EL EXTERMINADOR

No podrá estar más desatinado quien juzgue al Sr. Palicio una persona camorrista y bullanguera, afín a las distancias cortas, propensa al enfrentamiento cuerpo a cuerpo; un tipo cruzado de cicatrices carcelarias heredadas de pendencias menores por un quítame de allá esas pajas. No, no; de ningún modo. El Sr. Palicio ha sido siempre, hasta hoy mismo, una persona apocada, introvertida y casi diminuta, de alguna manera transparente o, por qué no, etérea. Como un sordo suspiro de desamor exhalado a hora punta en el metro de la capital. Al menos así lo definió su madre, con esa alma de poeta de cantina, después de apurar de un trago un vasito de anís.

Tampoco estará más en lo cierto quien afirme de él que posee el espíritu del atleta. Al Sr. Palicio le repugna la actividad física y el sudor. Aunque visto así, desde lejos, bien parece encajar con el perfil del mediofondista: enjuto, espigado, con piernas de garza, sólo hay que acercarse y verle ahora mismo correr encogido, a pasos cortos e inseguros, tropezando con cuanto le sale al paso, para constatar que en nada se parece a los atletas de postín, que avanzan sincopados, la mirada al frente, el ceño arrugado, el pecho por delante de la barbilla, la vista y la mente fijas en la línea de meta, donde aguarda la gloria olímpica.

Así pues, si alguno de los dos compañeros, cualquiera, que con él compartían labores en la estafeta de correos, le viese ahora mismo correr desaforado, dando traspiés por entre los setos que enmarcan la alameda de Navalperal de Pinares, se quedaría como poco perplejo. Y a nada que ese compañero fuese mínimamente observador se preguntaría, con toda razón asombrado, dónde habrá dejado el Sr. Palicio las gafas, sin las que se le hace imposible dar siquiera con el portal de su propia casa, por qué lleva esa máscara o ese extraño traje de vinilo en lugar de su gabardina gris, que ni en verano se quita, o por qué corre descalzo del pie derecho, cojeando sobre la gravilla de la alameda, con lo que eso ha de doler.

Sin embargo, y si hay que partir de la premisa lícita, necesaria, de que todo cuanto ocurre a nuestro alrededor obedece a un principio insoslayable de causalidad, nunca de casualidad, a nadie parecerá extraño, ni siquiera a sus dos compañeros de trabajo, que aquel encuentro antiguo, nocturno y fortuito del Sr. Palicio con una cucaracha negra en su cocina haya devenido en esta carrera alocada y sin tino condenada, eso se ve venir, al mayor de los desastres. Y como eso ha de tardar aún algunos minutos en suceder, y dado que una descripción detallada de lo que estamos viendo se haría bien tediosa, más valdrá que contemos cómo ha llegado el Sr. Palicio a verse envuelto en esta comprometida e inopinada situación.

Pues bien, metafóricamente hablando, el borde del precipicio por el que despeñarse, ya está dicho, lo halló el Sr. Palicio en la cocina de su propia casa. Sucedió a mediados del pasado mes de abril, y si fuese el propio Sr. Palicio quien estuviese contando esta historia, su historia, previsiblemente culparía al insomnio como el agente desencadenante del peligro mortal que ahora le acecha. Pero no es el caso, no. Cierto que aquella noche fatal tuvo problemas el Sr. Palicio para conciliar el sueño. Pero su insomnio no derivó de la nada o del destino o de la casualidad, sino que fue la consecuencia lógica de los excesos a los que se entregó sin ambages durante la cena. Un estómago repleto, rebosante, ya se sabe, es el peor compañero de cama. Por eso, porque aquella noche no podía dormir, decidió el Sr. Palicio ocupar su tiempo de insomnio en algo más productivo que revolverse entre las sábanas persiguiendo al sueño.

Levantose pues, y en bata y zapatillas se encaminó hacia su estudio para proseguir con su obra maestra inacabada, en la que lleva trabajando, con este, trece años ya: una maqueta de Pekín a escala 1:1.300.000 confeccionada con virutas de ceras de colores. Nunca ha estado el Sr. Palicio en Pekín. De hecho, sólo dos veces ha salido de Navalperal de Pinares, en ambas ocasiones acompañado de su madre. La primera vez, el 25 de septiembre de 1986, viajaron a Madrid y acudieron al estadio Santiago Bernabéu, donde Frank Sinatra, La Voz, ya decrépito y encorvado, ofreció un concierto sublime, según la madre del Sr. Palicio. El que tuvo, retuvo, no dejó de repetir en el autobús durante el trayecto de vuelta, entre vasito y vasito de anís, mientras tarareaba “Fly Me To The Moon”, que había interpretado el maestro con el acompañamiento de la orquesta de John Flanaghan. La crítica no fue tan entusiasta y prefirió destacar lo aguardentoso de la voz de La Voz. Claro que la crítica, como es sabido, se mueve por impulsos variables. Y la segunda vez que el Sr. Palicio se vio obligado a abandonar su localidad fue hace tres meses para matricular a su madre, tras un debate intenso, en la sucursal que en Ávila tienen alcohólicos anónimos. Así que el Sr. Palicio bien podría haber escogido reproducir a escala Ávila o Madrid a base de virutas, pero como el Arte consiste en una interpretación personalísima de la realidad prefirió la capital china, por su carácter exótico y porque, para qué negarlo, tiene de ella algunas nociones, aunque vagas y de cartón piedra, gracias a la docena de veces que ha visto a Charlton Heston y Ava Gardner en 55 días en Pekín.

Habrá quien objete que todas estas explicaciones que ahora damos son excesivamente prolijas. No diremos que no. Sucede, sin embargo, que la extraña y alocada carrera del Sr. Palicio por la alameda aún habrá de extenderse en el tiempo, que con algo habremos de rellenar. Ahora mismo, lo estamos viendo, se acaba de dar de bruces con un banco de piedra. Tiene gracia, hay que reconocerlo, sin embargo la situación, además de cómica, es dramática. Al menos para él. Ahora se levanta y sigue corriendo con las manos extendidas hacia delante mientras gira una y otra vez la cabeza hacia atrás, tratando de discernir lo que se avecina, aunque como le han despedazado las gafas difícilmente conseguirá ver algo.

Pero en fin, a lo que íbamos: que estando el Sr. Palicio afilando una cera roja para componer la columnata de la Ciudad Prohibida sintió sed. Al principio no le dio mayor importancia de la que tiene, la sed es una sensación física recurrente en cualquier ser humano, así que siguió afilando la cera con la paciencia del taxidermista para conseguir un desprendimiento limpio y completo de la viruta. Pero la sed se hizo apremiante, tanto que hubiese vaciado la pecera de un trago si en su casa no hubiese grifos, que los hay. Así que se levantó y se dirigió a la cocina. Y este fue el segundo paso hacia el precipicio (una metáfora, ya quedó dicho).

