JUEGO DE MANOS

Le llevó algún tiempo a la parroquia comprender que si el ciudadano Luis Esteban Bustillo ya no se descubría como solía ni se llevaba la mano al ala del sombrero para saludar no era consecuencia de que hubiese perdido los modales, sino que lo que había perdido era la mano.

Atareada la restante en sostener el platillo, el ciudadano Bustillo saludaba ahora con las cejas, prueba incontrovertible de que la cortesía y la urbanidad, al igual que la mano, no eran en su opinión, como pueda serlo por ejemplo el bigote, valores antiguos de quita y pon.

Sin embargo, y aunque compadeciese mal con su naturaleza gentil, bien podría haberse ahorrado tan inopinada forma de saludo, pues salvo el padre Damián y yo, pocos o ninguno fueron los parroquianos que repararon en su desmembramiento hasta llegado el verano, tal vez a causa del calor sofocante característico de la época estival, que por fuerza hace más visibles los muñones.

En cuanto al padre Damián, quien, como es natural, se adelantaba normalmente a sus fieles a su llegada a la iglesia de San Justo, mantenía una excelente relación con el ciudadano Bustillo, como antes la había mantenido con su padre, pues la estirpe Bustillo venía imponiendo desde tiempos inmemoriales la lógica del monopolio a las puertas de la parroquia local.

Bienaventurados los pobres, porque suyo será el reino de los cielos, decía siempre el padre Damián a su llegada, y luego procedía a estrechar la mano recia y áspera del ciudadano Bustillo, hombre duro y de principios insobornables, cortés y acostumbrado como pocos a los estragos del vivir.

Sucedió que un día, y esto es lo notable, nos topamos el padre Damián y yo no con un ciudadano Bustillo, sino con dos, pues apostado en la jamba izquierda de la puerta había otro menesteroso, a simple vista idéntico al ciudadano Bustillo, pese a que bastase una mirada atenta para constatar que no se trataba de una sucursal, sino de competencia desleal.

Así fue como denominó al recién llegado el ciudadano Bustillo, quien se precipitó hacia la sacristía para exigir acaloradamente del padre Damián una intervención expeditiva y contundente que acabase con lo que, en su opinión, era un atropello en toda regla a sus derechos laborales largamente adquiridos.

Como el padre Damián, un liberal recalcitrante, se negase a arbitrar el conflicto prefiriendo dejarlo en manos de Dios y limitándose a musitar bienaventuranzas, no le quedó otra al ciudadano Bustillo que meterle mano personalmente al asunto, o más bien lo contrario, presentándose manco el domingo siguiente en la puerta de San Justo, y viéndose, como quedó dicho, impedido para saludar como exigen las más elementales normas del decoro.

Llegado este punto, es probable que juzgase el ciudadano Bustillo definitivamente solventado el problema, subestimando de algún modo a su rival, quien no tardó más que unos días en lucir un espectacular y recién estrenado muñón, suave, brillante y bien cicatrizado, allí donde antes, en buena lid, había un codo.

Que el arribista era un hombre de negocios, casi un tiburón, lo hicieron evidente no sólo su disposición al desmembramiento, sino también sus iniciativas, pues se personó acompañado de un perro cojo y adiestrado para sostener entre los dientes el platillo, permitiendo a su amo utilizar la mano restante para destocarse y saludar.

Fue entonces cuando la congregación, de memoria flaca, comenzó a juzgar vulgar al ciudadano Bustillo, incapaz de alzar, como su rival, el sombrero al paso de las damas, las cuales, incitadas por las cabriolas del perro cojo que hacía las delicias de los niños, pero también por los modales de su amo, escogían el cuenco del recién llegado para arrojar las vueltas del pan.

No es fácil, es sabido, encontrar vida inteligente en el mundo animal, lo que quizás explique la prolongada ausencia del ciudadano Bustillo a las puertas de San Justo, adonde finalmente llegó en compañía de un mandril africano capaz de sonarse sosteniendo un pañuelo con el pie, lo que, lógicamente, creó una dicotomía entre los dadivosos, por otra parte en número creciente, a la hora de decidir dónde arrojar su calderilla.

Que las bestias son impredecibles y hasta algo sodomitas no es cuestión disputada, por eso, llegados a este punto, no ha de sorprender que un domingo sí y otro también, asomasen entre las patas traseras, ora del perro cojo, ora del mandril africano, recios sables rosados con los que ambos animales trataban mutuamente de darse por el culo.

Volaban ahora las monedas hacia los cuencos de los tullidos, entusiasmados los representantes de la prensa y también los noctámbulos beodos, quienes prolongaban incansablemente sus francachelas para llegar en hora y en forma a misa de doce y cruzar cuantiosas apuestas acerca de quién sería hoy sodomizador y sodomizado.

Así que la cosa iba viento en popa, como suele decirse, para los Bustillo y también para el comisionista padre Damián, pero éstos, lógicamente, sólo tenían ojos para el cuenco del vecino y ocupaban sus horas en calcular los réditos ajenos, que, como es natural, descontaban de los propios, pues ya se sabe que el margen de negocio ha de calcularse siempre de forma potencial.

