55

Nearco señaló un rebullir amanazante de aguas a proa, a quizá unos diez estadios de distancia.

—Tenemos que abordar inmediatamente —dijo— y a continuación explorar el tramo de orilla antes de aventurarnos con la flota.

Mandó izar al punto la bandera de alarma y ordenó a los timoneles que viraran hacia la orilla. El jefe de la chusma gritó:

—¡Remos a estribor, fuera!

Y los remeros del costado derecho levantaron los remos del agua mientras que los del izquierdo seguían bogando impulsando la nave en un amplio viraje hacia la orilla derecha del río. Al ver las señales y la maniobra de la nave capitana, todas las restantes embarcaciones emprendieron la misma maniobra, abordando y echando las anclas. Pero mientras las tripulaciones estaba ocupadas en el amarre, se oyó un fortísimo grito y desde las colinas que dominaban el río desde el lado de levante aparecieron miles de guerreros que se lanzaron al asalto a todo correr.

Alejandro hizo sonar las trompas y los «portadores de escudo» y los exploradores saltaron al agua armados, corriendo hacia delante para encargarse de los enemigos ya muy próximos.

—¿Quienes son? —preguntó el rey.

—Malios —repuso Nearco—. Estamos cerca de la confluencia con el Indo. Son guerreros feroces, irreductibles.

—¡Mis armas! —ordenó Alejandro.

Los ayudantes acudieron trayendo la coraza, las grebas, el yelmo crestado.

—¡No vayas, Aléxandre! —le imploró Roxana echándole los brazos al cuello.

—Soy el rey. Debo ser el primero. —Le dio un beso apresurado y vociferó a sus hombres—: ¡Adelante conmigo!

Un instante después embrazó el escudo y se arrojó al agua apresurándose hacia la orilla.

Entretanto también desde las otras naves desembarcaban los guerreros a miles, entre toques de trompas y órdenes gritadas en todas las lenguas del gran ejército.

Apenas Alejandro estuvo en tierra, acudieron los batallones de la infantería pesada mientras, más arriba, comenzaban a desembarcar los caballos para formar los primeros escuadrones de caballería.

Los enemigos, tras el éxito del impacto inicial, comenzaron a retroceder bajo el empuje de las tropas macedonias que se iban reforzando y atacaban en formación compacta. Los malios, en vista de la imposibilidad de rechazarlos, comenzaron a retirarse ordenadamente presentando en todo momento una fuerte resistencia hasta que, remontando de espaldas la ladera de las colinas, contaron con la ventaja de la posición y contraatacaron con renovada energía. El frente fluctuó largamente según que prevalecieran los malios o los macedonios. Pero ya muy avanzada la mañana fueron desembarcados bastantes caballos de las naves para formar dos escuadrones completos que atacaron por los flancos a los enemigos. También Alejandro en aquel punto montó a caballo y mandó la carga, pero, en ese mismo instante, apareció una larga línea de jinetes enemigos sobre las colinas de enfrente y se precipitaron hacia abajo contra los escuadrones del rey.

La refriega se encendió de nuevo con gran dureza hasta mediodía, cuando finalmente los macedonios se impusieron y repelieron a los malios más allá de la línea de las colinas. De ahí Alejandro pudo dominar con la mirada cinco ciudades, entre ellas una que destacaba por sus macizas fortificaciones de adobe.

Entonces dividió a su ejército en cinco columnas, cada una de las cuales fue lanzada hacia una de las ciudades. La quinta y más numerosa la mandó él mismo, convocando a Pérdicas, Tolomeo y Leonato para atacar la capital. Pero cuando se disponía a ordenar el asalto, Leonato le gritó:

—¡Alejandro, mira! Peritas se ha escapado de la nave.

El moloso corría, en efecto, como loco colina arriba para alcanzar a su amo.

—¡Por Zeus! —maldijo el rey—. Haré azotar al sirviente que le ha dejado escapar si le sucede algo. ¡Peritas, ven! Vuelve con Roxana. ¡Ven!

El perro pareció obedecer por un momento, pero tan pronto como Alejandro se hubo alejado al galope a la cabeza de sus hombres volvió a correr, detrás de él.

Mediada la tarde, la columna mandada por el rey estaba ya casi bajo las murallas y los malios, a quienes pisaban ya los talones, buscaban refugio dentro del recinto amurallado penetrando por las tres puertas que permanecían aún abiertas para acogerles.

Alejandro, llevado por el entusiasmo de la persecución, habiendo visto un lienzo de muralla que estaba en parte desmoronado por la erosión de las lluvias o por falta de mantenimiento, había saltado a tierra y corría por aquella especie de rampa para tomar la ciudad al primer asalto. Llegó a lo alto sin advertir que estaba solo. Reparó en ello sin embargo Leonato, que se lanzó tras él gritando:

—¡Alejandro, no! ¡Deténte! ¡Espera!

Pero el rey, en medio del fragor de la batalla y de la confusión de los gritos, no le oyó y se arrojó al otro lado.