Lo que sucedió, y esto es lo notable, es que al encender la luz de la cocina vio el Sr. Palicio una cucaracha negra que se escabullía rauda por el desagüe del fregadero. Fue un segundo, una fracción de segundo quizá, lo que le llevó a la cucaracha embocar el desagüe y desaparecer, tan rápido reaccionó y tan cerca estaba del agujero, pero su imagen fugaz se grabó indeleble en el alma sensible del Sr. Palicio, que se quedó paralizado, casi sin poder parpadear, en el umbral de la puerta. Un niño de cinco años con urgencias fisiológicas a esa hora de la madrugada se pensaría dos veces más que el Sr. Palicio si llamar a gritos a su madre para que espantase a los monstruos que habitan bajo su cama y poder ir al cuarto de baño. Claro que la madre de ese niño de cinco años probablemente, por simple estadística, no esté en una clínica de rehabilitación tratando de darle un respiro al hígado. El Sr. Palicio lo sabe, tonto no es, y por eso trata de dominarse. Y ahora, mientras dos gotas de sudor frío se deslizan por sus sienes, mientras permanece de pie, petrificado, en el umbral de la cocina, piensa en su madre, maldice el día en que cumplió cuarenta y decidió independizarse y, aunque habitualmente rechaza de plano el lenguaje tabernario y soez, está execrando en unos términos más que ofensivos, que preferimos no reproducir, a la madre de la cucaracha y a la propia cucaracha.

Pero, para ser justos y no medir con ligereza al Sr. Palicio, que por cierto continúa con su zigzagueo alucinado por la alameda de Navalperal de Pinares, habrá que apuntar aquí que sufre blatofobia o motefobia, que como sus nombres indican significa miedo, pánico a las cucarachas, según escojamos la etimología latina, blato, o la etimología griega, mote. Ambas significan cucaracha y también polilla, pero esta es información que tal vez no venga al caso. Lo que sí viene al caso es que cuando se lanzó al vacío de la aventura de independizarse no reflexionó completamente el Sr. Palicio sobre los riesgos que entrañaba una decisión así, está visto, y ahora paga las consecuencias. Es evidente que nada sucede por nada o que todo sucede por algo. Aquí está la prueba. ¿Hace falta más?

Así que el Sr. Palicio, un hombre de natural prudente, trató de serenarse y consultó por enésima vez su reloj de pulsera, como esperando que la repetición de este gesto acelerase el paso del tiempo lo suficiente para que telefonear a la clínica de Ávila no fuese interpretado como de mal gusto. Pero lo fue. A nadie le agrada que le saquen de la cama a las tres de la madrugada. Mucho menos si ese alguien es el hijo de una sexagenaria que se ha fugado con nocturnidad, con una botella en la mano y sin pagar la cuenta. Pero lo que para la mujer al otro lado de la línea fue un agravio, para el Sr. Palicio fue un alivio. Y enseguida se aprestó a telefonear a la casa de su madre.

La Sra. Palicio, viuda, conserva el apellido de casada, aunque en Navalperal de Pinares se la conoce cariñosamente como La Botijo por la característica forma de su cuerpo y su capacidad para contener líquidos. Salvo los domingos, dicen los parroquianos, que la ven llegar a la iglesia en perfecta línea recta, todos los demás días de la semana desayuna ginebra. Esto, por supuesto, es una exageración, pero ya se sabe cuán hiperbólica puede llegar a ser la maledicencia popular. El caso es que la Sra. Palicio se tomó su tiempo para responder al teléfono, como es lógico, y cuando lo hizo y preguntó quién llamaba a esas horas su hijo sintió, al igual que sucede con el calor cuando se sale de un aeropuerto con aire acondicionado a la calle de un país tropical, que le abofeteaba su aliento vinoso desde el otro lado de la línea. Esto, evidentemente, no es posible. Lo que le sucedió al Sr. Palicio cuando su madre respondió al teléfono, científicamente explicado, es que las células individuales de información de su cerebro activaron las neuronas de los recuerdos espontáneos, que tienen conexiones con los hechos recordados. Esta teoría primigenia elaborada y demostrada empíricamente (por lo que ha dejado de ser una teoría) por un grupo de científicos de la Universidad de Pensilvania, Estados Unidos, y que cualquiera que sepa algo de inglés puede leer en la revista divulgativa Science, explica que hay neuronas que sirven tanto de almacén vivo de los recuerdos pasados más intensos como de motor de producción espontánea de esos mismos hechos. En pocas palabras: al Sr. Palicio se le hizo evidente que su madre estaba como una cuba.

Mamá, ¿estás ebria?, preguntó. ¿Para eso llamas a estas horas de la madrugada? ¿Para espiarme?, replicó ella. El Sr. Palicio a punto estuvo de arrancarse con ese discurso admonitorio y moralista que le inculcó su propia madre desde antes mismo de que se iniciase en la Catequesis, mucho antes de que el alcohol comenzase a anegarle el cerebro y a desvertebrarle el entendimiento, ya se sabe cuáles son las consecuencias a largo plazo de la inmoderación y la vida disoluta; pero, profundamente afectado como estaba por lo que acababa de ver en la cocina, rectificó y fue directamente al grano. He visto una cucaracha, dijo con voz sensiblemente afectada. ¿Una cucaracha, balbuceó su madre desde el otro lado de la línea, estás seguro? Claro que lo estoy, la vi un segundo, menos quizás, pero estoy completamente seguro de que era una cucaracha. ¿Cómo era?, preguntó entonces su madre. Pues cómo iba a ser, como una cucaracha. No, idiota, no, me refiero a su tamaño, a su color, ¿de qué color era?, inquirió su madre. Negra, del tamaño aproximado de un dedal, pero no podría jurarlo. Al otro lado de la línea se hizo el silencio durante unos segundos que al Sr. Palicio, al que le sudaban las manos, le parecieron una eternidad. Al cabo de un rato, la Sra. Palicio dijo: Por lo que cuentas debe tratarse de una cucaracha común, también denominada blatta orientalis, ¿viste si tenía alas? ¿Alas?, replicó su hijo, no, no vi si tenía alas, y además, ¿qué importa si tenía alas o no?, añadió, algo impaciente ya. Pues tiene mucho que ver, alma de cántaro; si no tiene alas se trata de una hembra, y entonces estás listo porque seguro que habrá puesto huevos en cada esquina la muy endiablada, su prole contaminará tu casa y tus alimentos y tú te infectarás hasta el tuétano con alguna enfermedad incurable y de ahí, ya sabes directo a dónde. El Sr. Palicio, todo hay que decirlo, es algo hipocondríaco, palabra que deriva del griego: hipos, que significa abajo, y kondrión, que significa cartílago. En anatomía la palabra hipocondrio se utiliza para denominar a la región del abdomen inmediatamente debajo de las costillas, que tienen cartílago, por lo que se llamó hipocondríacos a esas personas que se echan la mano al abdomen cuando creen padecer una enfermedad fatal o cuando acaso la padezcan. Por eso ahora el Sr. Palicio se aprieta con una mano el estómago, mientras con la otra sujeta el auricular y le pregunta a su madre qué hacer. Pues no pierdas más tiempo y sal de ahí disparado, dice su madre, vente a mi casa y mañana analizamos la situación y luego obramos en consecuencia. El Sr. Palicio colgó, cogió su gabardina gris y, todavía en pijama y zapatillas, tomó la calle en dirección a la casa de su madre, algo aliviado por la seguridad con la que ella había hablado pero todavía apretándose con ambas manos el estómago.

