Alejandro convocó al Consejo en su tienda antes de la salida del sol. Había dormido poquísimo, pero parecía lúcido y en perfectas condiciones físicas.
Expuso su plan en pocas palabras:
—Amigos, el ejército persa es superior con mucho a nosotros en cuanto a número y por tanto hemos de alejarnos de aquí, puesto que estamos demasiado expuestos. Tenemos a nuestras espaldas una llanura bastante amplia y delante las montañas. Darío nos aplastaría después de habernos cercado por completo. Hemos, por tanto, de volver atrás y enfrentarnos a él en un lugar estrecho donde no pueda desplegar su superioridad.
»Darío no se espera que volvamos atrás y, por tanto, le cogeremos por sorpresa. ¿Recordáis el punto en que el río Pinaros desemboca en el mar? Bueno, pues ése sería el lugar adecuado. Los oficiales de marcha me dicen que allí el espacio entre las colinas y el mar es a lo sumo de diez o doce estadios, pero el terreno libre de obstáculos no es más ancho de tres estadios y, por tanto, a nosotros nos va bien. La formación será la más segura. En el centro los batallones de la falange de los pezetairoi y los aliados griegos; a la derecha, del lado de la colinas, estaré yo con La Punta a la cabeza de los escuadrones de la caballería de los hetairoi; en el ala izquierda, el general Parmenión nos cubrirá del lado del mar con el resto de la infantería pesada y la caballería de los tesalios. Los tracios y los agrianos estarán conmigo en segunda línea como reserva.
»La falange atacará de frente y la caballería por los flancos, como en Queronea, como en el Gránico.
»Esto es cuanto tenía que deciros. ¡Que los dioses nos sean propicios! Ahora reunid al ejército y formadlo en orden de batalla para que yo le pase revista.
Era aún noche cerrada cuando el rey, revestido con la armadura de combate, el pecho cubierto con una coraza de hierro con guarniciones de plata y una gorgona de bronce repujada sobre el corazón, arengó a sus tropas montando a Bucéfalo. A derecha e izquierda estaba flanqueado por los guardias personales y sus compañeros: Hefestión, Lisímaco, Seleuco, Leonato, Pérdicas, Tolomeo y Crátero, todos ellos cubiertos de hierro y de bronce de la cabeza a los pies, los yelmos adornados de altas cimeras que ondeaban al viento frío de la mañana otoñal.
—¡Soldados! —gritó—. Por primera vez, desde que pusimos pie en Asia, tenemos delante al ejército persa al mando del Gran Rey en persona. Nos ha sorprendido por la espalda y su ejército corta nuestra retaguardia. Sin duda piensa avanzar a lo largo de la costa y aplastarnos contra estas montañas, confiando en su superioridad numérica. Pero nosotros no nos quedaremos esperándole, nosotros iremos a su encuentro, le sorprenderemos en un lugar estrecho y le derrotaremos. ¡No tenemos alternativa, soldados! Sólo nos sirve la victoria, pues de lo contrario seremos aniquilados. ¡Recordad! El Gran Rey está siempre en el centro de su formación. Si conseguimos darle muerte o hacerle prisionero, habremos ganado la guerra y conquistado todo su imperio en un sólo instante. ¡Y ahora quiero oír vuestra voz, soldados! ¡Haced que oiga el fragor de vuestras armas!
El ejército respondió con un bramido, luego todos los oficiales y soldados desenvainaron sus espadas y comenzaron a golpear rítmicamente contra los escudos inundando la llanura de un estruendo ensordecedor. Alejandro alzó la lanza y espoleó a Bucéfalo, que avanzó con paso majestuoso, flanqueado por los demás jinetes embutidos en sus armaduras. Detrás de ellos resonó muy pronto el pesado y cadencioso paso de la falange y el ruido de miles de cascos.
Avanzaron hacia el norte durante unas horas sin que sucediera nada especial, pero a media mañana un grupo de exploradores que había ido en avanzadilla regresaron a galope tendido.
