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El espectáculo que se presentó ante sus ojos era escalofriante. Cientos de soldados macedonios yacían en el suelo heridos de muerte. Los cadáveres habían sido horrendamente mutilados, muchos decapitados o despojados de su cuero cabelludo. Otros fueron encontrados empalados, o atados a los árboles con señales de espantosas torturas. Los comandantes, dos oficiales de la vieja guardia amigos de Clito El Negro, habían sido crucificados.

—¿Qué hacemos? —preguntó Koinos, tétrico.

—Reúne a toda la caballería. Caeremos sobre ellos ahora mismo. La infantería seguirá a marchas forzadas.

Koinos mandó tocar a reunión y hizo transitar la caballería al paso a través del campo de la matanza, en medio de un silencio sepulcral. Quiso que los soldados vieran todo lo que el enemigo había hecho a sus compañeros, quiso que creciera en ellos en desmesura el furor y la sed de venganza antes de lanzarles en su persecución.

Apenas el desfiladero se hubo ensanchado en una planicie esteparia y ondulada, Crátero los alineó en cinco filas por seiscientos de frente y gritó:

—No me detendré hasta que no les hayamos apresado y hecho pedazos. ¡Venid detrás de mí, soldados, y recordad lo que les han hecho a vuestros compañeros!

El rastro de los enemigos eran reciente y perfectamente visible y los escuadrones no tuvieron que descomponer siquiera las filas. Se lanzaron al galope en medio de una nube de polvo, superaron de un impulso una hondonada esteparia y remontaron una larga pendiente hasta una prominencia que escondía a la vista una nueva hondonada. Koinos fue uno de los primeros en llegar a lo alto junto con Crátero y vio a la caballería enemiga a menos de tres estadios de distancia que avanzaba al paso, desconocedora del peligro.

—¡Son ellos! —gritó Crátero—. ¡Trompas, a la carga! ¡No os detengáis, soldados! ¡Exterminarles, aniquiladlos hasta el último! ¡Adelante! ¡Adelante!

Resonó repetidamente la señal de ataque y la caballería se arrojó pendiente abajo como una avalancha. La tierra tembló, el aire fue desgarrado por el grito broncíneo de las trompas, por los alaridos del asalto furibundo. Espitámenes, que mandaba un ejército compuesto de bactrianos y de escitas masagetas, cogido por sorpresa ordenó atacar de frente al enemigo, pero la maniobra tuvo éxito sólo a medias, porque los macedonios estaban ya encima de ellos con las lanzas abatidas. Cayeron a centenares al primer choque, traspasados de parte a parte, arrojados al suelo, machacados bajo las patas de los caballos. El centro fue arrollado y dispersado, las alas opusieron alguna resistencia y trataron de llevar a cabo una serie de maniobras de distracción, pero Crátero no mordió el anzuelo. Llamó de nuevo a sus hombres, les hizo volver a apiñarse y les lanzó nuevamente en un ataque frontal y masivo. En menos de una hora, las tropas supervivientes de Espitámenes fueron desbaratadas y aniquiladas. El sátrapa consiguió ponerse a salvo a duras penas juntamente con unos pocos cientos de escitas masagetas y encontrar escapatoria en el desierto.

Crátero volvió atrás para rendir los honores fúnebres a los soldados caídos, pero antes llamó a su presencia a Koinos.

—¿Sabes a quiénes hemos tenido delante?

—A los escitas.

—Masagetas. La tribu que hace trescientos años derrotó y dio muerte a Ciro el Grande. Difunde entre ellos el terror, haz que no se atrevan nunca ya a atacarnos... nunca más. ¿Me has entendido?

—Entendido —repuso Koinos, y luego añadió—: Mándame las balistas, todas las que tengas, y una unidad de agrianos.

Crátero asintió y volvió a llevar a sus hetairoi al campo de la matanza, adonde había llegado ya la infantería. Los soldados, tras depositar las armas, recogían a los caídos, recomponían los cuerpos mutilados, desgarrados, y con lágrimas en los ojos los llevaban a las márgenes del campo, donde otros talaban los árboles y erigían las piras funerarias.

Koinos esperó la llegada de las balistas, hizo decapitar por los agrianos todos los cadáveres de los escitas masagetas, luego se acercó al confín de su tierra, señalado por el torrente Artakoenes y vigilado por pequeños grupos de caballería enemiga que se mantenían a no gran distancia. Armó las balistas y disparó las cabezas cercenadas, a racimos, del otro lado, haciéndolas rodar hasta debajo mismo de las patas de los caballos. Luego volvió atrás para reunirse con el resto del ejército. Marcharon hacia Bactra y recibieron la sumisión de todas las aldeas que se habían adherido a la rebelión de Espitámenes.