¿Y, a todo esto, qué hace ahora mismo el Sr. Palicio? Pues está oculto tras un seto de la alameda de Navalperal de Pinares, ahí lo vemos, a cuatro patas y boqueando como un pez fuera de una pecera mientras de cuando en vez, tímidamente, asoma la cabeza sobre el seto, como un ciervo en una cacería, y bizquea para ver si atisba mejor el peligro. Craso error, todo el mundo sabe que cuanto mejor se atisba el peligro mayor es su inminencia. Por otra parte, a duras penas puede respirar el Sr. Palicio, que no está hecho al ejercicio físico, el cual requiere de una disciplina casi fanática, la misma que se ha impuesto él durante los últimos trece años para componer su maqueta de Pekín, que visto lo visto y salvo milagro de última hora va a quedar incompleta. El Sr. Palicio lo sabe, tonto no es, ya quedó dicho, pero como todos los moribundos se aferra a un hilo de esperanza vana, más frágil que el equilibrio de la ceniza de un cigarro encendido. Y su suerte, por decirlo literariamente, a punto está de llegar a la colilla y extinguirse para siempre. Pero no adelantemos acontecimientos.

Digamos pues que el Sr. Palicio durmió aquella noche de abril en la casa de su madre como hacía tiempo que no dormía, y cuando se levantó de buena mañana se encontró con ella en la cocina, las gafas en la punta de la nariz, un cigarro en una mano y una taza llena de café en la otra, lo que demuestra, como ya advertimos, lo fantasiosa que en ocasiones puede llegar a ser la imaginación del pueblo llano o vulgo. Visiblemente satisfecho, el Sr. Palicio se dispuso a besar a su madre, pero antes de que diese un paso siquiera, ésta le conminó a tomar asiento. A los problemas se les mira de frente y se les coge por los cuernos, dijo cuando su hijo se hubo sentado, no sería bueno para nadie que prolongases tu estancia en mi casa, así que vayamos directamente al grano. Al Sr. Palicio se le encogió entonces el corazón. Esto, obviamente, es también una licencia literaria, pues el corazón no se encoge sino que se contrae, al igual que las arterias, para empujar la sangre que contienen, un movimiento que se denomina sístole, palabra polisémica que es a su vez un recurso poético que consiste en utilizar como breve una sílaba larga. Entiéndase en este caso que lo que queremos expresar, parece claro, es que el Sr. Palicio lo vio venir, que sus miedos se hicieron realidad de golpe y porrazo. ¡Y no pongas esa cara, exigió la Sra. Palicio, el tuyo no es un problema que se pueda tomar a la ligera ni posponer y sé de lo que hablo! Entonces, súbitamente, con un movimiento que cualquier persona que no fuese ella o su hijo hubiese juzgado teatral, sacó una lámina ilustrada de las que usan los entomólogos y, con la mano abierta, la estampó boca arriba sobre la mesa con un golpe seco y sonoro. ¿La cucaracha que viste era como esta?, preguntó mirando desafiante a su hijo, directamente a los ojos. El Sr. Palicio palideció. Más bien habría que decir que azuleó porque blanco ya era o ya lo estaba. Cualquier persona que sufra claustrofobia o hidrofobia o afefobia o coprofobia o cinofobia o lisofobia o brontofobia o agorafobia o misofobia o coitofobia u odinofobia o emetofobia o cualquier otro tipo de fobia, pero sobre todo acrofobia, o como es el caso del Sr. Palicio blatofobia o motefobia, comprenderá de inmediato qué sensaciones se albergaron en las tripas de nuestro héroe. Para quien no padezca ninguna de estas enfermedades diremos que lo que el Sr. Palicio sufrió en ese momento fue taquicardia, temblores, sudoración fría y otros síntomas característicos de la ansiedad como náusea, malestar en el estómago y una lamentable dificultad para hablar. Por eso, cuando su madre preguntó de nuevo si la cucaracha que había visto era como la de la lámina, el Sr. Palicio no pudo más que asentir dubitativamente, sin pronunciar palabra. ¡Lo sabía, exclamó visiblemente satisfecha su madre, una blatta orientalis! ¡Malditas! Hijo, añadió muy seria señalándole con los dos dedos en los que sujetaba el cigarro encendido, tienes por delante una tarea descomunal, titánica, faraónica si me permites la expresión. Has sido elegido para combatir y exterminar la mayor representación del Mal que hay sobre La Tierra. ¿Sabías que una blatta orientalis puede vivir dos semanas sin cabeza? ¿Que es capaz de subsistir sin agua? ¿Que se alimenta de tus uñas, incluso de tus cejas, cuando duermes? Piensa en ello, hijo, piensa en ello.

El Sr. Palicio, atónito, tragó saliva.

Y así fue como, al día siguiente, el Sr. Palicio aceptó resignado lo que su madre aseguró era su destino, comenzó su particular cruzada de liberación y dio su tercer y definitivo paso para precipitarse en el abismo del que, ya se sabe, difícilmente se sale. Enguantado en látex, vestido con un mono azul y ataviado con una máscara de cirujano, el Sr. Palicio sostiene en sus temblorosas manos de pianista la lista con los pasos de seguimiento obligado que su madre detalladamente redactó. Permanece inmóvil y a oscuras en la puerta de la cocina, reuniendo fuerzas de flaqueza para acercarse al fregadero. Sabe, como lo sabe todo el mundo, que el ser humano, a lo largo de toda una vida, es capaz de las mayores miserias y de los mayores logros. Piénsese por ejemplo en Jean Valjean, el héroe de Los Miserables de Víctor Hugo, o en Rodion Romanovich Raskolnikov, el de Crimen y Castigo; o en el propio Evenicer Scrutch, del Cuento de Navidad de Dickens. Personas como cualesquiera otras, como fulano o como mengano, capaces de equivocarse y rectificar, de comprender que su existencia, en un momento dado, está inequívocamente abocada a alcanzar un punto de inflexión, capaces de entender en ese preciso momento dado qué está bien y qué no lo está, y por lo tanto obrar en consecuencia. El particular momento dado del Sr. Palicio llegó en abril, se le encomendó una misión, se le señaló como el elegido, por lo que se dispuso a superar sus miedos y a trazar el camino de la liberación.

Paso primero, lee en el papel: “Inspección detallada de la zona, preferiblemente de noche, cuando el enemigo es más activo. Téngase muy presente su naturaleza omnívora, su inclinación por los lugares húmedos y su afición a refugiarse en todo tipo de oquedades. No olvidar que muy a menudo lanza su invasión desde las alcantarillas. Es decir, alma de cántaro, comienza por el baño y la cocina”.