—¡Rey! —gritó su comandante con expresión horrorizada—. Los bárbaros nos han devuelto a nuestros hombres que habíamos dejado en Issos.
Alejandro le miró sin comprender.
—Los han mutilado a todos, señor, les han cortado las manos. Muchos de ellos han muerto desangrados, otros se arrastran penosamente por el camino lanzando gritos y lamentos de dolor. Es espantoso.
El soberano cabalgó hasta encontrarse delante de sus soldados torturados con saña. Al verlo, ellos le tendieron sus brazos sangrientos, muñones envueltos lo mejor posible en asquerosos jirones.
El rostro del rey se desfiguró en una mueca de horror; luego saltó del caballo y, gritando y llorando como fuera de sí, comenzó a abrazarlos uno por uno.
Un veterano se arrastró hasta sus pies para decirle algo, pero le fallaron las fuerzas y cayó moribundo en el barrizal.
Alejandro se puso a vociferar:
—¡Llamad a Filipo, llamad a los médicos, rápido! ¡Rápido! Que atiendan a estos hombres. —Luego, vuelto hacia las tropas, agregó—: ¡Ved lo que les han hecho a vuestros compañeros! Ahora sabéis qué os espera si somos derrotados. ¡Ninguno de nosotros conocerá la paz hasta que haya sido vengado este cruel suplicio!
Filipo preparó el socorro para los heridos, les hizo poner en carros que debían de llevarles al campamento y acto seguido se reunió nuevamente con el ejército, sabiendo positivamente que antes de la puesta del sol se requerirían sus servicios.
El ejército de Darío fue avistado hacia mediodía, desplegado en un vasto frente en la orilla septentrional del río Pinaros. Era un espectáculo impresionante: por lo menos doscientos mil guerreros formados en línea de combate, dispuestos en varias filas y precedidos por carros de guerra armados de hoces que sobresalían amenazantes de los cubos de las ruedas. En los flancos iban los jinetes medos, ciseos, sacas, hircanios; en el centro, detrás de los carros, se encontraba la infantería de los Inmortales, la guardia de Darío, con las aljabas de plata, las lanzas de punta dorada y los largos arcos de doble curvatura en bandolera.
—¡Dioses del Olimpo, pero cuántos son! —exclamó Lisímaco.
Alejandro no dijo nada, miraba fijamente el centro de la formación enemiga tratando de descubrir el carro del Gran Rey. Le devolvió a la realidad Tolomeo.
—¡Mira! ¡Los persas giran hacia la derecha!
El rey se volvió hacia las colinas y vio que un escuadrón de caballería se lanzaba hacia las alturas en una maniobra envolvente.
—No podemos hacerles frente a esa distancia. Mandad a los tracios y a los agrianos a detenerles. No deben pasar a ninguna costa. ¡Dad la señal, estamos a punto de atacar!
Tolomeo se lanzó al galope hacia el contingente de los tracios y de los agrianos y les expidió hacia las colinas, Hefestión hizo una señal a los trompeteros y éstos hicieron sonar las trompas. Otros toques respondieron desde el ala izquierda y el ejército se puso en movimiento, infantería y caballería, al paso.
—¡Y mirad allí! —observó Hefestión—. ¡La infantería pesada griega! Los han formado en el centro.
—Y allí —intervino Pérdicas— están clavando unos palos puntiagudos en el terreno.
—Y el río está en crecida —añadió Lisímaco—. Con la lluvia de esta noche...
Alejandro permanecía en silencio y miraba fijamente a los agrianos y a los tracios que habían obligado a los persas a entablar combate y les estaban repeliendo. Ahora faltaba ya poco para llegar a la orilla del Pinaros. El río no era profundo, pero bajaba crecido de un agua turbia entre dos orillas fangosas. El rey levantó de nuevo la mano y las trompas dieron la señal de ataque.
