel de Tideo, que hundía sus dientes en el cráneo de Melanipo. Pero el premio a la mejor interpretación lo ganó una vez más Tésalo por la magistral demostración hecha en el papel protagonista de Agamenón.
Las celebraciones duraron siete días. Al octavo, el ejército se puso en marcha detrás de un grupo de guías indígenas, en dirección al paso. Al cabo de sólo dos etapas, el ejército empezó a avanzar entre la alta nieve, en un territorio que aparecía completamente desierto; dado que los senderos de acceso eran extremadamente escabrosos e impracticables, las bestias habían sido cargadas con la mitad del peso que generalmente llevaban, de modo que la autonomía de la expedición se veía enormemente limitada.
Los guías explicaron que las aldeas existían y que contaban también con reservas de víveres, pero que estaban completamente escondidas en la nieve y por ello del todo invisibles. La única forma de descubrirlas era esperar a la noche cuando se encendían los fuegos para cocer la cena y el humo indicaba su posición exacta. De este modo el ejército pudo saciar su hambre, pero los habitantes de aquellas míseras aldeas se vieron privados de lo necesario para sobrevivir, obligados a dejar sus casas y descender hacia territorios más bajos para disputarles la comida a otros desdichados.
La marcha prosiguió a costa de enormes esfuerzos y muchos hombres comenzaron a sufrir de graves trastornos en los ojos a causa del reflejo cegador del sol sobre la nieve.
Alejandro convocó al médico Filipo en su tienda tras la puesta del sol y le mostró un fragmento de La expedición de los Diez Mil.
—Jenofonte cuenta que tuvo el mismo problema con sus hombres en las nieves de Armenia. Incluso dice que no pocos perdieron la vista.
—He dado instrucciones a los soldados de vendarse los ojos dejando únicamente una fisura para ver el mínimo indispensable —repuso Filipo—. Esto debería salvarles la vista. Más no puedo hacer. No tenemos remedios suficientes para tantas personas, pero me he acordado de que mi viejo maestro Nicómaco, que te ayudó a nacer, empleaba la nieve para eliminar la irritación de los tejidos además de para reducir o detener las hemorragias. He hecho la prueba con nuestro guerreros y he obtenido resultados alentadores. En este caso puede decirse que lo que duele también cura. Y tú, ¿cómo te sientes, señor? —le preguntó a continuación, viéndole fatigado.
—Mis dolores son de un tipo que tú no puedes curar, mi buen Filipo, sólo el vino consigue a veces mitigarlos... Nunca como ahora he comprendido lo que trataba de decir mi padre al afirmar que un rey está solo.
—¿Consigues dormir?
—Sí, algunas veces.
—Entonces, ve a descansar. Que tengan a bien los dioses concederte una noche serena.
—Y también a ti, iatré.
Filipo sonrió: el rey le llamaba con su título de médico cuando sus servicios eran especialmente apreciados. Saludó con un leve gesto de cabeza y salió a la noche estrellada.
Al día siguiente llegaron a la vista de una enorme roca, escarpada y peñascosa. Calístenes la observó largamente y se hizo llevar por un grupo de agrianos hasta su misma base. Había notado, por un lado, un saliente vagamente semicircular que recordaba la forma de un nido gigantesco y, por el otro, precisamente en mitad de la pared, unas sombras o manchas como anillos, del color de la herrumbre, y una concavidad que hacía pensar en la forma de un cuerpo humano de enormes proporciones. Hizo llamar inmediatamente a Aristandro.
—Mira —le dijo—, ¡es extraordinario! Hemos encontrado la roca en la que fuera encadenado Prometeo. Ése —añadió señalando el saliente— podría ser el nido del águila que le devoraba el hígado y aquellos —siguió indicando las sombras herrrumbrosas en la pared— son los anillos de la cadena que mantenía prisionero al titán. Y aquí tienes la huella dejada por su cuerpo... Si mi tío Aristóteles, como yo creo, está en lo cierto y esto es el Cáucaso, entonces ésta podría ser verdaderamente la roca de Prometeo.
La noticia corrió rápidamente entre las filas del ejército: no pocos soldados abandonaron las filas para ir a ver y, cuanto más miraban, más se convencían de lo que había dicho Calístenes. Llegó también Tésalo e, inspirado por la grandiosidad del paisaje, comenzó a declamar emocionado los versos del Prometeo de Esquilo: el lamento del titán encandenado a la roca escita. Su voz estentórea, repercutida por las paredes que caían a pico, hizo volar las palabras del gran poeta a través de aquella región bárbara y remota, permanentemente castigada por el azote del hielo:
¡Éter divino, raudas brisas, fuentes de los ríos y sonrisa infinita de las olas del mar, madre de todo! Pero también a ti quiero invocarte, ¡disco del sol, que todo lo contemplas! Miradme: soy un dios y, sin embargo, ¡qué trato he recibido de los dioses!...