Leonato le siguió rampa arriba con sus hombres para socorrerle, pero algunos de los enemigos, visto lo sucedido, se precipitaron hacia aquel lado y formaron una barrera para permitir que sus compañeros, intramuros, mataran al rey.

Alejandro, entretanto, dándose cuenta de que estaba solo y rodeado, había retrocedido con la espalda contra una enorme higuera y se defendía desesperadamente, atacado por una nube de adversarios. Leonato se abría paso a hachazos arrojando a los enemigos rampa abajo y gritando:

—¡Alejandro, resiste! ¡Resiste, que llegamos!

Pero la angustia le reconcomía el corazón pensando que el rey podía verse superado en cualquier momento. En aquel instante oyó un ladrido a sus espaldas y se acordó del perro. Gritó a voz en cuello, sin siquiera darse la vuelta:

—¡Peritas! ¡Vamos, Peritas! ¡Vamos! ¡Corre con Alejandro!

El moloso voló rampa arriba como una furia y llegó a lo alto en el momento que su amo, golpeado de lleno por una jabalina, se desmoronaba defendiéndose con las últimas energías, cubriéndose con el escudo. Fue cuestión de un momento: Peritas saltó desde lo alto del muro, se abatió como un rayo en medio de los enemigos y les hizo echarse atrás; mordió de forma fulminante a uno en la mano triturándosela con un seco crujir de huesos, degolló a un segundo arrancándole el esófago, desgarró el vientre de un tercero sacándole las tripas. El magnífico animal se batía como si fuera un verdadero león, gruñendo, mostrando las patas ensangrentas, los ojos llameantes como los de una fiera.

Alejandro aprovechó la oportunidad para arrastrarse hacia atrás mientras Leonato, llegado finalmente a lo alto con los suyos, se arrojaba abajo gritando como un poseso, se precipitaba hacia adelante blandiendo el hacha, abriéndose paso hasta el rey. En ese momento se volvió haciendo frente a los enemigos que seguían atacando: partió en dos al primero que se le acercó, de la cabeza a la ingle, y los demás, aterrorizados por aquella espantosa potencia, retrocedieron. En pocos instantes, cientos de exploradores y de «portadores de escudo» macedonios irrumpieron en el interior e invadieron la ciudad, que se llenó de gritos desesperados, de alaridos feroces, del entrechocar de las armas en la furibunda refriega.

Leonato se arrodilló al lado del rey y le desató la coraza, pero en aquel momento Alejandro desvió la mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas y de desesperación:

—¡Peritas, no! ¿Qué te han hecho, Peritas?

El moloso, cubierto de sangre y sudor, se arrastraba penosamente hacia él gañendo, con una jabalina clavada en el costado.

—Haced venir a Filipo —gritaba Leonato—. ¡El rey está herido, el rey está herido!

Peritas consiguió llegar hasta la mano de su amo y lamerla una última vez; luego se desplomó sin vida.

—¡Peritas, no! —gemía Alejandro entre sollozos, estrechando contra sí a su amigo caído por salvarle la vida.

Llegó Pérdicas cubierto de sangre, extenuado.

—Filipo no está. En la confusión del ataque, nadie ha pensado en proporcionarle un caballo.

—¿Qué hacemos? —preguntó jadeante Leonato con la voz quebrada.

—No podemos transportarle así. Hay que extraer el hierro. Aguántale, sufrirá un dolor espantoso.

Leonato le sujetó los brazos a Alejandro tras la espalda y Pérdicas le arrancó el quitón poniendo al desnudo la herida; luego, apoyándose con una mano en el pecho del rey, trató con la otra de arrancar el dardo, pero el hierro estaba incrustado entre la clavícula y la caja torácica y no se dejaba extraer.

—Tengo que hacer palanca con la punta de la espada —dijo—. ¡Grita, Alejandro, grita lo más fuerte que puedas, no tengo nada con que aliviarte el dolor!

Sacó la espada y la ensartó en la herida. Alejandro aullaba, desgarrado por las lancinantes punzadas. Pérdicas buscó con la punta la caja torácica y la empujó hacia atrás con fuerza mientras tiraba con la otra del asta de la jabalina que salió de golpe, liberando un gran chorro de sangre. Con un último grito, el rey se desplomó desvanecido.

—¡Busca un tizón, Leonato, rápido! Tenemos que cauterizarle la herida o morirá desangrado.

Leonato se fue corriendo y volvió poco después con un pedazo de viga que había cogido de una casa en llamas y lo aplicó contra la herida. Se sentía un olor nauseabundo a carne quemada, pero la pérdida de sangre se detuvo. Entretanto, los hombres de Pérdicas habían construido unas parihuelas y, tras colocar en ellas al rey, le llevaron fuera a través de la puerta de la ciudad.

—Lleváoslo también a él —dijo Leonato señalando, con los ojos rojos de llanto y de fatiga, el cuerpo inerte de Peritas—. Él es el héroe de esta batalla.