La partida de caza comenzó con las primeras luces del alba y participaron en ella, por expresa voluntad del rey, también los muchachos más jóvenes: Alejandro con sus amigos Filotas, Seleuco, Hefestión, Pérdicas, Lisímaco y Leonato, aparte de Tolomeo, Crátero y otros.
Eumenes, que había sido asimismo invitado, pidió ser dispensado por una fastidiosa molestia intestinal y mostró una receta del médico de Filipo que prescribía reposo absoluto durante un par de días y una cura astringente a base de huevos duros.
El rey Alejandro de Epiro había hecho llegar expresamente de sus criaderos una jauría de perros de gran tamaño y de excelente olfato que en aquel momento eran lanzados por los batidores, los cuales se habían apostado la noche anterior en las márgenes de un bosque de montaña. Eran perros llegados hacía más de un siglo de Oriente y, como se habían aclimatado excelentemente en Epiro, tierra de los molosos, donde habían surgido los mejores criaderos, también aquellos animales eran comúnmente conocidos como molosos. Por su potencia, su gran estatura y su resistencia al dolor eran lo mejor de cuanto había para la caza mayor.
Los pastores habían detectado desde hacía tiempo, en aquella zona, un león macho que causaba estragos entre los rebaños y las manadas de bovinos, y Filipo había esperado con toda intención aquella oportunidad para dar caza a la fiera, iniciar a su hijo en el único pasatiempo propio de un aristócrata y ofrecer a los huéspedes persas una diversión digna de su rango.
Habían salido tres horas antes del amanecer de la residencia real de Pella y a la salida del sol se habían encontrado a los pies del macizo montañoso que separaba el valle de Axios del de Ludias. La fiera se escondía en alguna parte del corazón del bosque de encinas y hayas que cubría la montaña.
El soberano hizo una señal y los monteros mayores hicieron sonar sus cuernos. El sonido, multiplicado por el eco, repercutió hasta las cumbres de los montes y los batidores lo oyeron. Dieron suelta a los perros, les siguieron a pie y también ellos provocaron un gran estruendo golpeando las virolas de los venablos contra los escudos.
El valle resonó de inmediato con los ladridos de los perros y los cazadores se mantuvieron preparados colocándose en semicírculo en un arco de unos quince estadios.
En el centro se hallaba Filipo con sus generales: Parmenio, Antípatro y Clito, apodado El Negro. A su diestra se habían colocado los persas, y todos se habían quedado asombrados de su transformación: nada ya de túnicas recamadas ni de elegantísimas sobrevestes. El sátrapa y sus Inmortales vestían como sus antepasados nómadas de la estepa: bragas de cuero, justillo, gorro rígido, dos venablos en la trabilla, un arco de doble curvatura y flechas. A la siniestra del soberano estaban alineados el rey Alejandro de Epiro con Tolomeo y Crátero y a continuación los más jóvenes: Alejandro, Hefestión, Seleuco y los demás.
Una neblina descendía por el río, extendiéndose cual ligero velo por la llanura verdísima y llena de flores, en gran parte aún cubierta por la sombra de la montaña. De repente un rugido rompió la paz del amanecer dominando los ladridos lejanos de los perros, y los caballos relincharon excitados, piafando y bufando, de modo que resultaba difícil mantenerlos frenados.
Pero ninguno se movía, en espera de que el león se pusiera a la vista. Resonó otro rugido distante, en dirección del río: ¡allí estaba también la hembra!
Por fin el grueso macho salió del bosque y, viéndose rodeado, lanzó un rugido más poderoso aún, que hizo temblar la montaña y espantó a los caballos. Al poco apareció también la hembra, pero las dos fieras salvajes eran reacias a avanzar, por la presencia de los cazadores, y tampoco podían volver atrás acosadas como estaban por la jauría de los batidores. Entonces trataron de salir del paso dirigiéndose al río.
Filipo dio la señal de comienzo de la cacería y todos se precipitaron a la llanura justo en el momento en que el Sol aparecía tras el monte e inundaba el valle de luz.
Alejandro y sus compañeros, que por su posición se encontraban más cerca de la orilla del curso de agua, ansiosos por demostrar su audacia espolearon a sus caballos para cortar el camino a los leones.
Mientras tanto el rey, preocupado porque los chicos acabasen en serio peligro, se lanzó a su vez con el venablo empuñado, mientras los persas se abrían en semicírculo empujando a sus cabalgaduras a una marcha cada vez más rápida a fin de impedir que las fieras buscasen nuevamente refugio en el bosque, para enfrentarse a los perros.
