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El río discurría rápido, crecido a consecuencia del deshielo de las nieves en los montes Pónticos, y un ligero viento, de poniente, agitaba las copas de los álamos que crecían a lo largo de las orillas. Unas orillas escarpadas, arcillosas, empapadas por las recientes lluvias.

Alejandro, Hefestión, Seleuco y Pérdicas estaban apostados en una pequeña elevación desde la cual podían ver tanto el curso del Gránico como un trecho de territorio allende la orilla oriental.

—¿Qué os parece? —preguntó el rey.

—La arcilla de las orillas está empapada —observó Seleuco—. Si los bárbaros cierran filas a lo largo del río, nos cubrirán de dardos y jabalinas, nos diezmarán antes de que hayamos alcanzado la orilla opuesta y, una vez allí, nuestros caballos se hundirán hasta los corvejones en el fango, muchos de ellos no podrán avanzar y estaremos de nuevo a merced de los enemigos.

—No es una situación fácil —comentó Pérdicas lacónico.

—Es pronto para preocuparse. Esperemos a que regresen los exploradores.

Permanecieron en silencio un rato; el borboteo de las aguas era dominado tan sólo por el croar monótono de las ranas en las cercanas charcas y por el sonido de los grillos que comenzaba a dejarse sentir en la noche serena. En determinado momento, se oyó un reclamo, como el canto de un búho.

—Son ellos —dijo Hefestión.

Advirtieron un ruido de arcilla pisoteada y luego el borbollar del río en torno de dos siluetas oscuras que cruzaban el vado: eran dos exploradores del batallón de «portadores de escudo».

—¿Qué noticias hay? —preguntó Alejandro con impaciencia.

Los dos tenían un aspecto horrible, completamente cubiertos de fango rojo de la cabeza a los pies.

—Rey —anunció el primero—, los bárbaros están a tres o cuatro estadios del Gránico, en una loma que domina la explanada hasta el río. Tienen una doble línea de centinelas y cuatro escuadras de arqueros que patrullan la zona entre el campamento y la orilla del río. Además, alrededor, en los cuerpos de guardia, hay fogatas encendidas y los centinelas proyectan en torno la luz de los fuegos con la concavidad de los escudos bruñidos.

—Bien —dijo Alejandro—. Volved atrás y permaneced en la otra orilla. Al menor movimiento o señal en el campamento enemigo, corred por ese lado y dad la alarma al piquete de caballería que hay detrás de aquellos álamos. Yo lo sabré en pocos instantes y podré moverme como considere más oportuno. Ahora podéis iros, y procurad que no os descubran.

Los dos volvieron a bajar al lecho del río y lo atravesaron de nuevo con el agua hasta la cintura. Alejandro y los compañeros se acercaron a los caballos para regresar al campamento.

—¿Y si nos los encontramos mañana en la orilla del Gránico? —preguntó Pérdicas tomando a su caballo negro por el ronzal.

Alejandro se pasó rápidamente una mano por los cabellos, como hacía siempre que tenía la cabeza llena de pensamientos.

—En ese caso tendrán que formar la infantería cerca del río. ¿Qué sentido tiene emplear la caballería para mantener una posición fija?

—Es cierto —asintió Pérdicas cada vez más lacónico.

—Así pues, ellos formarán la infantería, y nosotros les mandaremos las tropas de asalto tracias, tribalas y agrianas, más los «portadores de escudo», a los que cubrirá un nutrido lanzamiento de flechas y jabalinas a cargo de la infantería ligera. Si los nuestros consiguen desalojar a los bárbaros de la orilla, haremos avanzar a la infantería pesada griega así como a la falange, mientras la caballería les protege los flancos. En cualquier caso, es pronto para tomar decisiones. Volvamos atrás, pues dentro de poco tiene que estar lista la cena.

Regresaron al campamento y Alejandro invitó a los comandantes a su tienda, incluidos los jefes de las tropas auxiliares extranjeras, que se sintieron sumamente honrados.

Comieron armados, tal como exigía la situación. El vino fue servido a la manera griega, con tres partes de agua, de modo que pudiera abordarse la discusión con la necesaria lucidez; además, los agrianos y los tribalos ebrios eran peligrosos.

El soberano les puso al corriente de las últimas noticias de la evolución de la situación y todos dejaron escapar un suspiro de alivio ante la sola idea de que, al menos en aquel momento, los enemigos no defendían directamente la orilla del río.

—Señor —intervino Parmenión—, El Negro solicita el honor de cubrirte mañana el flanco derecho. Combatió en primera línea durante la campaña anterior contra los persas.

—Y le cubrí también el flanco a tu padre el rey Filipo en más de una ocasión —añadió Clito.

—Entonces estarás a mi lado —confirmó Alejandro.

—¿Tienes otras órdenes que dar? —preguntó Parmenión.

—Sí. He observado que tenemos ya un séquito de mujeres y mercaderes. Los quiero a todos fuera del campamento y que no se les pierda de vista hasta que hayamos concluido el ataque. Y quiero en la orilla del Gránico a un destacamento de infantería ligera en orden de batalla durante toda la noche. Naturalmente, estos hombres no combatirán mañana, pues se encontrarán demasiado cansados.

La cena concluyó temprano; los comandantes se retiraron y también Alejandro se preparó para la noche. Leptina le ayudó a despojarse de la armadura y las vestiduras y a darse un baño, que estaba ya preparado en una zona separada de la tienda real.

—¿Es cierto que combatirás, mi señor? —le preguntó mientras le pasaba la esponja por los hombros.

—Esto no es asunto tuyo, Leptina. Y si sigues escuchando detrás de la tienda, haré que te alejen.

La muchacha bajó la mirada y guardó silencio por un momento. Luego, cuando comprendió que Alejandro no estaba encolerizado, prosiguió:

—¿Y por qué no es asunto mío?

—Porque a ti no te sucederá nada malo el día que yo tenga que caer en combate. Obtendrás la libertad, y una renta suficiente para vivir.

Leptina se le quedó mirando con una intensidad que causaba pena. Le temblaba la barbilla y los ojos se le humedecieron: volvió la cabeza para que él no se diera cuenta.

Pero Alejandro advirtió las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—¿Por qué lloras? Me imaginaba que te pondrías contenta.

La muchacha se tragó el llanto y dijo apenas le fue posible:

—Yo estoy contenta mientras te veo, mi señor. Si no te veo, para mí no hay luz, ni aliento ni vida.

Los ruidos del campo se atenuaron: únicamente se oían los centinelas que se daban voces en la oscuridad y el ladrar de los perros vagabundos que merodeaban en busca de algo que comer. Alejandro pareció por un momento aguzar el oído; luego se puso en pie y ella se acercó a secarle.

—Dormiré vestido —afirmó el rey.

Se puso unas ropas limpias y eligió la armadura que debía de llevar al día siguiente: un yelmo de bronce chapado en plata en forma de cabeza de león con las fauces abiertas, adornado con dos largas plumas blancas de garza real, una coraza ateniense de lino prensado con el peto de bronce en forma de gorgona y un par de grebas de chapa de bronce con el rostro de la diosa Atenea en su parte central.

—Se te verá a la legua —observó Leptina con voz trémula.

—Mis hombres deben verme, así como saber que arriesgo mi vida, antes que la de ellos. Y ahora a dormir. Ya no te necesito.

La muchacha salió con paso rápido y ligero; Alejandro apoyó sus armas en el armero que tenía cerca del catre y apagó el velón. En la oscuridad, la panoplia se distinguía igualmente: hubiérase dicho el fantasma de un guerrero que esperase inmóvil la luz del alba para recobrar vida.