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—Sesos de cordero —anunció el cocinero persa depositando un plato de buñuelos sobre la mesa delante de Eumolpo de Solos.

Y mientras pronunciaba aquella palabras descubría, en una poco tranquilizadora sonrisa, sus treinta y dos dientes blanquísimos bajo los mostachos negros como ala de cuervo.

El gobernador de Siria, el sátrapa Ariobarzanes, recostado en el lecho de enfrente, sonrió de modo aún más inquietante.

—¿No es tu plato preferido?

—Oh, sí, por supuesto, luz de los arios e invicto caudillo. ¡Ojalá pueda el futuro reservarte el honor de calzar la tiara rígida si un día, que Ahura Mazda no lo quiera, el Gran Rey ha de subir a la torre del silencio para reunirse con sus gloriosos antepasados!

—El Gran Rey goza de una excelente salud —replicó Ariobarzanes—. Pero te ruego que comas. ¿Cómo están esos sesos de cordero?

—Mmh... —bramó Eumolpo torciendo los ojos para simular el más intenso disfrute.

—¿Y es también tu santo y seña cuando intercambias mensajes reservados con nuestros enemigos, no es así? —preguntó Ariobarzanes sin dejar en modo alguno de sonreír.

Eumolpo tosió convulsamente por el bocado que se le había atragantado.

—¿Un poco de agua? —preguntó solícito el cocinero poniéndole una poca de una jarra de plata, pero Eumolpo, amoratado, hizo un gesto con la mano de que no, de que no tenía necesidad.

Cuando se hubo recuperado, volvió a adoptar su aire imperturbable y su sonrisa más cautivadora.

—No he comprendido la simpática broma.

—Pues no es una broma —replicó graciosamente el sátrapa arrancando el ala de un tordo a la parrilla y mordiendo la carne con la punta de sus incisivos—. Es la pura verdad.

Eumolpo contuvo el pánico que le atenazaba las tripas, cogió un buñuelo y dio muestras de que le encantaban, luego observó, con una expresión de condescendencia:

—Pero, vamos, mi ilustre anfitrión, no puedes en serio dar importancia a unos comentarios que pueden ser seguramente hasta graciosos, con tal de que no lleguen a arrojar ninguna sombra sobre la reputación de un caballero que...

Ariobarzanes le paró con un ademán amable, se secó las manos en el delantal del cocinero, posó los pies en el suelo y se dirigió hacia la ventana, haciendo un gesto a Eumolpo de que se acercara.

—Te lo ruego, mi buen amigo.

Eumolpo no tuvo otro remedio que seguirle y mirar abajo. Los pocos bocados que había ingerido se le indigestaron y su rostro adquirió una palidez cérea.

Su correo estaba colgado desnudo de un poste, por los brazos, y largas tiras de piel le colgaban de varias partes del cuerpo descubriendo los haces sanguinolentos de la musculatura. En algunos puntos la carne le había sido arrancada hasta dejar al descubierto los huesos, mientras que los testículos los tenía colgados a modo de grotesco collar. No daba la menor señal de vida.

—Ha sido él quien ha hablado —explicó Ariobarzanes impasible.

A escasa distancia, un esclavo hircanio le estaba sacando punta a un palo de acacia con un cuchillo afiladísimo y luego lo frotaba con piedra pómez para que su superficie afilada se volviera lisa y casi brillante.

Ariobarzanes miró al palo y luego fijamente a Eumolpo a los ojos, haciendo al mismo tiempo un gesto muy elocuente con las manos.

El pobre tragó saliva, sacudiendo convulsivamente la cabeza.

El sátrapa sonrió.

—Sabía que nos entenderíamos, viejo amigo.

—¿En qué... en qué puedo serte útil? —balbuceó el informador sin conseguir apartar la mirada de la aguzada punta del palo mientras el ano instintivamente se le contraía, en el inconsciente y espasmódico intento de impedir el paso a un tan temible intruso.

Ariobarzanes volvió a la mesa y se recostó en el lecho invitando a Eumolpo a acomodarse a su vez. El pobre respiró y confió que lo peor hubiera pasado.

—¿Qué respuesta esperaba el pequeño yauna? —preguntó el sátrapa indicando con ese nombre despectivo al invasor que se había apoderado ya de toda Anatolia.

—El rey Alejandro... es decir, el pequeño yauna —corrigió Eumolpo—, quería saber dónde le esperaría el Gran Rey para entablar batalla con su ejército.

—¡Muy bien! Entonces mandarás un correo tuyo, no éste, que temo esté fuera de uso, a decirle al pequeño yauna que el Gran Rey le esperará al pie de las Puertas Sirias con la mitad de su ejército, habiendo dejado la otra defendiendo el vado de Tápsaco. Esto le incitará a atacar.

