POETAS

Que el señor Somoza es un caballero de continente inalterable, exquisitos modales y moral intachable es evidente; y que en el carácter del señor Riesco destacan su afable semblante, su humor astuto y su discreta prudencia no lo duda nadie. Pero ahora, el señor Somoza, en un rapto alucinado y sin venir a cuento, le acaba de meter un dedo en el ojo al señor Riesco, que está sentado a su lado. Éste se ha sorprendido bastante, por lo inopinado de la agresión, supongo, se ha llevado la servilleta a la cara y se ha ido directamente al cuarto de baño. El señor Somoza se ha soplado las puntas de los dedos y los ha frotado delicadamente contra la solapa.

Acaba de regresar el señor Riesco del cuarto de baño y trae el gesto contrariado, posiblemente aún no se ha dado cuenta de que se ha recolocado el ojo del revés, y que por eso lo ve todo parcialmente negro o todo negro al cincuenta por ciento: en el interior de las cuencas de los ojos no hay luz o hay muy poca. Pero ha recuperado su afable semblante al lado del señor Somoza y ya sonríe como lo hacía antes de este desgraciado incidente.

El señor Riesco, a pesar de verlo todo a medias, ha insistido en trinchar él mismo el pavo en lugar del camarero, y tras servirnos a todos ha dejado caer el cuchillo, con un gesto que yo diría enérgico, sobre el dedo índice del señor Somoza, quien tenía la mano apoyada sobre el mantel. El señor Somoza ha mirado su mano, y antes de comprobar que le faltaba un dedo, ya el señor Riesco le introducía delicadamente el mutilado índice por el orificio izquierdo de la nariz. El señor Somoza ha carraspeado dos veces, yo diría que perplejo y, con el dedo colgando del orificio izquierdo de la nariz, ha levantado su copa, con la mano completa, y se la ha llevado a los labios. Todos estamos de acuerdo en que el reserva del Ateneo es uno de los vinos con más solera del país.

Podría decirse, sin miedo a faltar a la verdad, que al señor Somoza le ha debido parecer desproporcionada la reacción de su queridísimo colega, porque ha esperado a que éste fuese a meterse un puro en la boca para, en su lugar, introducirle en ella un tenedor de pescado, cuyas tres puntas asoman ahora por entre los pelos de su barba egregia. Lógicamente, al señor Riesco se le ha caído el puro de la boca, aunque no el tenedor, y el señor Somoza, fiel a sus exquisitos modales, se ha adelantado a todos para abrir su pitillera y ofrecerle a su vecino algo que fumar. Cuando éste ha ido a coger un cigarro, la pitillera se ha cerrado de golpe, dejando atrapadas las puntas de los dedos del señor Riesco, quien ha enarcado las cejas y apretado los dientes. Luego el señor Somoza ha abierto de nuevo la pitillera, y ya pudo entonces el señor Riesco aceptar el cigarro que le ofrecía su colega, que era cubano, como bien podía leer uno en la vitola si prestaba la suficiente atención. Del interior de la pitillera extrae ahora, delicadamente, el señor Somoza dos de las cinceladas uñas del señor Riesco, y con la palma extendida se las devuelve, gesto que agradece el señor Riesco con una modesta inclinación de cabeza antes de tomarlas y llevárselas al bolsillo de la pechera.

Los camareros vestidos de librea pululan alrededor de la mesa recogiendo los platos sucios y reponiéndolos por otros limpios de postre, que en el Ateneo es siempre exquisito. Mientras tanto, el señor Riesco acuna con delicadeza bajo la nariz su cigarro cubano, al que ahora aplica parsimoniosamente el encendedor mientras lo hace girar lentamente entre sus labios para que prenda como es debido. A los buenos cigarros cubanos les lleva su tiempo contagiarse del calor del fuego. Ahora ofrece un encendedor al señor Somoza, quien, tras acercar su cigarro al encendedor, comprueba cómo la llama se eleva súbita e imponentemente. Una nube de humo nos impide ver la cara del señor Somoza, pero oímos cómo carraspea dos veces y sopla discretamente, y también vemos cómo abanica la mano delante de su cara, a la que, ahora efectivamente lo comprobamos porque se disipa el humo, le faltan el bigote y las pestañas.

Es durante la degustación del café en el Ateneo cuando, cada año, se delibera el premio del jurado. Y ahora por megafonía se requiere en el estrado la presencia del señor Angulo, del señor Izquierdo y la mía. Así que me disculpo, y todos los colegas con los que comparto cena y mantel se levantan con las servilletas en la mano, excepto el señor Somoza, que parece no encontrar sus muletas y se disculpa azorado.

Al igual que en las últimas ediciones sólo dos poetas han concurrido al concurso de liras Garcilaso de la Vega de Alcaudete de la Jara. El señor Angulo, el señor Izquierdo y un servidor hemos decidido, con justicia y por unanimidad, que se comparta el premio entre los postulantes, dada la excelencia de ambas rimas, y solicitamos la comparecencia del señor Somoza y del señor Riesco sobre la tarima colocada para lo ocasión, que hace las veces de escenario.

Ahora, entre calurosos aplausos de la concurrencia, ambos se aprestan a llegarse hasta la tarima, cada uno por un lado de la sala sorteando mesas. El señor Riesco se acerca cojeando con un tenedor en la boca, un ojo del revés, la rodilla izquierda como quebrada y un zapato en la mano. Al señor Somoza, que parece no haber dado con sus muletas, lo traen en volandas dos camareros de librea, y se aprecia perfectamente que ya no tiene bigote, que lleva un dedo colgando de la nariz y que se le ha quemado la mitad de la corbata y media camisa, pues le asoma la barriga por la abertura de la chaqueta entreabierta.

El señor Izquierdo anuncia la decisión del jurado, que es recibida con una ovación de gala en el Ateneo, y los ilustres vencedores se funden en un abrazo fraterno antes de leer sus estrofas mixtas, compuestas de dos endecasílabos y tres heptasílabos, en este aspecto la organización es verdaderamente exigente. Ya sea por el deficiente estado de la megafonía o por el hecho de recitar con un tenedor en la boca, lo cierto es que la declamación del señor Riesco semeja trastabillada. Lo mismo podría decirse de la del señor Somoza, en cuya boca, observada de cerca, se puede apreciar tres dientes menos que antes de cenar. Circunstancias éstas que no han sido óbice para la explosión de júbilo del Ateneo al completo, que un año más celebra como un éxito sin precedentes el concurso de liras de Alcaudete de la Jara, premiado con una edición facsímil de la ineflable Oda a la flor de Gnido, del gran poeta toledano, al que se añadirán las dos liras justamente premiadas.

Ahora los medios de comunicación se acercan a los galardonados, quienes expresan su satisfacción sin límites por el honor del que han sido objeto, y ambos coinciden en señalar el prestigio que supone compartir galardón con una pluma, ora como la del señor Somoza, ora como la del señor Riesco, los dos poetas más laureados de la localidad.