El Sr. Palicio, algo molesto, todo hay que decirlo, dobló la lista y la guardó en el bolsillo. Luego respiró hondo unos segundos y encendió la luz. Siete, quizás nueve cucarachas negras, se escabulleron en un santiamén en diferentes direcciones en busca de refugio, pero el Sr. Palicio no vio dónde se escondían porque inmediatamente apagó de nuevo la luz antes de echarse la mano al corazón, tan rápido latía. Esto es normal. Superar los miedos lleva tiempo. Normalmente quienes por ellos se ven acosados y tratan de doblegarlos recurren al psicólogo, que acompaña las sesiones con terapia farmacológica. Pero en Navalperal de Pinares no hay psicólogo y el Sr. Palicio si de algo carece es de tiempo. Las cucarachas se multiplican como los panes y los peces, así, le había dicho su madre chasqueando los dedos. Así que con lo único que cuenta el Sr. Palicio para hacerse fuerte es con la terapia llamada conductual o cognoscitiva, que consiste en modificar los propios patrones de pensamiento y conducta; es decir, hay que atacar directamente al estímulo que provoca ansiedad y su correspondiente reacción. Por eso ahora el Sr. Palicio, aunque atolondrado por el susto, claro, se está diciendo a sí mismo que sólo son cucarachas: insectos capaces de salir vivos de un microondas encendido, vale; de soportar radiaciones quince veces superiores a los seres humanos y que sobrevivirían a una guerra nuclear, de acuerdo; de pasar como si nada bajo un chorro de insecticida, ya se sabe; pero insectos al fin y al cabo, putos insectos, se dice, unas cinco mil veces más pequeños que yo, se convence, criaturas que puedo aplastar hasta que se confundan con las manchas de las baldosas, grita. Y acto seguido enciende de nuevo la luz y se precipita furioso sobre el fregadero. Pero allí no queda cucaracha alguna.

Segundo paso, lee: “Cartografiar al detalle la zona de influencia del enemigo para llevar a cabo un ataque a escala, primero sellando con silicona cada abertura susceptible de convertirse en refugio para las cucarachas y después a base de trampas simples, comercializadas por multitud de compañías especializadas, antes de recurrir a métodos más expeditivos con posibles consecuencias físicas para el propio exterminador”.

Aunque atemorizado, por supuesto, el Sr. Palicio ha tomado buena nota de las enseñanzas de su madre y sabe bien que el enemigo pasa el setenta y cinco por ciento de su existencia agazapado en su refugio: juntas, grietas o cualesquiera otras cavidades. Sabe también que es prácticamente ciego y que mantiene sus antenas en permanente contacto con las superficies para detectar vibraciones o cambios de temperatura o humedad. Y sabe, o más bien trata de convencerse de ello, que le teme al hombre. Por eso, mientras inspecciona cuidadosamente la cocina con la lupa que alimenta su pasión por la filatelia en busca de posibles escondrijos, golpea cuanto tiene a mano para evitar encuentros desagradables. Tras diseñar el mapa, y según las instrucciones de la lista, pasó a colocar trampas por toda la cocina, a sellar cada abertura, a tirar todos los alimentos que tenía en casa y a limpiar cada superficie hasta convertirlas en espejos. Cuando hubo cumplimentado todos y cada uno de los pasos de la lista era ya de día, un gran alivio, ya que rara vez el enemigo despliega actividad alguna a plena luz del sol, lo que tomó como garantía para tumbarse despreocupadamente sobre la cama con la casi absoluta certeza de que sus uñas estarían intactas horas después.

Y a todo esto, ¿qué hubiese respondido el Sr. Palicio en abril, cuando dio comienzo su cruzada, si alguien le hubiera advertido cabalmente que estaba cavando su propia fosa? Difícil saberlo, la verdad. No nos consta lo que no sucede, como es natural, ni siquiera nos consta todo lo que sucede; pero es dable suponer qué piensa ahora mismo, o más bien qué intuye, ya que en circunstancias como las que le ocupan el instinto desplaza, arrincona, cualquier reflexión sensata. Lo que es evidente es que nada ni nadie se toma la molestia de perseguir al prójimo si no pretende algo de él. Y al Sr. Palicio lo están persiguiendo, vaya que si lo están persiguiendo. Y a juzgar por el aspecto de estibadores de quienes lo persiguen, ahí los vemos ahora aparecer por el otro lado de la alameda, dos tipos corpulentos como estufas, de miradas cetrinas, mandíbulas cuadradas y puños apretados y macizos cual martillos pilones, la opción del Sr. Palicio, la de escabullirse, la de refugiarse, la de tratar de pasar inadvertido, es la más inteligente de cuantas haya podido barajar, si es que ha barajado otras, que nos tememos que no. En todo caso, cualquiera con la suficiente empatía para ponerse en su lugar coincidirá en señalar que, lejos de ser patética, su respuesta al peligro inminente que sobre él se cierne está siendo como poco astuta. Por eso ninguno de los escasos transeúntes que alrededor de la alameda se empiezan a congregar y que tienen a la vista al Sr. Palicio se ríe de su postura fetal, agazapado tal que un quebradizo armadillo bajo la flora local. Y es que cualquier testigo directo de lo que ahora mismo sucede en la alameda juzgará meridianamente evidente, lo que produce sobrecogimiento y algo de tensión, que hay un desequilibrio notable entre perseguidores y perseguido, y que la pareja de estibadores, más pronto que tarde, dará alcance a su presa. Pero, entretanto, continuemos tratando de narrar cómo ha llegado el Sr. Palicio hasta aquí.

Tras unas horas de reposo se despertó pues el Sr. Palicio y, tras verificar que tanto uñas como cejas continuaban como antes de echarse a dormir, se encaminó satisfecho a la cocina para comprobar de primera mano el resultado de su avance sobre el enemigo. Lo que allí vio le produjo sensaciones encontradas: arcadas y satisfacción. Es harto complejo, si se piensa bien, que ambos síntomas se manifiesten al unísono, salvo en situaciones extremas como la que detallamos. Sobre el enlosado de la cocina había dos cucarachas, a simple vista inmóviles. Su sola visión produjo en nuestro héroe unas ganas casi irrefrenables de vomitar, por lo que tuvo que volver la cabeza, pero mientras lo hacía sintió, como quedó dicho, una gran satisfacción, que se manifestó en forma de orgullo. Y entonces se dijo que no era para menos. Se dijo que había conseguido burlar sus temores, lo que le había llevado a ganar la primera batalla, aunque no la guerra.

Pertrechado con su lupa filatélica y arrastrando indeciso las zapatillas, el Sr. Palicio fue aproximándose despaciosamente hasta donde los cuerpos de ambas cucarachas yacían, y cuando las tuvo a sus pies hubo de exprimir al máximo los recursos de su terapia conductual para agacharse y sostener la lente a treinta centímetros escasos de una de ellas. Pero lo hizo, damos fe, vaya si lo hizo. Y, superado el terrible pavor que pocas horas atrás le había inmovilizado, contemplaba ahora en aumento el cuerpo quitinizado y aplanado dorsoventralemente de la cucaracha, las largas y filiformes antenas de su cabeza, su pareja de alas braquípteras, sus seis delgadas y espinosas patas, los seis espiráculos que utilizaba para respirar antes de quedar atrapada en la trampa. Y a pesar de la repugnancia que aún le inspira este invertebrado que ha logrado perpetuarse desde el Carbonífero, tal es su resistencia, se obligó el Sr. Palicio a estudiarlo con minuciosidad: no hace falta ser Napoleón para saber que las probabilidades de victoria son directamente proporcionales a la información que se posea acerca del enemigo. El Sr. Palicio situó después la lupa sobre la otra cucaracha, que era idéntica a la primera pero más grande, de unos 3,5 centímetros de largo. Y cuál fue su sorpresa cuando comprobó que movía levemente dos patas, las pertenecientes al segundo segmento torácico. Dedujo con acierto entonces que la cucaracha no estaba completamente muerta, si es que es posible morir a medias, y juzgó como extremadamente ineficaces las trampas que había dispersado por toda la cocina. Según sus cálculos, si había puesto veintidós trampas para matar al menos a una decena de cucarachas y sólo había provocado en las filas del enemigo dos bajas, y una de ellas no mortal, estaba claro que tenía que probar otro método. Pero, ¿cuál?