También el rey se detuvo y aguzó el oído al oír aquellos versos sublimes, pero en el mismo instante Calístenes respondió a Tésalo encarnando a Hefesto, obligado a encadenar al titán:
... en esta roca, guardia habrás de montar, siempre, en insomnio, de pie, sin doblar la rodilla. En vano te desharás en llantos y gemidos, pues el pecho de Zeus es inflexible. ¡Que todo nuevo rey reina como tirano!*
Aquel fragmento hirió a Alejandro, como si hubiera sido pronunciado para él.
Un águila se lanzó en aquel momento desde una altísima cumbre e hizo resonar el espacio inmenso con sus roncos chillidos mientras se cernía con lento vuelo solemne sobre el desierto de hielo, como si Zeus respondiera ofendido a las palabras insolentes de los mortales.
Calístenes se volvió y se topó con la mirada absorta del rey. Dijo:
—¿No son acaso unos versos estupendos?
—Lo son —repuso Alejandro.
Y reanudó su camino.
En dieciséis días de marcha el ejército atravesó la inmensa cadena de una parte a otra, padeciendo penalidades inauditas, hambre y toda clase de fatigas, y descendió hacia la llanura escita. Fue necesario sacrificar también a una parte de las bestias de carga para superar el último tramo de aquella formidable barrera, pero finalmente Alejandro pudo contemplar una nueva provincia de su inmenso dominio.
Su mirada, desde el último paso, se paseó por una estepa ilimitada y de nuevo los hombres se sintieron dominados por el espanto a la vista de aquella extensión infinita y uniforme, pero sobre todo les asombraba el hecho de que el hielo y las nieves eternas limitaran casi con tierras semidesérticas, abrasadas por el sol.
Y sin embargo el estar nuevamente en el séquito de Alejandro les hacía sentirse como reabsorbidos por una corriente vertiginosa, por una fuerza invisible a la que eran incapaces de resistirse. Sentían reanudarse el curso de una aventura incomparable que nadie más en el mundo habría podido vivir, nadie que no hubiera tenido la suerte de conocer a un hombre semejante, si es que se trataba de un hombre. Muchos de aquellos que seguían al ejército, en efecto, al verle casi siempre de lejos resplandecer con su coraza de plata al lado del estandarte rojo con la estrella de oro, se habían acostumbrado ya a considerarle como un ser sobrehumano.
Recién llegados a la llanura, se dirigieron hacia la capital de aquella región, una ciudad de nombre Bactra que se alzaba en el centro de un pujante oasis donde finalmente pudieron encontrar descanso. La ciudad se rindió sin combatir y Alejandro confirmó en su cargo al viejo sátrapa Artaozo. Fue él quien le recibió en el palacio y le informó de que Beso se había retirado poniendo tierra quemada por medio.
—No se esperaba que llegases tan pronto, que atravesaras los montes en pocos días, venciendo la nieve y el hambre. No habiendo, sin embargo, podido reunir un ejército lo bastante numeroso para enfrentarse contigo en campo abierto, ha cruzado el río Oxo, uno de los más grandes entre los que descienden de nuestros montes, y ha alcanzado del otro lado las ciudades aliadas suyas, detruyendo los puentes detrás de él.
El rey, a aquella noticia, decidió no entretenerse por más tiempo y se puso nuevamente en marcha con la intención de atravesar a su vez el río. Cuando llegaron a la orillas del Oxo, llamó a Diadés, el ingeniero jefe, y le señaló la otro orilla.
—¿Cuánto tiempo hará falta —preguntó —para construir un puente?
Diadés tomó una jabalina de uno de los soldados de la guardia y la hincó en el fondo, pero inmediatamente la corriente la inclinó hasta casi la superficie del agua.
—Arena —exclamó—. ¡Sólo arena!
—¿Y cuál es el problema? —preguntó el rey.
—Que los palos no se sostienen, como el asta de esta jabalina, tal cual. —Miró a su alrededor—. Y además no veo árboles en los alrededores en número suficiente.
—Haré volver a unos hombres a la montaña para que talen abetos.
Diadés le miró.