—Oh, sí, sin duda —asintió apresuradamente el informador—. Ese necio y presuntuoso muchacho, que, te ruego que me creas, siempre me ha resultado antipático, se lanzará adelante a ciegas, convencido de salir vencedor, e irá a echarse en la boca del lobo entre el monte Amanos y el mar, mientras vosotros, en cambio...

—De nosotros en cambio nada —cortó tajante Ariobarzanes—. Haz lo que te he dicho, hoy mismo. Convocarás a tu hombre y le mandarás inmediatamente adonde está el pequeño yauna. Después de nuestra victoria, decidiremos acerca de ti. Ten por seguro que si llevas a cabo una contribución determinante ese palo que has visto abajo en el patio podría ser destinado a un uso distinto. Pero si algo fuera mal... ¡zas!

Y ensartó el dedo índice de su mano derecha dentro del índice de la izquierda cerrado en anillo.

Eumolpo se dispuso a hacer lo que se le había pedido, mientras ojos y oídos le miraban y le escuchaban por una gran cantidad de orificios seguramente bien camuflados alrededor, en las paredes decoradas y llenas de frescos.

Y se lo explicó todo cuidadosamente al nuevo correo.

—Di que tu colega no se ha sentido bien y que por eso te he mandado a ti. Y cuando te pidan el santo y seña di... —carraspeó— «sesos de cordero».

—¿«Sesos de cordero», mi señor? —preguntó estupefacto el correo.

—Sí, señor, «sesos de cordero». ¿Qué pasa? ¿Hay algo que te parece mal?

—No, no, todo está muy bien. Así pues, parto enseguida.

—Sí, bien, parte enseguida.

Eumolpo de Solos salió por una portezuela del lado opuesto de la sala, donde le esperaba Ariobarzanes.

—¿Puedo irme? —preguntó no sin ansiedad.

—Puedes irte —repuso el sátrapa—. Por ahora.

Alejandro, desde Gordio, atravesó la Frigia Mayor hasta la ciudad de Ancira, una pequeña población asentada sobre un grupito de colinas al fondo de una cuenca neblinosa, y volvió a confirmar en su cargo al sátrapa persa que residía allí, dejando con él a algunos oficiales macedonios al mando de la guarnición.

Luego reanudó la marcha hacia oriente y llegó a orillas del Halis, el gran río que desembocaba en el mar Negro y que durante siglos había sido la línea divisoria entre el mundo egeo y anatolio y Asia, el confín extremo al cual se consideraba que los griegos no habrían podido llegar jamás. El ejército lo bordeó hasta su meandro meridional, después de que avanzara a lo largo de la orilla de dos grandes lagos salados rodeados por vastas extensiones blanquecinas.

Alejandro confirmó en su cargo también al sátrapa persa de Capadocia, que le juró fidelidad, y a continuación se dirigió resueltamente hacia el sur sin encontrar la menor resistencia. Se adentró en la vasta meseta dominada por la mole del monte Argeo, un volcán dormido de nieves eternas que se veía aparecer por la mañana entre las nieblas del amanecer como un fantasma. Los campos estaban a menudo cubiertos de escarcha a las primeras horas del día, pero luego, a medida que el sol ascendía por el horizonte, se volvían de un color pardo rojizo.

Eran muchos los campos arados y sembrados, mientras que aquí y allá, donde el arado no había pasado áun, veíase el amarillo de los rastrojos, pastos para pequeños rebaños de ovejas y cabras. Al cabo de dos días de marcha apareció ante su vista la imponente cordillera del Tauro con sus blancas cumbres que centelleaban bajo el sol o se teñían de rojo al ocaso.

Parecía imposible que aquel inmenso territorio se abriera delante de ellos casi espontáneamente y que tantas tribus, pueblos y ciudades se sometiesen sin oponer resistencia.

La fama del joven caudillo se había difundido ya por doquier y había corrido también la noticia de la muerte del comandante Memnón, el único, aparte del Gran Rey, que podía detener su avance.

Después de cinco días en la altiplanicie, el sendero comenzó a ascender cada vez más pronunciadamente hacia el paso que conducía a la llanura costera de Cilicia. A cada parada nocturna, Alejandro se sentaba en su tienda a solas o con Hefestión y los otros amigos a leer la Anábasis de Jenofonte, el diario de la expedición de los diez mil que setenta años antes había pasado del otro lado. El historiador ateniense describía el desfiladero como un paso bastante angosto y difícil de atravesar si alguien lo defendía.