La respuesta le vino sin siquiera pensarlo. Cuando se dio cuenta estaba de pie en medio de la cocina aplastando el cadáver de la cucaracha con la zapatilla mientras sujetaba por encima de su cabeza a su compañera moribunda, a la que mantenía sujeta entre los dedos índice y pulgar mientras la miraba fijamente a los ojos. De repente, sin más, apretó ambos dedos con toda la fuerza de que fue capaz, escuchó un crujido como el que se produce cuando se pisa una cáscara de cacahuete y redujo el grosor del cuerpo del insecto al de un folio de papel Din A 4. La víctima, evidentemente, dejó de mover las dos patas que antes movía. Y ese momento, el de despachurrar a la cucaracha moribunda con sus propias manos, podría considerarse una epifanía en la existencia del Sr. Palicio; y si estuviésemos haciendo literatura diríamos acaso que en ese mismo instante estalló un trueno como un presagio, o que por la ventana se coló un rayo de luz que iluminó la figura del Sr. Palicio, o incluso que el Sr. Palicio soltó una carcajada bárbara que rebotó en todas las esquinas del vecindario. Buscaríamos lo que los entendidos llaman un correlato. Pero no estamos haciendo literatura, sino que nos ayudamos de ella para tratar de explicar por qué el Sr. Palicio se halla ahora en la encrucijada mortal de la que va a ser testigo Navalperal de Pinares. Así que diremos la verdad, lo único que realmente sucedió: que las tripas viscosas de la víctima desventrada se escurrieron lentamente por los dedos de su verdugo. Pero esto fue suficiente para henchir de orgullo a nuestro héroe, al que por primera vez, hasta donde le alcanza la memoria, le tocó estar del lado de los ganadores. Mal sabía entonces, como sigue sin saberlo hoy, que el orgullo engendra al tirano. El orgullo, ya lo dejó dicho el maestro, cuando inútilmente ha llegado a acumular imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un abismo de males del que no hay posibilidad de salir.

El Sr. Palicio, al que no le cabía más aire en el pecho, salió de la cocina y se sentó en su estudio. Quería llamar a su madre y detallarle cuanto acababa de suceder. Pero, consciente de la trascendencia casi metafísica del momento capital que acababa de vivir, se tomó su tiempo, unas dos horas, para dar con una frase ingeniosa y lapidaria que reflejase en su plenitud la esencia, el meollo de lo ocurrido y que acaso, quién sabe, se perpetuase en la Historia. Mamá, dijo cuando su madre hubo respondido al teléfono, ha sido un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad. Alea jacta est, respondió la Sra. Palicio muy seria. ¿Qué?, preguntó él. Que la suerte está echada, alma de cántaro, que no hay marcha atrás; es lo que decía tu padre, que en paz descanse, cuando tomaba una decisión inquebrantable, como cuando pidió mi mano. El Sr. Palicio colgó el teléfono algo confuso. Desconocía que su padre supiese latín pero, de algún modo que ni él mismo hubiese sido capaz de explicar, se sintió como Julio César cruzando el Rubicón para medir el fierro de sus tropas con el de las de Pompeyo en una guerra civil definitiva.

Salvo por pequeños matices puntuales, lo que sucedió en las siguientes semanas es fácilmente predecible. No es el ser humano una especie tan compleja como machaconamente se nos quiere dar a entender. Al igual que los perros de Pavlov, que en manos del ejército alemán terminaban por inmolarse bajo los tanques enemigos al rebufo del sonido de un simple diapasón, que anteriormente habían aprendido a identificar como un estímulo que precedía a una recompensa, asimismo canalizó inconsciente su primer éxito el Sr. Palicio, que comenzó a pasar las noches en vela, dedicado por entero a su misión, ebrio de éxito, postergando indefinidamente todas sus obligaciones, incluso la construcción de su maqueta a escala de Pekín.

Consecuentemente, poco a poco fue invirtiendo su ritmo de vida para adecuarlo al de su cruzada, para sorprender a trasmano al enemigo, para multiplicar sus probabilidades de victoria. Empezó a dormir durante el día y se levantaba poco antes de la puesta de sol para enfundarse su uniforme de exterminador. Esparcía azúcar por el suelo de la cocina y se agazapaba completamente inmóvil en el vano de la puerta a la espera de que la oscuridad lo anegase todo. Y allí aguardaba sentado en el suelo, casi sin respirar, a que el enemigo organizase una batida de intendencia. Tras un tiempo razonable o que el Sr. Palicio consideraba lo suficientemente razonable para que el enemigo relajase la guardia, encendía de pronto la luz y se lanzaba cuan largo es sobre el suelo de la cocina. Y entonces golpeaba las baldosas ciego de cólera. Golpeaba con puños, rodillas y pies, machacaba, aplastaba, aporreaba, chafaba, apisonaba, despachurraba, trituraba, descuartizaba. Sus enguantados puños apretados subían y bajaban a un ritmo tremendamente exigente. Visto desde arriba, el Sr. Palicio bien parecía un náufrago en alta mar tratando de escapar de las fauces de un gran tiburón blanco, tan rápido agitaba brazos y pies. Al cabo de un minuto, dos a lo sumo, cesaba lo que nuestro héroe y la Sra. Palicio, en sus conversaciones telefónicas diarias para comunicar el parte, llamaban la masacre. Entonces el Sr. Palicio se levantaba, retrocedía dos pasos y, ahíto de la gloria del guerrero, con los ojos inyectados en sangre y el pulso al ritmo de una ráfaga atropellada de un Kalashnikov ruso, escupía violentamente sobre sus víctimas y luego las contaba, las que en el suelo yacían y las que en ocasiones se le quedaban adheridas a su mono azul, emplastadas con sus propias vísceras derramadas. Ay, qué poco comprendía nuestro héroe entonces, como parece no comprenderlo hoy, que, como bien dejó escrito el poeta, no hay pasión que quebrante tanto la sinceridad del juicio como la ira. La misma ira con la que procedía el Sr. Palicio a rematar a las cucarachas moribundas a pisotones, con la que recogía los cadáveres y los introducía en un inmenso bote de cristal, que dejaba sobre la encimera de la cocina con la intención de que sirviese de ejemplo a las que habían conseguido escapar. Incomprensiblemente, obviaba nuestro héroe que, como ya quedó dicho y él sabía, las cucarachas son prácticamente ciegas, por lo que difícilmente servirían los crucificados como en tiempos del Imperio Romano para escarmentar a los rebeldes, aspecto morfológico que debió contribuir, si se piensa lógicamente, a que tres semanas después de los acontecimientos relatados el índice de mortandad diario en las filas del enemigo continuase inalterable, de lo que dedujo el Sr. Palicio que algo estaba haciendo mal.