La falange abatió las sarisas y cargó, la caballería tesalia por la izquierda se lanzó al galope y Alejandro espoleó a Bucéfalo al mando de sus pezetairoi. Se extendió lo más que pudo hacia la derecha, empujó el caballo al río por donde era más angosto seguido por el entero escuadrón antes de que los persas consiguieran impedírselo, luego llevó a cabo una conversión y se arrojó con la lanza empuñada sobre el flanco de la formación enemiga.
En el mismo instante la falange entró en el Pinaros y comenzó a remontar la orilla derecha, pero se encontró de frente a la infantería griega mercenaria en orden completamente compacto. El terreno accidentado y resbaladizo, la presencia de rocas en el arenal y en la orilla hicieron disgregarse la formación macedonia y los griegos se arrojaron por las fisuras dejadas entablando combate con los pezetairoi en un furibundo cuerpo a cuerpo.
Crátero, que luchaba a pie a la derecha de la falange, vio el peligro mortal e hizo sonar las trompas para llamar de refuerzo a los «portadores de escudo» y llenar así las brechas. Muchos de los pezetairoi, en efecto, se habían visto obligados a abandonar sus sarisas y a desenvainar las espadas cortas a fin de defenderse del asalto furioso de los mercenarios griegos, pero estaban en serios apuros.
En la izquierda, entretanto, Parmenión había lanzado a sus jinetes tesalios contra el ala derecha persa a oleadas, escuadrón tras escuadrón. Cada oleada lanzaba una nube de jabalinas y luego se replegaba, mientras la segunda y tercera oleada se arrojaban hacia delante a breves intervalos. Los hircanios y los sacas reaccionaron a su vez con cargas llenas de rabia, cubiertos por nutridos lanzamientos de flechas de los arqueros ciseos; también un escuadrón de carros se vio mezclado en la lid, pero el accidentado terreno no era favorable: muchos volcaron y los caballos huyeron aterrados y arrastraron detrás de sí a los aurigas atados por las muñecas a las bridas, haciéndolos pedazos contra las rocas.
La batalla se recrudeció durante horas y horas, con los persas que lanzaban hacia adelante tropas cada vez frescas de sus inagotables reservas. En un determinado momento, un grupo de «portadores de escudo» guiado por Crátero consiguió infiltrarse por la espalda de la infantería griega mercenaria, aislándola de la formación persa y rompiendo su formación compacta.
Exhaustos por el largo esfuerzo, oprimidos por el peso de sus macizas armaduras, atrapados entre dos líneas de enemigos, los infantes mercenarios comenzaron a ceder y a dispersarse y fueron eliminados por la caballería tesalia. Entonces los «portadores de escudo» tomaron por los lados, la falange recuperó su formación compacta, abatió las sarisas y avanzó hacia el vasto frente de los diez mil Inmortales de Darío que avanzaban con paso pesado, escudo contra escudo, con las lanzas apuntadas. Sonó aguda una trompa de la retaguardia y se oyó un trueno dominar aquel infierno de gritos, de relinchos, de fragor de armas que entrechocaban: ¡era el trueno de Queronea!
El gigantesco tambor transportado a piezas había sido vuelto a montar y había alcanzado, tirado por ocho caballos, la línea de combate para unir su potente voz a los gritos de los guerreros.
Los pezetairoi gritaron:
Alalalài!
y se arrojaron hacia delante casi a la carrera, sin preocuparse del esfuerzo ni del dolor de sus heridas. Sucios de barro y de sangre hasta el pecho, aparecían como furias infernales desencadenadas, pero los Inmortales del Gran Rey no se espantaron y atacaron a su vez con energía aún intacta. Ambas formaciones fluctuaron en el espantoso choque y el frente avanzó y retrocedió varias veces bajo el empuje alterno de unas cargas furibundas.