Entretanto, el primer ejército que había hecho la campaña con Alejandro se había acuartelado hacia tiempo en Maracanda y de allí los oficiales persas reclutaban al mayor número de jóvenes posible, de Bactriana y de Sogdiana, en el ejército real, que ahora tenía muy poco en común ya con el que había partido de Pella siete años antes. De este modo, al enemigo le quedaban cada vez menos recursos humanos para alimentar la resistencia.

Seguía presente el hecho de que los éxitos de la expedición habían sido limitados, lo cual pesaba en el prestigio del rey, tanto más cuanto que no pocos de sus compañeros le habían disuadido de semejante estrategia. Alejandro trató entonces de hacer olvidar aquella situación dando fiestas y banquetes en los que quiso que participaran también los oficiales persas, y esto trajo nuevas tensiones entre los macedonios y entre sus propios amigos. Muchos sentían antipatía también por Hefestión, que parecía apreciar las costumbres persas no menos que el rey y que se ataviaba a menudo al modo oriental.

Vinieron muchas embajadas a negociar, entre ellas el jefe de una tribu escita que habitaba allende el Oxo; el rey mantuvo para todos el protocolo de las audiencias persas, con la «prosternación», y a menudo recibió a los huéspedes vistiendo el kandys y llevando incluso la tiara. Esto acentuó más aún el malhumor.

De Grecia y de Anatolia llegaron, además, atraídos por la fama de las gestas del rey y más todavía por los rumores que circulaban acerca de las riquezas inmensas de las que el ejército se había adueñado, filósofos, adivinos, rétores, poetas y actores, todos ellos con la esperanza de hacerse con algo de aquellas inmensas fortunas o cuando menos de hacerse conocer por el joven conquistador. Alejandro les recibía y les admitía en los banquetes, pareciéndole así que un pedazo de Grecía era trasplantado a aquellas lejanas regiones y también por su natural inclinación a escuchar conversaciones filosóficas o disputas de retórica. Pero toda esta gente no perseguía otro propósito que ganarse el favor del rey y por tanto le adulaban de todos los modos posibles, a menudo con sabias artes para que ello no fuera tan descaradamente evidente. Y también esto irritaba a los macedonios habituados a una relación de camaradas y casi campechana con su rey, aparte del tradicional rito del beso en la mejilla reservado sólo a los íntimos.

Un día llegó uno con una provisión de fruta seca para ofrecérsela al soberano, traída directamente de Grecia: higos, almendras, nueces. Alejandro la probó y le pareció tan buena que pensó en ofrecer una parte de ellas a Clito El Negro como señal de afecto después de numerosos choques incluso tempestuosos, debidos a la elección de su ceremonial y a su firme voluntad de dar entrada a los persas y a los asiáticos, no sólo en la corte sino también en el ejército.

El Negro, que no obstante su carácter irascible y más bien altanero era un hombre leal, estaba inmolando a los dioses algunas ovejas cuando llegó el enviado con la convocatoria del rey. Dejó a medias el sacrificio y le siguió, sin advertir que un par de ovejas habían echado a andar tras él.

Cuando llegó al patio del palacio con aquel séquito, Alejandro se echó a reír.

—¡Negro! —exclamó—. ¿Acaso te has hecho pastor?

Pero cuando supo que eran los animales destinados al sacrificio que habían seguido a su general quedó afectado. Le regaló la fruta y, apenas Clito se hubo ido, llamó a Aristandro y le contó el incidente. El vidente se puso sombrío.

—No es buena señal —respondió—. Trae mala suerte.

Esa misma noche, acaso influido por las palabras que había oído de su adivino, soñó que veía a Clito, vestido de negro de la cabeza a los pies, estaba sentado al lado de los tres hijos de Parmenión que habían muerto. Se despertó angustiado y no se atrevió a contarle el sueño a Aristandro. Prefirió dar una fiesta aquella misma noche para ahuyentar la pesada sensación de angustia que le había dominado. A pesar de los frecuentes choques, sentía un afecto profundo por Clito, cuya hermana le había amamantado de niño: esto, en la tradición macedonia, creaba un vínculo fuerte, casi de parentesco.

Aquella noche fue nombrado maestro del festín Pérdicas, quien decretó inmediatamente que debía haber dos cráteras, una para los macedonios con vino puro y otra para los griegos con una parte de vino y cuatro de agua. Esta decisión originó por supuesto descontento, y también un cierto malhumor en Alejandro, porque no habían sido mencionados los huéspedes persas.