Llevado por el entusiasmo de la carrera, Alejandro estaba ya muy cerca y a punto de arrojar su venablo sobre el macho que le presentaba el flanco, pero en aquel preciso instante desembocó del bosque la jauría y la hembra, espantada, dio un brusco giro hacia el lado opuesto, lanzándose sobre el lomo del caballo del príncipe y derribándolo.
La leona fue rodeada por los perros y tuvo que soltar la presa, de modo que el caballo se alzó de nuevo enseguida y huyó al galope lanzando coces, relinchando y manchando de sangre el prado a su paso.
Alejandro se puso en pie y se encontró frente al león. Estaba desarmado, porque había perdido en su caída el venablo, pero en ese preciso momento llegó Hefestión empuñando su hierro e hiriendo al sesgo a la fiera que rugió de dolor.
Entretanto, la hembra había descuartizado la garganta a un par de perros y se volvía hacia su compañero que, furibundo, atacaba a Hefestión. El muchacho se defendía valientemente con la punta del venablo, pero el león asestaba terribles zarpazos, rugía y se azotaba los costados con la cola.
Filipo y Parmenio estaban ya cerca, pero era cuestión de muy poco tiempo. Alejandro había vuelto a empuñar su venablo y apuntaba, pero sin darse cuenta de que la hembra se disponía a saltar sobre él.
En aquel momento, uno de los guerreros persas, el más alejado de todos, sin detenerse siquiera tensó su gran arco y disparó. La leona saltó, pero el dardo, con agudo silbido, fue a clavársele en un costado dejándola tendida en el suelo, agonizante.
Filipo y Parmenio se acercaron mucho al macho y lo atrajeron lejos de los muchachos. El primero en herirlo fue el rey, pero Alejandro y Hefestión volvieron enseguida al ataque hiriéndolo a su vez, de modo que a Parmenio no le quedó más que asestarle el golpe de gracia.
Alrededor, los perros ladraban y aullaban como locos y los batidores dejaron que lamieran la sangre de ambas fieras de forma que recordasen el olor para la siguiente batida.
Filipo se apeó de la silla y abrazó a su hijo.
—Me has hecho temblar, muchacho, pero también estremecerme de orgullo. Un día serás sin duda rey. Un gran rey.
Abrazó igualmente a Hefestión, que había arriesgado su vida por salvar la de Alejandro.
Cuando el nerviosismo se hubo calmado ligeramente y los monteros mayores se pusieron a desollar las dos bestias cobradas, todos recordaron el momento crucial, el momento en que la leona había dado el salto.
Se volvieron hacia atrás y vieron al extranjero, uno de los Inmortales, inmóvil sobre su caballo con el gran arco de doble curvatura todavía en la mano que había fulminado a la hembra a más de cien pasos de distancia. Sonreía descubriendo, en medio de la poblaba barba negra como ala de cuervo, una doble hilera de blanquísimos dientes.
Sólo entonces se dio cuenta Alejandro de que estaba lleno de contusiones y rasguños y vio que Hefestión perdía sangre por una herida superficial pero dolorosa, causada por la zarpa del león. Le abrazó y le hizo llevar inmediatamente al cirujano para que le curase. Luego se volvió hacia el guerrero persa que le miraba de lejos, montado sobre su caballo niseo.
Se acercó a pie y llegó a pocos pasos de él. Le miró a los ojos y dijo:
—Gracias, huésped extranjero. No lo olvidaré.
El Inmortal no comprendió las palabras de Alejandro porque no sabía griego, pero entendió lo que trataba de decir. Sonrió también e hizo una inclinación con la cabeza, luego espoleó el caballo y alcanzó a sus compañeros.
La caza se reanudó poco después, prolongándose hasta el ocaso, momento en que se dio la señal de acabar. Los porteadores amontonaron las presas caídas bajo los golpes de los cazadores: un ciervo, tres jabalíes y un par de corzos.
Al atardecer, todos los participantes en la batida se reunieron bajo una gran tienda que unos siervos habían levantado en medio de la llanura y, mientras reían y armaban ruido recordando los momentos más destacados de la jornada, los cocineros sacaron de los espetones las piezas de caza cobradas y los trinchadores cortaron las tajadas y las sirvieron a los comensales: en primer lugar al rey, a continuación a los huéspedes, seguidamente al príncipe y por último a todos los demás.
