Eusebio Losada no dejó de vivir cuando perdió la confianza en sí mismo, lo que así expresado bien podría interpretarse como el capítulo primero de un libro de autoayuda para personalidades débiles y neuróticas, sino cuando comenzó a desconfiar de sí mismo, lo cual, bien pensado, es meridianamente distinto. Y, si se piensa bien, tampoco es lo mismo dejar de vivir que morir. Y Eusebio Losada, antes de morir, dejó de vivir. Esto no lo digo yo porque me sienta hoy como una mierda ni porque esté escuchando ahora mismo a Chet Baker, que siempre me eriza la piel, lo dijo el propio Eusebio la última vez que pasó la noche en mi casa. Lo dijo con la cabeza apoyada en mi pecho, donde a él le gustaba descansar después de hacer el amor mientras se fumaba un cigarrillo y yo le enroscaba el pelo con un dedo. Pero ese día no follamos. Lo intentamos, pero no follamos. Y cuando así estábamos, abrazados en silencio en la penumbra de mi cuarto para invitados, sentí el discurrir de una gota resbalando hacia mi ombligo. Y entonces supe que estaba llorando. No era la primera vez que me pasaba eso con un hombre. Algunos llegan demasiado borrachos, otros, simplemente, no pueden o no quieren follar. Y a veces, por supuesto, lloran. Pero Eusebio Losada nunca había sido de ésos ni tampoco se había convertido en un tipo vidrioso y quebradizo, como llegué a escuchar en alguna conversación suelta durante el funeral. No, el bueno de Eusebio era todo optimismo, energía y decisión, además de un caballero integral de los pies a la cabeza, de los que ya no abundan, un tipo de carácter rocoso y principios impermeables sobre los que se intuía el sobrevuelo de un alma sensible. Me di cuenta el mismo día que lo conocí, con aquella invulnerable sonrisa suya de labios delgadísimos y aquellos andares tan resueltos y ligeros y neumáticos, como los de los vendedores a comisión de los grandes almacenes. Por eso me extrañó su llanto y por eso le alcé la cabeza y enfrenté sus ojos. Y vi que estaban como hundidos en una charca de angustia o de miedo o de inseguridad, cómo expresarlo; en todo caso ahogados en algo que no presagiaba nada bueno. No le pregunté nada. Había aprendido a no preguntarle nunca nada. Esperaba a que él me contara lo que quisiera o lo que me tuviera que contar. Esa vez no dijo nada. Al menos no inmediatamente. Se limitó a hipar, una y otra vez; y a cada hipido sucedía un espasmo a cuya grupa parecía que se le iba el resuello. Y entonces me lo dijo. Me dijo que no bebía ni gota desde hacía dos meses y que desconfiaba de sí mismo. No es que haya perdido la confianza en mí mismo, dijo, sino que desconfío de mí mismo, que no es igual. Le temblaba la barbilla y reconozco que por poco no me derrumbé. Siempre me ha parecido algo patética la imagen de un hombre llorando abrazado a las caderas de una mujer, pero si el que llora es alguien como Eusebio Losada, un tipo animoso e intrépido hasta la temeridad, casi hasta el absurdo, lo que produce es congoja y una tristeza tan honda y apagada como una piscina vacía en una noche sin luna, no sé si me explico. No acabé la universidad pero mis profesores aseguraban que era una chica despierta, más brillante que tenaz, y aún a riesgo de parecer presuntuosa, la verdad, puedo decir con seguridad que no me costó demasiado atar cabos, comprender. Sólo eso. Al fin y al cabo conocía a Eusebio desde 1984, cuando los dos éramos pobres como ratas pero nos empezábamos a mover por el mundo con la seguridad de que estábamos llamados no sé si a grandes cosas, pero sí a vivir con la holgura y despreocupación con las que viven los privilegiados, los que no se ven impelidos a consultar el saldo de su cuenta corriente con la misma ansiedad con que los enamorados rebuscan cartas de amor en el buzón tras divisar la llegada del cartero, no sé si me explico. En todo caso, y esto es lo importante, comprendí que el mundo de Eusebio Losada, su gran mundo, se resquebrajaba bajo sus pies con la suficiente inminencia para que no fuese posible una vuelta atrás. Y de paso, comprendí también que parte de mi mundo se iba con él.