En el ala derecha Alejandro, siempre en primera línea, precedido por su abanderado, que empuñaba el estandarte rojo con la estrella argéada de dieciséis puntas, lanzaba ataque tras ataque, pero los escuadrones de jinetes árabes y asirios contraatacaban cada vez con denodado valor, apoyados por los continuos y nutridos lanzamientos de flechas de los arqueros medos y armenios. Cuando el sol comenzaba ya a declinar hacia el mar, los tracios y los agrianos dieron finalmente buena cuenta de la caballería persa a la que habían presentado batalla, se reunieron y fueron en apoyo de las secciones de infantería enzarzadas en un áspero cuerpo a cuerpo. Su inesperada llegada infundió renovado vigor a los pezetairoi agotados por la interminable batalla y Alejandro repitió la carga de La Punta lanzado un aullido salvaje y espoleando a Bucéfalo. El generoso animal advirtió el ardor de su jinete, se encabritó con un relincho y acto seguido se arrojó hacia delante apoyándose en sus poderosos corvejones, hendiendo la aglomeración de los enemigos con imparable potencia.
El carro de guerra de Darío estaba ya visible a menos de cien pies de distancia, lo cual multiplicó enormemente las energías de Alejandro, que se abrió paso abatiendo uno tras otro, a mandobles, a cuantos trataban de detenerle.
De pronto, casi alucinado por el esfuerzo, el soberano macedonio se encontró frente a su adversario y, por un instante, los dos reyes se miraron a los ojos. En aquel momento, sin embargo, Alejandro sintió un dolor lancinante en un muslo y vio que una flecha se le había clavado de costado por encima de la rodilla. Apretó los dientes y se la arrancó reprimiendo el dolor desgarrador, pero cuando levantó la mirada Darío no estaba ya: su auriga había hecho volver grupas a sus caballos y los azotaba salvajemente incitándoles en dirección a la colina, por el sendero que conducía hacia las Puertas Ammaníes.
Pérdicas, Tolomeo y Leonato rodearon al rey herido e hicieron el vacío en torno a él, mientras Alejandro gritaba:
—¡Darío huye! ¡Perseguidle! ¡Perseguidle!
Abrumados por el ataque concéntrico de los escuadrones adversarios, los persas comenzaron a vacilar y a dispersarse. Tan sólo los Inmortales permanecieron en sus puestos, se cerraron en cuadro y continuaron rechazando los ataques enemigos replicando golpe contra golpe.
Alejandro desgarró un trozo de su manto, se vendó con él el muslo y a continuación se lanzó de nuevo en su persecución. Un jinete de la guardia real se paró delante de él con el sable desenvainado, pero él se desprendió de la trabilla el hacha de doble filo y asestó un gran golpe quebrando en dos la espada de su adversario, que quedó aturdido y desarmado. El rey levantó de nuevo el arma para acabar con él, pero en aquel instante, por un extraño juego de luces del moribundo sol, le reconoció.
Reconoció el rostro moreno y la barba de ala de cuervo de un arquero gigantesco que había abatido desde cien pasos, de un sólo flechazo, a la leona que se había abalanzado sobre él muchos años antes. Un día lejano, un día de caza y de fiesta en la llanura florida del Eordea.
También el persa le reconoció y se quedó mudo al verle, como si le hubiera golpeado un rayo.
—¡Que nadie toque a este hombre! —gritó Alejandro, y se lanzó al galope detrás de sus compañeros.
La persecución de Darío se prolongó durante horas. La cuadriga real a veces aparecía en lontananza para luego desaparecer de nuevo por escondidos senderos entre la tupida vegetación que cubría las cimas de las colinas. De repente, detrás de un recodo del camino, Alejandro y sus amigos se toparon de frente, con el carro abandonado del Gran Rey, con las vestiduras reales colgando de un borde, la aljaba de oro, la lanza y el arco.
—Es inútil proseguir —observó Tolomeo—. Ahora está oscuro y Darío huye con un caballo de refresco, no le cogeríamos nunca. Y tú estás herido —añadió mirando el muslo ensangrentado de Alejandro—. Volvamos, pues los dioses nos han concedido ya mucho en este día.