Pues a grandes males, grandes remedios, dijo la Sra. Palicio, versada como pocos en los vericuetos de la cultura popular, cuando su hijo acabó de exponerle sus cuitas respecto al estancado exterminio de la plaga que asolaba su casa y que, a buen seguro, se estaba extendiendo por el resto de la población mientras él permanecía anclado a un único frente de batalla. ¿Qué propones entonces mamá? Dales ginebra, respondió ella. ¿Ginebra?, preguntó incrédulo él. ¿No dices siempre que lo que yo bebo es el peor veneno del mundo y que me va a matar?, dijo ella. Y sin más, acto seguido, colgó el teléfono. Nuestro héroe comprendió al vuelo, tonto no es, ya quedó dicho, que su madre estaba amargada. No es que fuese una amargada sino que estaba amargada, que no es lo mismo, y comprendió además que había vuelto a beber. Decidió que se ocuparía seriamente de ese asunto más adelante y los siguientes días, sin abandonar su cruzada nocturna, los dedicó incansable a la búsqueda de una fórmula exterminadora definitiva que borrase para siempre de la faz del planeta a una especie tan dañina como innecesaria.

El resultado de su investigación, a grandes rasgos, ya que una explicación pormenorizada de las reacciones que causa la interacción de diferentes elementos químicos requeriría de una nimia explicación para la que carecemos de espacio y tiempo, fue un compuesto a base de imidacloprid: una materia activa de la familia de los neonicotinoides, molécula que genera una modificación de la transmisión de estímulos al sistema nervioso que produce parálisis y cuyo mecanismo de acción es diferente al de los organofosforados, carbamaros y piretroides, de modo que permite anular la resistencia de las cucarachas a los insecticidas. Lo mismo sucede con el sarin o flourometilfosforil, cien veces más potente que los pesticidas organofosforados, y que el Sr. Palicio decidió a última hora añadir a su fórmula insecticida. Convenientemente mezclado con ácido bórico, algo de nitroglicerina, un tres por ciento de ginebra y una pizca de ricina, cuya inhalación es mortal porque produce fallos respiratorios en todo lo que se mueva, confeccionó finalmente el Sr. Palicio el insecticida definitivo, el arma secreta, su personal bomba H contra la resistencia de las cucarachas, que a punto está de estallarle en las manos.

¿Quién le iba a decir entonces al Sr. Palicio que un par de semanas después, hoy mismo, casi ahora, iba a convertirse en víctima de su propio orgullo y ambición? ¿Quién que los réditos de sus noches en vela, la superación de su miedo abisal, la pérdida de su empleo por absentismo laboral, el abandono de sus sueños artísticos, iban a traducirse en su propia tragedia? Porque para su desgracia, los domingos a esta hora las alamedas de todas las localidades, y asimismo la de Navalperal de Pinares, se llenan de gentes dispuestas a rezongar, a abandonarse a su bien merecida tarde de asueto paseando en familia en un ambiente agradable y arbolado. Pero hoy, ahora mismo, muchos de los vecinos de su pueblo no pasean; es decir, no caminan por distracción o ejercicio, no están en movimiento sino que se han detenido, ahí los estamos viendo, con la mirada fija en el Sr. Palicio, que está arrodillado sobre la gravilla y agazapado tras un sauce llorón. Y todos los vecinos pueden ver a cuatro metros de distancia el traje azul de látex con esa E gigante cosida en el pecho del Sr. Palicio, traje que lleva estrechamente ajustado al cuerpo, lo que delata su respiración agitada entre dos costillares de refugiado, tanto se obstinó en su cruzada en las últimas semanas que hasta de comer se olvidó. Y todos pueden ver, y de hecho la están viendo, su extraña máscara, además de que le falta un zapato, como ya dejamos dicho al principio mismo de este relato. Y la curiosidad de sus vecinos, sobre todo la de los niños, que señalan con sus dedos menudos a nuestro héroe; la curiosidad y sorpresa de sus vecinos decimos, que le reconocen de la estafeta de correos, ya que no hay quien alguna vez no haya recibido una multa, una citación judicial o una notificación de Hacienda, esa curiosidad llama la atención de la pareja de estibadores. Y aunque éstos no parecen tipos de muchas luces, y si investigásemos su pasado comprobaríamos sin mucho esfuerzo que de hecho no lo son, sí tienen las suficientes para intuir hacia dónde tienen que dirigirse si lo que quieren es acabar de una vez por todas con la fuga del exterminador. Pero no nos precipitemos y vayamos por partes.

Sucedió, pues, que el Sr. Palicio, consciente de la toxicidad altamente mortal de su ingenio, confeccionó el traje de vinilo y la extraña máscara que ahora llama la atención de sus vecinos. Una indumentaria, todo hay que decirlo, bastante ridícula y algo carnavalesca a la que alguien con una imaginación de mayor vuelo que la del Sr. Palicio probablemente hubiese añadido una capa. Pero nunca ha sido el Sr. Palicio dado a los excesos, como ya está dicho, y siempre o casi siempre ha hecho de la sobriedad una suerte de bandera personal. Al fin y al cabo, se dijo, su nuevo uniforme perseguía más efectos prácticos que estéticos, esto es, protegerse de los probables efluvios de su arma letal. Sin embargo, y quizás esto sea indicio de algo aunque no seremos nosotros quienes lo aseguremos, no pudo nuestro héroe evitar la tentación de coserse esa E gigante en el pecho, un pequeño acceso de vanidad que, suponemos, él mismo reconoció pero también se perdonó. Aplicó entonces metódicamente su insecticida, convenientemente transformado en espray, por cuanta oquedad había susceptible de convertirse en refugio de su enemigo no ya en la cocina sino en toda la casa. Y su sorpresa fue mayúscula y no menores su entusiasmo y alegría, cuando comprobó al día siguiente que desperdigados por toda el apartamento, aunque fundamentalmente por la cocina y el cuarto de baño, había cadáveres a docenas. Siempre es asunto complejo y de muchas aristas describir la felicidad. Las más lúcidas mentes que han dejado constancia de su genialidad nunca se han puesto de acuerdo acerca de tan espinoso asunto. Ya dejó dicho el maestro, príncipe eterno de los verdaderos pensadores, que la esencia de la felicidad es cuestión disputada. Así que, para entendernos, recurriremos al lenguaje llano, de uso común, y nos limitaremos a afirmar que el Sr. Palicio estaba feliz como unas castañuelas o, de manera más prosaica, que no le cabía el pelo de una gamba por el culo de tanta felicidad.