Eusebio Losada era un bebedor voluntarioso, metódico, incluso homérico si se quiere, pero circunstancial. Lástima que las circunstancias que le arrojaban a los bares se repitiesen con una cadencia lo suficientemente ágil para precipitar su muerte, en mi opinión, con al menos un par de décadas de antelación. La primera vez que le vi estaba apoyado en una columna a una veintena de metros de donde un par de compañeras y yo repasábamos apuradamente la poesía de Coleridge o de Keats, quién sabe, en todo caso la de algún romántico que sabíamos caería en el examen parcial que nos esperaba en un par de horas. Y entonces sentí por primera vez sus ojos clavados en mí. Alcé la vista y cuando me pareció que nuestras miradas se cruzaban empezó a hacer aspavientos, a levantar ambos brazos por encima de la cabeza y a señalar con la mano derecha el reloj de la izquierda o el lugar donde se supone que se lleva el reloj, porque a esa distancia yo no podía saber si llevaba o no reloj. Creo que incluso gritó algo que no entendí, tan lejos estaba. Miré a mis espaldas pero allí no había nadie. Y cuando me volví ya se acercaba a nuestro grupo con ese encendido caminar suyo tan elástico. Y en un santiamén se plantó en nuestro corro. Y mirándome a los ojos me dijo que llevaba una hora esperando por mí, que a ver qué me creía y que lo mínimo que podía haber hecho era avisar. Luego me agarró del brazo y me arrastró lejos de mis amigas, hacia la columna donde él estaba apoyado cuando le vi. Entonces se detuvo y sin darme tiempo a decir ni pío me tapó la boca y alzando las cejas dijo: Teresa. Tú eres Teresa ¿verdad? Yo asentí con recelo y con su mano todavía en mi boca. ¿Quieres ganar quinientas mil pesetas?, preguntó. Volví a asentir. Esta vez con decisión. ¡Medio millón! Medio millón era un sueño para alguien como yo, una estudiante de tercero de Filología Inglesa en la Universidad Complutense, que trabajaba a media jornada para pagar por los pelos un piso compartido y poder acudir algunas noches a unos seminarios de lectura crítica llenos de aspirantes a poetas de los que un par acabaron publicándose a sí mismos. El resto se diluyó en las cloacas del anonimato, que están llenas de juveniles sueños rotos y que desembocan en la diáfana revelación del desengaño. Yo tampoco llegué a publicar. Una aspiración antigua que se extinguió como la llama de una cerilla en cuanto conocí a Eusebio Losada, quien añadió: Espero que tengas el pasaporte en regla, princesa, porque salimos dentro de dos horas hacia Marruecos. ¿Princesa?, pregunté yo. Y esa fue la primera vez que le vi reír, con esa infantil y contagiosa alegría suya que dejaba al descubierto una dentadura tan irregular y picuda como una cordillera.
Si cuento todo esto es para dar una idea más o menos ajustada de quién era Eusebio Losada, un tipo capaz de conseguir cualquier cosa en cualquier momento de cualquier persona. Sabía cómo hacerlo el muy bribón. Tenía duende. Y aquel duende me metió en un viejo Renault y me llevó a mi casa, donde en una maleta guardé el pasaporte, ropa y unos cuantas libros: George Mikes, Mailer y tal vez Faulkner, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que cuando nos pusimos en marcha tuve la certeza de que a mis espaldas quedaba no sólo Madrid, sino también mi trabajo de portera, la poesía anglosajona romántica, la Universidad y mis ambiciones literarias que, ahora lo sé, tenían menos futuro que una furgoneta abandonada en Las Barranquillas.
Antes de dejar Madrid, al borde mismo de la ciudad, Eusebio detuvo el coche y se apeó. Yo me quedé esperando y escuchando la radio. Desde donde yo estaba pude verle abrazar sin abrazar, o abrazar de canto, como decía él, a un tipo de melena y pantalones elásticos de pitillo. Después ambos llevaron a cabo lo que Eusebio llamaría una transacción. Y después entraron en el bar, donde estuvieron acodados a la barra no menos de media hora. Supuse de qué iba todo el asunto, al fin y al cabo nos íbamos a Marruecos y, al fin y al cabo, como ya dije, era 1984. Cuando Eusebio regresó dijo: Princesa, nunca, jamás, te fíes de alguien que no beba. No hagas negocios con abstemios. Te irá mal. Y supe que lo decía completamente en serio.