Alejandro quiso guiar personalmente la columa en marcha. Los guardianes del paso le vieron y le reconocieron inmediatamente a la salida del sol, por el estandarte rojo con la estrella argéada de oro, por el gigantesco caballo negro que montaba y por la armadura de plata que despedía destellos con cada uno de sus movimientos.

Vieron también la interminable serpiente de hombres y caballos que ascendían a paso lento pero inexorable, consideraron que eran demasiado pocos para hacerles frente y se dieron a la fuga precipitadamente, de modo que el desfiladero pudo ser atravesado sin ninguna dificultad.

Seleuco reconoció, en la pared izquierda del paso, unas inscripciones grabadas en la roca viva que habrían podido ser trazadas por alguno de los diez mil de Jenofonte y se las mostró a Alejandro, que las observó lleno de curiosidad. Luego reanudaron su camino y se asomaron al valle del Cidno y a la gran llanura verdeante de Cilicia.

—Estamos en Siria —dijo Eumenes—. Anatolia está a nuestras espaldas.

—¡Esto es otro mundo! —exclamó Hefestión dirigiendo la mirada hacia la fina línea azul que orlaba al fondo la llanura—. ¡Y allí está el mar!

—¿Dónde estará Nearco con nuestras naves? —preguntó Pérdicas.

—En alguna parte de allí —repuso Leonato—. Tal vez esté escrutando esas montañas y refunfuñe: «¿Dónde se habrán metido esos condenados? ¿Por qué demonios no se les ve el pelo?».

—Es lo más probable —repuso Alejandro—. Por eso no estará de más que nos apresuremos a ocupar los puertos de la costa. Así, si él quiere llegar podrá echar el ancla tranquilamente, sin temer emboscadas.

Espoleó a Bucéfalo y comenzó a descender.

Lisímaco le dijo a Leonato que cabalgaba ahora a su lado:

—Si hubiesen puesto una guarnición aguerrida en aquellas cumbres de lo alto del desfiladero no habría pasado una mosca.

—Tienen miedo —replicó su amigo—. Escapan como conejos. Ahora ya nadie nos podrá detener.

Lisímaco sacudió la cabeza.

—Eso te lo crees tú. Toda esta calma no me gusta nada. En mi opinión, nos estamos metiendo en las fauces del león, que nos está esperando con la boca abierta.

Leonato refunfuñó:

—Y yo le arrancaré la lengua.

Y acto seguido volvió atrás para controlar la columna de la retaguardia.

En unas pocas docenas de estadios el clima había cambiado por completo, de fresco y seco como era en la meseta a cálido y húmedo; todos sudaban a mares, embutidos en sus armaduras.

En tan sólo dos etapas llegaron a la ciudad de Tarso, a escasa distancia del mar, que les abrió sus puertas después de que el sátrapa de Cilicia se hubiera dado a la fuga, prefiriendo alcanzar al ejército del Gran Rey que seguía avanzando inexorable. Alejandro hizo acampar al ejército en la llanura, mientras que él, las secciones elegidas y los oficiales superiores se aposentaban en las mejores casas de la ciudad. Fue allí donde les fue anunciada una visita.

—Hay un correo que insiste en hablar contigo personalmente, señor —dijo uno de los soldados de la guardia que vigilaban en la entrada.

—¿Quién le manda?

—Dice que viene de parte de un tal Eumolpo de Solos.

—Entonces debería tener un santo y seña.

El soldado de la guardia salió y al cabo de poco oyó que se echaba a reír. Debía de tratarse precisamente del correo de Eumolpo.

—El santo y seña es... —comenzó a decir el miembro de la guardia logrando contener a duras penas la risa.

—No seas payaso —cortó tajante el rey.

—El santo y seña es «sesos de cordero».

—Es él. Hazle pasar.

El guardia se alejó carcajeándose de nuevo y hizo entrar al mensajero.

—Señor, me manda Eumolpo de Solos.

—Lo sé, sólo él sabe un santo y seña tan tonto. ¿Cómo es que no ha venido el otro correo? No te había visto nunca hasta ahora.

—El otro correo se hizo daño al caerse del caballo.

—¿Qué es lo que tienes que decirme?

—Cosas importantes, mi señor. El Gran Rey está ya muy cerca y Eumolpo ha conseguido corromper al ayuda de campo de Darío y saber dónde tendrá lugar la batalla con la que trata de aniquilarte.

—¿Dónde?

El correo miró a su alrededor y vio fijado sobre un caballete el mapa que Alejandro llevaba siempre con él. Apuntó con el dedo en un punto de la llanura entre el monte Carmelo y el monte Amanos.

—Aquí —dijo—. En las Puertas Sirias.