Entre los griegos, aparte de Calístenes, había un filósofo sofista de nombre Anaxarco, llegado hacía poco, presuntuoso y arrogante pero muy hábil, el cual había traído en su séquito a un par de poetas que se habían puesto enseguida a beber y a atiborrarse. La fiesta había seguido con bromas, frases ingeniosas y mordaces, historias desenfadadas y con la contribución de algunas hetairas no menos audaces que los hombres. Todos se habían puesto a beber en exceso, y sobre todo los macedonios, incluido el rey, estaban, mediada ya la velada, más bien achispados.

En ese punto, uno de los poetas del séquito del filósofo, un tal Pránikos, exclamó:

—¡He compuesto un pequeño poema épico! ¿Alguien quiere oírlo?

Alejandro soltó la carcajada.

—¿Por qué no?

Animado por la aprobación del soberano, el poeta comenzó a declamar su obra maestra provocando las risotadas de sus amigos. Pero los macedonios, no bien repararon en el tema, aunque ebrios enmudecieron de repente estupefactos, no dando crédito a lo que oían: aquel poetastro estaba declamando una especie de estúpida sátira sobre sus comandantes de la guarnición de Bactra caídos en la emboscada de Espitámenes durante la campaña de primavera, haciendo burla sobre todo de su avanzada edad.

Cantos de guerras graznaban los dos vejetes

incapaces ya de enderezar el asta,

embestir pretendían, con lanza en ristre,

por más que pelada tuvieran ya la cabeza.

El Negro se puso en pie y le arrojó su copa de vino a la cara vociferando:

—¡Calla esa boca, griego asqueroso, so mierda!

Alejandro, casi ebrio y medio desnudo entre dos hetairas que le solazaban, no habiendo comprendido nada pero habiendo visto lo que había hecho El Negro a su huésped griego, gritó:

—¡Cómo te permites! ¡Pídele excusas ahora mismo y déjale que siga! A mí me gusta la poesía.

Clito, ya alterado por lo efluvios del vino, al oír aquellas palabras se salió de sus casillas:

—¡Pequeño, presuntuoso, arrogante fantoche! ¿Cómo puedes permitir a este mierda de griego pedorrearse sobre dos oficiales valerosos que dieron su sangre en el campo de batalla?

—¿Qué has dicho? —gritó Alejandro dándose cuenta de la sangrante ofensa.

—¡He dicho lo que he dicho! Pero ¿quién te crees que eres? ¿De veras crees que eres el hijo de Zeus Amón? ¿Te crees las patrañas que hace circular esa exaltada de tu madre sobre tu nacimiento divino y todas las demás mandangas? ¡Pero mírate! ¡Mira cómo vas peinado, vestido como una mujer, con todos esos bordados y esos encajes!

Y señalaba las ropas persas que el rey llevaba puesta hasta que las muchachas habían comenzado a desnudarle.

Alejandro se levantó pálido de ira y ordenó furibundo a su ayudante:

—¡Toca a llamada para los portadores de escudo! ¡Toca, te he dicho!

Era un gesto extremo al que los reyes macedonios recurrían cuando su persona se veía directamente amenazada, y la irrupción de los «portadores de escudo» habría significado la muerte inmediata del culpable, de modo que el hombre dudó desconcertado. Alejandro le asestó un puñetazo en el rostro, lo mandó cuan largo era por los suelos y llamó a voz en grito:

—¡Portadores de escudo, a mí!

—Sí —gritó fuera de sí Clito—. ¡Llámalos! ¡Llámalos, adelante! ¿Sabes la verdad? ¡No eres nada sin nosotros, nada! ¡Somos nosotros quienes hemos vencido, quienes hemos combatido, quienes hemos conquistado. ¡No eres ni la sombra de lo que era tu padre Filipo!

Tolomeo, espantado por el cariz que tomaba la disputa, le agarró por detrás de los hombros y trató de llevarle fuera.

—¡Negro, basta ya, estás borracho, no ofendas al rey! ¡Vamos, vamos!

También Pérdicas le echó una mano y casi habían conseguido llevarle fuera, pero Clito logró liberar una de sus manos y agitándola en alto gritó:

—¡Eh, hijo de Zeus! ¿Ves esta mano? ¿La ves? Pues es ésta la que te salvó el pellejo en el Gránico, ¿lo has olvidado?

Dio un tirón más fuerte y se liberó volviendo hacia atrás, mientras seguía gritando e insultando.