Para atajar, pues a punto está la pareja de estibadores de llevar a término esta historia, diremos que no fueron pocos los vecinos de Navalperal de Pinares que en estas últimas semanas se toparon con nuestro héroe, al principio los de su propio descansillo, más tarde los de otras plantas del edificio, en posturas impropias del ser humano, que destaca entre otras cosas por su capacidad para caminar erguido sobre dos extremidades. No era entonces el caso del Sr. Palicio, quien reptaba por los rellanos cuando caía la noche, no por una repentina identificación con la especie que se ha propuesto exterminar, lo que literariamente, parece obvio, tendría su enjundia, sino para mejor aplicar con mimo pequeñas pero suficientes cantidades de veneno para exterminar la plaga. Quienes en esta actitud le sorprendían quedábanse estupefactos, algunos boquiabiertos y algo azorados, como es natural, pero, más allá del consabido correveidile vecinal que acontecimientos como éste generan en cualquier población pequeña, nadie interrumpió nunca la labor del Sr. Palicio, el cual continuó aplicándose con un celo tan encomiable como obsesivo a su misión exterminadora. ¡Ay! Cuán diferente hubiese sido tal vez el futuro de nuestro héroe si cualquiera de estos vecinos que con él se toparon le hubiese recordado, aunque fuese por encima, que, como dijo el poeta, es imposible imaginarse siquiera toda la ignominia y la caída moral a que sin remordimiento alguno es capaz de llegar el obseso. Más aún cuando esa obsesión se torna, cómo decirlo sin que en ello parezca que nos mueve algo personal, infatuada y algo ensoberbecida.

Pero es precisamente por ello que, llegados a este punto, difícilmente sorprenderá al lector que afirmemos que a medida que el metódico exterminio de nuestro héroe se iba cobrando víctimas mortales aumentase en su fuero interno la necesidad de matar. Porque así como el Don Juan juzga siempre insuficientes sus conquistas o se desvela el millonario para dar con la fórmula que multiplique sus millones, así el exterminador se obceca en su misión, plenamente convencido de su bondad. A la cizaña, ya se sabe, se la arranca de raíz o no se la arranca, porque volverá sin duda a crecer y a contaminar. Y aunque en los planes del Sr. Palicio está el arrancar de cuajo la cizaña de toda la localidad, decidió, como todos los que acceden a una parcela de poder, no importa su tamaño, hacer de él un uso discrecional. Es lo que llamamos tráfico de influencias o acaso prevaricación, sinfonía tan cautivadora como el canto de las sirenas para el marino homérico o el de las máquinas tragaperras para el ludópata recalcitrante.

Consecuentemente, y aunque la justicia y el sentido común sugerían lo contrario, es decir, un exterminio ordenado cimentado en la lógica más elemental: rellano a rellano, edificio a edificio, barrio a barrio; consecuentemente decimos, encaminó nuestro héroe sus pasos hacia la morada de la Sra. Palicio, unas cuantas manzanas a trasmano del itinerario ideal. Y, también consecuentemente, no podemos dejar de preguntarnos qué le hubiera deparado el destino al Sr. Palicio si se hubiese mantenido fiel a su programa original. Quizás el terror que ahora le atenaza, ese que le inmoviliza ante los ojos de sus vecinos, pero también de sus verdugos, los cuales están a un pestañeo de abalanzarse sobre él como sólo lo hacen las pirañas sobre el náufrago; quizás, decimos, pero sólo quizás, fuese su ventura otra. Pero cada acción, parece ocioso que abundemos en ello, implica una consecuencia. Y si de lo que hablamos es de una cadena de decisiones equivocadas o como mínimo precipitadas, lo que sucede, metafóricamente hablando, claro está, es que la tierra firme deviene en insondable abismo de arenas movedizas, de las que cuanto más porfía el incauto por huir con mayor celeridad precipita su condena. Sin embargo, y si se piensa bien, la verdadera esencia de la tragedia de nuestro héroe, un hombre de natural juicioso y moderado, es que, incomprensiblemente, solamente ahora, ¡ay!, justamente ahora que le es del todo imposible desandar el camino andado; precisamente ahora que acaba de recibir el impacto de una piedra picuda en el cogote, lo acabamos de ver, comienza a presentir su destino y también su desatino. Pero no dejemos que la impaciencia nos precipite hacia el desenlace sin haber pasado antes por el nudo de la historia del Sr. Palicio.

Pues bien, lo que sucedió, el nudo de la historia del Sr. Palicio, es tal y como sigue: la Sra. Palicio está tirada de espaldas sobre el suelo de su cocina y con ambas manos y una tenacidad inquietante se aprieta el gaznate para que su piel vaya adquiriendo una tonalidad sospechosamente retinta. Las venas de su nariz laten y se inflan como las varices de los futbolistas, y de su boca asoma la lengua pálida, que estira hasta el canto mismo de la barbilla. También jadea compulsivamente, como si quisiera todo el aire para sí. Y se convulsiona y patalea. Y se balancea sobre el lomo como si fuera una vasija semivacía o, por qué no, una cucaracha panza arriba. Por último, saliva tan copiosamente que si estuviésemos haciendo literatura diríamos que bien parece un bote de espuma de afeitar.

Pero no hacemos literatura, ya quedó dicho, sino que la utilizamos para mejor explicar qué le sucede a la Sra. Palicio. Por ello, es de justicia advertir que no recurrimos a ella cuando afirmamos categóricamente que se le están saliendo los ojos de las órbitas, expresión tópica que en el habla común acostumbramos a utilizar para expresar sorpresa. Y aunque la Sra. Palicio está sorprendida, estupefacta incluso, de eso no hay duda, los ojos no se le salen de las órbitas metafóricamente, sino literalmente. La explicación física de este fenómeno es sencilla: los globos oculares, del tamaño de pelotas de ping pong, están alojados en sendas cavidades craneales y rodeados de seis diminutos músculos denominados exógenos. Cuando a través del conducto que conecta fosas nasales y órbitas oculares circula más aire del que debiera, los músculos exógenos, elásticos como el caucho, ceden. Entonces los ojos tienden a salirse de sus cuencas. Es por ello que, en un acto reflejo, siempre cerramos los ojos al estornudar. Pero lo que sucede es que por el conducto de la Sra. Palicio está entrando mucho aire. Demasiado aire. Tanto aire que, se entiende, los párpados se ven incapaces de contener a los ojos, que ya sobresalen como dos bolas en un árbol de Navidad. A la Sra. Palicio, no haría falta decirlo, le queda un suspiro, puede que dos.

Del mismo modo, también es evidente, y puede que hasta ocioso relatarlo, qué sucedió inmediatamente antes y qué sucederá inmediatamente después de la muerte de la Sra. Palicio. Pero no es nuestra intención abordar esa dialéctica de mostrar y silenciar, ese juego de decir y pretender, esa añagaza de dejar espacios vacíos que configuren entre tinieblas esta historia. No, no. Nosotros no buscamos, como hacen los poetas, efecto alguno en dejar espacios vacíos, a los que los entendidos denominan elipsis. Al contrario. Por ello diremos que si la Sra. Palicio está a punto de expirar se debe sólo a su imprudencia. Primero, por abrirle la puerta a su hijo. Segundo, por presentarse con una bata medio abierta de la que sobresalía claramente un pezón tan antiguo como picudo. Tercero, por reírse beoda y a mandíbula batiente del traje de exterminador de su hijo. Y cuarto, por llamar despectivamente al Sr. Palicio alma de cántaro y botarate entre efluvios vinosos y ante sus mismas narices. Tras esto, a nuestro héroe le llevó exactamente tres segundos alzar su bote de espray y rociar con él a la Sra. Palicio, la cual se desplomó con estrépito y pataleó frenética por retener el aliento, que se le iba yendo, como quedó dicho. Sin embargo, aún tuvo tiempo la moribunda de decir, entre dramáticos accesos de tos embriagada y en un susurro tan enigmático como difícilmente perceptible: Recuerda, tú eres responsable de tu rosa. Y acto seguido, falleció.