—Señor, sabes que nunca nada me ha detenido, que no ha existido jamás una empresa que haya considerado imposible, pero este río tiene cinco estadios de ancho, una corriente muy impetuosa y el fondo completamente arenoso. No hay palo que se sostenga, y sin palos no puede haber puente. Te aconsejo que busques un vado.
Se adelantó Oxatres y con su griego cojeante declaró:
—Vado no.
Alejandro se puso a pasear en silencio arriba y abajo de la orilla, ante la mirada de su ejército entero y la de sus perplejos compañeros. Luego llamó su atención la actividad de algunos campesinos que trabajaban en los campos de las riberas del río. Éstos separaban la paja del cascabillo aprovechando aquel ventoso día y la arrojaban al aire con palas y horcas. La paja volvía a caer a escasa distancia y el cascabillo, más ligero, fluctuaba en el viento hasta las márgenes de la era. Era un espectáculo hermosísimo de ver, una especie de torbellino dorado hecho de mil pajuelas centelleantes.
Al acercarse aquel joven de gran apostura, los campesinos se detuvieron y le miraron maravillados mientras él se inclinaba y recogía un puñado de cascabillo.
Volvió sobre sus pasos hasta donde estaba Diadés, que había hincado en el fondo, un poco más abajo, otras estacas y miraba con desconsuelo cómo se inclinaban al hilo de la corriente.
—He encontrado la manera —dijo Alejandro.
—¿La manera de pasar? ¿Y cómo? —preguntó el técnico abriendo los brazos.
El rey dejó caer el cascabillo que apretaba en el puño.
—Con esto —repuso.
—¿Con cascabillo?
—Exactamente. Se lo vi hacer a los getas en el Istro. Llenan de cascabillo pellejos de buey, luego los cosen y los meten en el agua. El aire aprisionado entre las pajuelas y las aristas hace flotar esa especie de odres el tiempo necesario para permitir la travesía.
—Pero no tenemos cascabillo suficiente para todos nuestros hombres —objetó el ingeniero.
—No, pero tenemos suficiente para construir una pasarela. Usaremos las pieles de las tiendas, ¿qué te parece?
Diadés lo miró incrédulo.
—Es una idea genial. Podemos incluso untarlas con sebo para hacerlas más impermeables.
Fue convocado el Consejo de los compañeros y se procedió al reparto de las tareas: Hefestión se encargó de recoger el cascabillo, Leonato de reunir todas las pieles disponibles de las tiendas y requisar también la de los indígenas. Las tablas de las bateas de las máquinas de guerra serían utilizadas para construir la base para pasar y como anclas se utilizarían piedras atadas con cuerdas.
Al caer la tarde, todo el material estuvo listo y Alejandro pasó revista al ejército, pero cuando se encontró frente a los veteranos les miró como si les viera por vez primera y sintió compasión. Muchos de ellos tenían casi sesenta años. Otros tenían más y todos acusaban duramente los enormes esfuerzos realizados, las batallas, las heridas, las penalidades. Presentía que le seguirían en cualquier caso, pero leía en sus ojos el espanto frente a aquel río enorme que iban a tener que atravesar sobre sacos de paja y frente a la inmensa, vacía extensión de la llanura desértica.
Llamó entonces a Crátero y le ordenó que convocara a todos delante de su tienda apenas se hubiera puesto el sol, porque había decidido licenciarlos. Crátero obedeció, y cuando los soldados de más edad fueron reunidos en el centro del campamento, Alejandro subió a un podio y comenzó a hablar:
—¡Veteranos! Habéis servido a vuestro rey y a vuestro ejército con honor, superando todas las fatigas y adversidades sin ahorrar jamás esfuerzos. Habéis conquistado el mayor imperio que haya existido nunca y habéis alcanzado la edad en la que es justo que un hombre disfrute del reposo y de los privilegios a que se ha hecho merecedor combatiendo honorablemente. Os libero de vuestro juramento y os devuelvo a vuestras casas. Recibiréis cada uno doscientos estáteros de plata como regalo mío personal y la soldada pagada hasta vuestra llegada a Macedonia. Saludad de mi parte a la patria y vivid contentos los años que os queden de vida. Bien merecidos que los tenéis.
Calló esperando una ovación y en cambio corrió entre las filas tan sólo un murmurllo, un parloteo quedo, luego un capitán de compañía ya entrado en años se adelantó y dijo:
—¿Por qué ya no nos quieres, rey?
—¿Cómo te llamas, capitán? —preguntó Alejandro.
—Me llamo Antenor.
—¿No tienes ganas de volver a ver a tu familia?
—Tener ganas, sí que tengo.