Alejandro cogió de la mesa una manzana y se la tiró a la cara para hacerle retroceder, pero él la esquivó y siguió adelante mofándose de él. Cegado por la ira, ultrajado por la desobediencia de su ayudante, ridiculizado delante de sus huéspedes, el rey perdió la cabeza: cogió la sarisa de uno de los pezetairoi que estaban a sus espaldas y la arrojó contra Clito, pero en el mismo instante tuvo la seguridad de que él la evitaría, que todo acabaría en un simple susto, en una lección... Un instante interminable, largo como una vida, en el que la mano que había arrojado el arma, tendida aún hacia adelante, habría querido asirla de nuevo para que no alcanzase su blanco, pero el Negro la evitaría con un gesto fulminante. En cambio, no fue así: el Negro era sostenido en aquel instante de nuevo por Tolomeo que quería salvarle de la ira del rey y arrastrarle fuera. Fue cogido de lleno y traspasado de parte a parte.

Alejandro gritó:

—¡Nooo! ¡Negro, no! ¡Nooo!

Y corrió hacia él, que vomitaba sangre sobre el pavimento. Le extrajo de forma fulminante la lanza del cuerpo, apoyó el asta contra la pared y se arrojó sobre la punta para traspasarse del mismo modo. Le aferraron justo a tiempo Seleuco y Tolomeo, mientras él se desprendía como un poseso gritando a lágrima viva:

—¡Dejadme!, ¡dejadme! ¡No merezco vivir!

Leonato se precipitó para echar una mano a sus amigos, pero Alejandro, liberada una mano, había aferrado su espada y trataba de quitarse la vida. Le desarmaron y le llevaron fuera a la fuerza.

Eumenes no había podido hacer nada porque estaba sentado lejos, en el otro lado de la sala, cerca de Calístenes, y ahora miraba petrificado la escena mientras la sala, que unos momentos antes resonaba con la orgía de vino y de sangre, había caído en un silencio absurdo, irreal. Los pajes firmes contra la pared con sus uniformes de gala se miraban unos a otros, pálidos y espantados. Calístenes se volvió hacia ellos y citó una sentencia de Aristóteles:

—Quien comete un crimen en estado de embriaguez es doblemente condenable; porque se ha embriagado y porque ha cometido un crimen.

Eumenes le miró de hito en hito, sacudiendo la cabeza incrédulo.

—Pero ¿qué clase de hombre eres? —le preguntó.

Uno de los pajes, sin embargo, un muchacho de nombre Hermolao, le miró lleno de admiración.

Durante tres días y cuatro noches, Alejandro lloró desesperadamente invocando el nombre del amigo muerto, rechazó la comida y el agua y quedó reducido a un fantasma de sí mismo.

Por último los compañeros, preocupados porque perdiese la cordura y luego la vida, le pidieron a Aristandro que interviniera. El vidente entró y le habló largamente recordando el sueño que había tenido y el infausto presagio de las ovejas que habían abandonado el altar del sacrificio: un acontecimiento ya escrito por el hado. Ineluctable. Finalmente logró devolverle a la vida, pero desde entonces el espectro de Clito El Negro afligió su existencia con el dolor y el remordimiento para el resto de sus días y de sus noches. Alejandro empezó a beber aún más sin moderación y los pajes a los que, por una antigua tradición, correspondía el honor de vigilar por turno el sueño del rey concibieron desprecio por él, viéndole muchas veces entrar beodo, ser llevado al dormitorio incapaz de sostenerse de pie y luego caer en un pesado sueño, roncando y eructando como un bruto.

Sólo Leptina seguía sirviéndole amorosamente, como siempre, sin preguntarle nada, rezando en silencio a sus dioses para que le devolvieran la serenidad.

A comienzos del otoño, los dos cuerpos de ejército se reunieron en Maracanda y Crátero quedó afectado por la noticia de aquel drama espantoso; para evitar el embarazo de encontrar al rey, se volvió a poner en marcha hacia el desierto para dar una última y durísima lección a las tribus masagetas incorporadas a la revuelta de Espitámenes. Pero éstos, se dieron cuenta de que el sátrapa no tenía ninguna esperanza de sublevar Bactriana y Sogdiana contra Alejandro; estaban aterrorizados por cuanto había sucedido en el río Artakoenes y habían tenido noticia también por su jefe Dravas de que el rey llegado de poniente era un semidios invencible que podía aparecer de improviso en cualquier lugar con devastadora violencia. Reunieron un consejo de jefes y tomaron la resolución de que se debían establecer buenas relaciones con el nuevo dominador para no provocar su cólera. Capturaron a Espitámenes a traición, sorprendiéndole mientras dormía, le decapitaron y entregaron su cabeza a Crátero para demostrar su buena disposición.

A la llegada de los primeros fríos, los dos cuerpos de ejército macedonio, reunidos de nuevo en Maracanda, se pusieron en marcha hacia Bactra para pasar allí el invierno.