No es nuestra misión, simples cronistas, desentrañar el acertijo de la Sra. Palicio, ni estamos en condiciones de saber si nuestro héroe lo resolvió, pues entre los rasgos de su personalidad no se cuenta el de hablar solo. Así que nos limitaremos a los hechos. Y estos son: Durante cinco minutos, el Sr. Palicio permaneció de pie, inmóvil en la cocina y con el bote de espray en la mano, ensimismado, los brazos caídos, quizás recapacitando sobre las últimas palabras del oráculo materno, envuelto en un silencio nuevo, tan denso como inquietante, contemplando el cadáver a sus pies, todavía caliente, sonrosado y cubierto de espuma. Y aunque cualquiera diría que aquí se nos está yendo la mano y que a punto estamos de comenzar a fabular, no mentimos si afirmamos que el rostro occiso de la Sra. Palicio resplandecía intermitentemente a la luz cimbreante del neón que anuncia un hostal mortecino en el edificio de enfrente. Ni que cada vez que la luz anaranjada irrumpía por la ventana, entraba con ella un sonido vibrante y nervioso, sólo perceptible en la quietud de la noche, como si dos moscas se debatiesen alarmadas en el interior de un tubo fluorescente.

De repente, un estruendo de cristales rotos y el sonido de una francachela histérica, que acabó por perderse al fondo de la calle, arrancaron al Sr. Palicio de su ensimismamiento. Entonces se agachó nuestro héroe y trató de levantar el cadáver de su madre, tan pesado que acabó por arrastrarlo de una pierna por todo el apartamento: los fláccidos brazos y los bajos de la bata alzados por encima de la cabeza, las bragas al aire, el cráneo desmadejado traqueteando en cada juntura de las baldosas hasta llegar a la habitación, donde con un esfuerzo mayúsculo consiguió el Sr. Palicio meterlo en la cama, cubrirlo hasta en el embozo y peinarlo con cuidado. Luego le dio un beso en la frente, cogió de la mesilla de noche la botella vacía de ginebra, apagó la luz y se dispuso a abandonar la casa. Y cuando a punto estaba de cerrar la puerta, vio a sus pies una pequeña e insignificante cucaracha que corría asustada, arrimada al resguardo del zócalo. Apuntó entonces nuestro héroe al insecto con su bote de espray, pero cuando iba a pulsar el aplicador… se contuvo y le permitió vivir. Luego cerró la puerta a sus espaldas y tomó la calle oscura.

Evidentemente, bien podríamos aquí detenernos y rellenar esta historia de digresiones acerca de la naturaleza de nuestro héroe. Pero ni esa es nuestra encomienda ni disponemos de tiempo suficiente para ello porque el Sr. Palicio, ahí lo estamos viendo, acaba de recibir en la boca el impacto de una puntapié tan certero y rotundo que sus dientes ruedan desparramados por la alameda de Navalperal de Pinares como fichas de dominó antes del inicio de la partida. Pero la partida del Sr. Palicio, como él bien sabe, no empieza sino que acaba porque su vida entera, como también saben quienes antes que él presintieron su final antes de su propio final, está pasando toda ella en un periquete por delante de sus ojos. Y lo que ahora ve a cámara rápida ya lo hemos contado todo. O casi todo. Porque además de las clases de Catequesis, de su maqueta inacabada de Pekín, del concierto de Sinatra, de sus tediosas mañanas en la estafeta de correos y del pezón picudo de su madre, se le aparece ahora toda esa gente cuya general corrupción de costumbres y entera ignorancia de sus obligaciones como ciudadanos y vecinos, herederos de una mala crianza y alegremente inclinados a un contagio ad hominem de todos los vicios, tuvo el Sr. Palicio que redimir con su espray propiciatorio de exterminador. Y así, sucesivamente, se ve el Sr. Palicio a sí mismo sulfatando al mendigo que le pidió unas monedas para vino, a la señorita de poca ropa expuesta a la luz de una farola que le ofreció un completo y al malgeniado proxeneta de dorada dentadura que le insultó de manera descarnada mientras se mofaba de su traje de exterminador. Los ve a ellos y a unos cuantos más, todos desplomados y suplicantes, retorciéndose entre espasmos de dolor con los ojos desorbitados y ahogados entre amenazas y sus propias babas derramadas, víctimas exactamente de los mismos padecimientos que había sufrido antes de sucumbir la madre del Sr. Palicio, La Botijo.

Sin embargo, lo verdaderamente frustrante para el Sr. Palicio, lo que en verdad le quitaría el sueño si fuese a tener la oportunidad de volver a soñar, es que sólo ahora, en este mismo instante en que a punto está de transitar el mismo camino que sus víctimas antes que él, justo ahora que ha superado a base de patadas el umbral del dolor y ya ni siente ni tampoco padece, se le hace obvio a nuestro héroe el axioma de aquella pensadora que tantas veces ha leído y que, parafraseando a los sabios, aseguraba que nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo. Y aunque él no ha golpeado a nadie, optando como el francotirador por un exterminio limpio y a distancia, sí se ha regocijado en la contemplación morosa de la lenta agonía de sus víctimas, descuidando de paso su espalda, sobre la que se encaramaron vengativos en un ataque sorpresa los dos estibadores, de los que sólo pudo huir sin un zapato y sin gafas, como quedó dicho al principio mismo de este relato, sólo para prolongar su agonía y para acabar donde está ahora, como ya adelantamos al principio mismo de esta historia.

Y ahora, mientras recibe recios golpes en la cabeza y las costillas, observa acurrucado sobre la gravilla a los vecinos de Navalperal de Pinares, muchos echándose las manos a la cabeza, casi todos perplejos y con la vista fija en él, algunos ocupados en tapar con las manos los ojos de sus hijos. Y mientras esto sucede, decimos, reflexiona nuestro héroe sobre el horizonte hermenéutico de su cruzada y se pregunta dónde la cagó.

No es misión del cronista extraer conclusiones ni emitir juicios de valor. Y aunque el relato se presta a irónicos juegos de palabras no es esa su labor, sino que ésta consiste solamente en contar las cosas como son o como sucedieron. Nos abstendremos, pues, del recurso fácil de la moraleja. Aunque, ya metidos en harina, sí diremos, para concluir, que el Sr. Palicio murió preguntándose inquieto quién se hará cargo de su legado y de su inacabada maqueta de Pekín; reconociendo que, como dijo un gran general, la soberbia es una discapacidad que afecta a esos pobres mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder, y maldiciendo el día en que decidió independizarse y abandonar definitivamente el nido familiar.