Resuelto a dar un definitivo golpe de mano, o como se quiera expresar, y a la vista de que ya entraba el verano, decidió el ciudadano Bustillo poner toda la carne en el asador, y no sólo se mandó amputar a la altura del hombro sino que compareció en su puesto vestido con una camiseta de tirantes para intensificar su reclamo.

Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula y no menor la mía, al comprobar a nuestra llegada la intrepidez de su rival, quien, no contento con presentarse a pecho descubierto, tuvo la osadía de hacerlo sin extremidades superiores, haciéndose seguir de su perro cojo, el cual venía esa mañana tan guerrero como empalmado.

Fuese por inercia o accidente, o fuese simplemente por vicio, lo cierto es que los Bustillo continuaron la escalada de recortes mientras, lógicamente, iban perdiendo peso a ojos vista, además de ésta o aquella otra función motriz.

En tales circunstancias, los vicios sodomitas del perro cojo y del mandril fueron perdiendo atractivo para los apostadores, que consideraban menos azarosas las decisiones de los tullidos que los caprichos de sus mascotas, y preferían por tanto apostar acerca del pedazo de cuerpo del que prescindirían los tullidos de cara a la siguiente eucaristía dominical.

Aunque se tomó su tiempo, el padre Damián, temeroso de una iglesia vacía y en contra de sus principios, pues se considera a sí mismo un firme defensor de la libre empresa y de las leyes del mercado, se vio obligado a intervenir y a pedir moderación a la puerta de San Justo.

No es de recibo, habían protestado más o menos en estos términos acalorados los feligreses, que haya permitido usted que el templo devenga en circo, y es difícilmente aceptable para las gentes de bien la presencia de sujetos demediados, casi en cueros y, para más INRI, acompañados de bestias enfebrecidas por el vicio de la cópula antinatural.

Obedientes, quedáronse en casa, pues, el perro cojo y el mandril, pero no los hijos de Saturno, como había bautizado el ingenio de la prensa a ambos tullidos, los cuales persistieron en el arte de la mutilación, persuadidos de la efectividad de retroceder un paso si con ello se avanzan tres.

Lamentablemente, esto es un decir, porque para entonces ninguno de los dos podía dar paso alguno, pues es sabido que para ello se necesitan dos piernas, y a esas alturas, el ciudadano Bustillo sólo tenía una, mientras que su réplica, aunque conservaba las dos, a duras penas caminaba en línea recta, pues carecía de pies y se desplazaba en un carricoche de madera que impulsaba con los restos del brazo siniestro.

No cesaron aún las quejas de la congregación, harta de acceder al templo entre dos tullidos que alzaban tan compulsivamente las cejas que no podían evitar guiñar estrafalariamente los ojos durante el proceso, arrancando carcajadas a los borrachos pero acongojando a los niños, retrepados bajo las faldas de sus madres y víctimas de inquietantes pesadillas durante sus interminables noches de insomnio.

Hijos míos, escuchadme con atención, ¿acaso no os dais cuenta, pobres insensatos, de adónde os dirige vuestra obstinación?, les dijo por fin el padre Damián a los Bustillo a la puerta de San Justo, en cuclillas y tomándolos de los muñones para poder susurrarles al oído un discurso tan interminable como aparentemente persuasivo del que ya nada pude oír.

Lo cierto es que cuando calló por fin el padre Damián se miraron por vez primera los Bustillo directamente a los ojos y lentamente fue naciendo en sus rostros dos sonrisas sinceras que sin duda hubieran confluido en un abrazo estrecho si hubiesen dispuesto de brazos con los que abrazar, por lo que tuvieron que conformarse con reconocerse en su reflejo, en caras que eran espejos de almas.

Y entonces sucedió.

Los Bustillo partieron como un solo hombre fusionado a bordo del carrito de madera, impulsado a medias por el brazo siniestro de uno y la pierna restante del otro, ambos aparentemente eufóricos, pero avanzando tan penosamente que se hizo necesaria la colaboración del padre Damián para dar al carricoche un empujoncito que les llevase hasta el cambio de rasante.

Superado el repecho, comenzó el carrito su descenso traqueteante con los Bustillo mirando agradecidos hacia atrás para despedirse con las cejas, pero alcanzando una velocidad suficiente para que les fuese del todo imposible evitar que volasen sus sombreros y, lo que es más triste, esquivar la llegada del camión articulado, bajo cuyas ruedas perdieron todo lo demás.

Bienaventurados los pobres, porque suyo será el reino de los cielos, diría después el padre Damián en una iglesia atestada de borrachos, periodistas y curiosos, muchos de ellos, como el perro cojo y el mandril africano, verdaderamente compungidos por el modo en que la mala suerte se cebó con los Bustillo, determinando su destino de fosa común.

Entonces, encaminado a su término el funeral, y justo después de que el camello que me sustituye hubiese hecho sonar la campana en el altar, alzó el padre Damián los ojos entrecerrados al cielo, levantó por encima de su cabeza el pan y, dando gracias al Señor, dejó que la manga se deslizase hasta la altura del codo, descubriendo un brazo blando rematado en un fabuloso muñón.