—¿Y no tienes ganas de volver a ver tu casa y de estar en ella tranquilo comiendo, bebiendo y que te sirvan?
—Por supuesto.
—Entonces, partid contentos y dejad que os releven los jóvenes que están a punto de llegar. Habéis cumplido con vuestra misión.
El hombre no se movió.
—¿Alguna cosa más, capitán?
—Estoy pensando que el primer día será muy hermoso. Volveré a ver a mi mujer y a mis hijos, a alguno de los amigos, la casa. Compraré ropas nuevas y comida en abundancia, pero es el día siguiente el que me espanta. ¿Me comprendes?
—Te comprendo, capitán. El día siguiente espanta a todo el mundo. También a mí. Por eso no puedo detenerme... nunca. He de correr para alcanzarlo, y sobrepasarlo.
El veterano asintió, aunque no hubiera comprendido, y dijo:
—Tienes razón, rey. Tú eres joven y nosotros viejos. Es hora ya de que volvamos a casa. Pero por lo menos...
—¿Qué?
—¿Puedo abrazarte en nombre de todos mis compañeros?
Alejandro le estrechó contra sí como un viejo amigo y entonces estalló la ovación porque los veteranos, desde el primero hasta el último, sentían en aquel momento que el rey les abrazaba emocionado a todos y notaban que las lágrimas les subían a los ojos.
Aquella noche Calístenes escribió una larga carta para su tío Aristóteles y se la entregó a uno de los veteranos que iban a partir y que vivía en las cercanías de Estagira. Le dio como compensación un estátero de oro, el primero acuñado por Filipo con la imagen de Alejandro, un Alejandro que para él no existía ya desde hacía tiempo. Los veteranos partieron al alba saludados por los hombres de armas, siguiendo la línea de las montañas en dirección de Zadracarta.
No se había apagado aún el eco de los tambores que marcaban el ritmo de la marcha cuando Diadés procedió al montaje de la estructura lo más deprisa posible e, inmediatamente después, se inició el paso: primero los hetairoi a pie llevando a los caballos del ronzal y luego la infantería.
El contingente entero estuvo del otro lado antes del mediodía y los ingenieros procedieron a continuación, hasta entrada la noche, a recuperar los materiales en la orilla norte del río. Mientras los hombres se disponían a plantar las tiendas, Oxatres y sus jinetes dieron una amplia vuelta de reconocimiento y luego volvieron a donde estaba Alejandro para referirle que habían encontrado numerosas huellas de caballos y que debía de tratarse del ejército que acompañaba al usurpador Beso.
El rey reunió inmediatamente al consejo de los compañeros, Clito El Negro y algunos comandantes de batallón que se habían distinguido particularmente en las últimas operaciones. Admitió también a Oxatres y a algunos oficiales persas de la caballería, cosa que provocó una reacción de celos sobre todo por parte de Clito y de sus comandantes.
—Nuestros amigos persas nos han sido muy valiosos —comenzó diciendo Alejandro —para dar con los pasos de nuestro enemigo. Ahora sabemos adónde se ha dirigido Beso y sabemos cómo actuar. Tenemos que apresarle ahora o no le apresaremos ya. Tolomeo tendrá el mando de La Punta, de un escuadrón de hetairoi y de dos de exploradores ligeros y se lanzará en su persecución lo más velozmente que pueda. Oxatres vendrá con vosotros junto con su unidad—. Tolomeo hizo un ademán de rechazo que no escapó a Alejandro—. ¿Alguna objeción, Tolomeo?
—Ninguna —fue su rápida respuesta.
—Entonces está decidido. Partiréis de inmediato. Vuestros guías saben moverse también en la oscuridad.
Tolomeo se calzó el yelmo y salió seguido por todos los demás componentes del consejo. Se quedó El Negro.
—¿Había necesidad de mandar a esos bárbaros con Tolomeo? —preguntó—. ¿Acaso no lo hemos logrado siempre solos?
Alejandro le miró fijamente.
—Sí, y por dos razones, Negro. La primera es que conocen estos territorios como ningún otro, y la segunda es que dentro de poco entrarán a formar parte de nuestro ejército como unidades regulares al mismo nivel que nuestros cuerpos de caballería y de infantería.
Clito inclinó la cabeza como si fuera a tragar un bocado amargo.
—Estas cometiendo un error, Alejandro.
—¿Por qué?
—Porque antes o después tendrás que elegir... O nosotros o ellos.
Salió sin siquiera un saludo. Poco después las trompas de Tolomeo tocaron a reunión.