El vino comenzó muy pronto a correr copiosamente y fue servido también a Alejandro y a sus amigos. Con lo realizado aquel día habían demostrado más que de sobras que eran ya unos hombres hechos y derechos.
A determinada hora se presentaron también las mujeres: tocadoras de flauta, danzarinas, expertísimas todas ellas en el arte de animar un banquete con sus danzas, sus frases salaces y su ardor juvenil a la hora de hacer el amor.
Filipo, particularmente alegre, decidió que los invitados participaran en el juego del cotabo y quiso que el intérprete tradujese también para los persas:
—¿Veis a esa muchacha? —preguntó señalando a una danzarina que se estaba desnudando en aquel preciso momento—. Pues debéis darle exactamente entre los muslos con las últimas gotas de vino que queden en el fondo de la copa. Quien dé en el blanco, la ganará en premio. ¡Así que buena puntería!
Metió los dedos índice y medio por una de las asas y lanzó el vino hacia la muchacha. Las gotas fueron a dar en plena cara de uno de los cocineros y todos estallaron a reír.
—¡Debes cepillarte al cocinero, señor! ¡Al cocinero! ¡Al cocinero!
Filipo se encogió de hombros y volvió a intentarlo, pero, a pesar de que la joven se había acercado y presentaba el blanco perfectamente visible, el buen ojo del rey parecía más bien ofuscado.
Los persas, no muy habituados al vino puro, estaban ya en su mayoría por los suelos, debajo de las mesas, y, en cuanto al huésped principal, el sátrapa Arsames, seguía pasándole el brazo por encima de los hombros al jovencito rubio que le había hecho compañía la noche anterior.
Hubo otros intentos, pero el juego no tuvo un gran éxito porque a aquellas alturas del banquete los huéspedes estaban ya demasiado ebrios para un ejercicio de precisión y todo el mundo abrazó a la primera muchacha que cayó en sus manos, mientras que el soberano, en calidad de anfitrión, se quedó con la que había asignado como recompensa para el juego. La fiesta degeneró, como por lo general acostumbraba a ocurrir, transformándose en una orgía, en un enredo de cuerpos semidesnudos y sudorosos.
Alejandro se levantó, se alejó del campamento y caminó, cubierto con un manto, hasta la orilla del río. Oía el murmullo del agua entre las piedras; la Luna, que superaba en aquel momento las crestas del monte Bermión, plateaba las olas y difundía una leve claridad opalina sobre el prado.
Desde la tienda los gritos y gruñidos llegaban ahora más amortiguados, en tanto que comenzaba a subir en cambio la voz del bosque: crujidos, aleteos, susurros y luego, de repente, un canto. Un borboteo como de fuente, primero un tintineo oscuro y cada vez más agudo y argentino que resonaba como el arpegio de un misterioso poeta en la oscuridad perfumada del bosque. Era el canto de un ruiseñor.
Alejandro se quedó absorto escuchando la melodía del pequeño cantor sin darse cuenta del paso del tiempo. De repente advirtió una presencia a su lado y se volvió. Era Leptina. Las mujeres la habían traído con ellas para que las ayudase a poner las mesas.
Ella le observaba con las manos cruzadas sobre el regazo y su mirada era límpida y serena como el cielo encima de ellos. Alejandro le acarició el rostro, le mandó sentarse a su lado y la estrechó entre sus brazos, en silencio.
Por la mañana regresaron a Pella con los huéspedes persas, que fueron invitados a quedarse para el solemne banquete que sería ofrecido al día siguiente.
La reina Olimpia quiso que el hijo fuese enseguida a su encuentro y, cuando le vio lleno de moretones y con grandes rasguños en brazos y piernas, le abrazó convulsivamente, pero él se echó para atrás incómodo.
—Me han contado lo que hiciste. Habrías podido perder la vida.
—No le temo a la muerte, mamá. El poder y la gloria de un rey se justifican sólo si está dispuesto a dar su vida llegado el momento.
—Lo sé. Pero yo tiemblo aún por lo que ha sucedido. Te ruego que refrenes tu audacia, que no te expongas inútilmente. Aún eres un muchacho, debes crecer, fortalecer tus miembros.
Alejandro se la quedó mirado fijamente y con firmeza.
—Tengo que ir al encuentro de mi destino y mi carrera ha comenzado ya. Esto lo sé de cierto. Lo que no sé es adónde me conducirá y dónde acabará, madre.
—Eso nadie lo sabe, hijo —observó la reina, con voz trémula—. El Destino es un dios con el rostro cubierto por un velo negro.