Eusebio Losada me cayó bien desde el principio. Era de esa clase de personas que consiguen que de entre los dedos se te escurra sin enterarte la arena del tiempo. A su lado dejé de pensar en lo que se quedaba atrás. Incluso dejé de pensar en lo que me esperaba, aunque me cambiaría la vida. Viajamos hacia el sur por carreteras secundarias con la parsimonia y la insistencia de un metrónomo. Íbamos charlando. De nada en especial, de esto y de aquello, aunque poco a poco detecté que a Eusebio le gustaba contar cosas de su niñez y de su infancia, a las que volvía una y otra vez, como si en aquellos años permaneciese oculta una revelación que se le había hecho inaccesible. De repente rompió a llover y nos detuvimos en una gasolinera. Tomamos un café en un bar cercano y entonces me contó lo de su padre. Me dijo que era un hombre corpulento y avinagrado. Me dijo que trabajaba en un astillero de El Ferrol y que bebía como una alcantarilla. También me dijo que le pegaba. Y, también, que se escapó de casa para no matarlo.
Volvimos al Renault en silencio y reemprendimos la marcha. Una decena de kilómetros después puse mi mano sobre la suya, que estaba apoyada en el cambio de marchas. Entonces Eusebio la retiró e introdujo una cinta en el radio casete. Me preguntó si me gustaba Chet Baker. Me encogí de hombros. Chet Baker es el trompetista de seda, dijo, un músico que te arranca lágrimas con sordina. Después me explicó que el mismísimo Charlie Parker, nada menos, les había advertido a los mismísimos Dizzy Gillespie y Miles Davies, o quizás dijo que fue alguno de estos dos el que había advertido a Parker, no lo recuerdo bien, que mucho ojo con el niño blanco que había aparecido de la nada para tocar de espaldas al bop. Y tenía razón, añadió Eusebio, que apretó los labios, infló los carrillos y comenzó a imitar con una precisión de cirujano el grácil y delgado sonido de la trompeta de Chet, como él llamaba a Baker.
Llegamos a Algeciras demasiado temprano para dormir y demasiado tarde para cruzar el estrecho. Así que recorrimos varios hostales con vistas al mar y acabamos decidiéndonos por una pequeña y algo destartalada casa de huéspedes con contraventanas de madera pintadas de azul. Reservamos una habitación con dos camas y tras una ducha templada salimos a cenar. Era temporada baja y no había casi nadie en las terrazas. Eusebio pidió dos cervezas y pescado frito sin consultarme, lo que me pareció bien. Cuando estábamos acabando las cervezas le pregunté por qué yo, por qué me había escogido a mí. Eusebio se me quedó mirando y dijo que pensaba que yo tenía lo que había que tener: una belleza sarracena, dijo, exótica en Madrid pero también en Tánger. Además, añadió tocándose la nariz con el índice, algo me dice que tienes mucho más. Me sentí halagada de una manera extraña, halagada de un modo que ningún otro hombre ha conseguido nunca siquiera imitar.
Esa noche, nada más regresar a la casa de huéspedes, Eusebio se quitó la ropa y se quedó de pie ante mí, completamente desnudo. Nos acostamos juntos por primera vez. Lo hicimos con ímpetu adolescente, como si al día siguiente se fuese a acabar el mundo, pero con la ternura y el silencio que sólo nacen de la costumbre. Después, Eusebio se quedó dormido. Completamente desvelada salí a la terraza. Con una toalla sobre los hombros, a la luz mortecina de la farola de la calle, en torno a cuya pantalla volaban alocadamente decenas de mosquitos, muchos de ellos hasta el último aliento, comencé y terminé del tirón la lectura de History of a Friendship, un libro que había comprado meses atrás en una librería con moqueta, enterrada en un sótano del más sucio Soho londinense.
Metimos el Renault en el primer ferry del día. Hacía una de esas mañanas redondas que te reconcilian con la suerte. Soplaba una brisa como una caricia y el sol tempranero cimbreaba en las aguas dormidas del estrecho. Eusebio me tomó de la mano y me llevó a popa, donde nos acodamos en la barandilla para ver alejarse por la punta a España. Luego me dio un bocadillo de queso, se encendió un cigarrillo y, cuando comenzaba a desdibujarse la costa, me preguntó: ¿De qué es ese libro que estás leyendo? Le conté que era de un escritor judío de orígen húngaro que se llama George Mikes y que narraba la vida y también la muerte de otro escritor, amigo suyo, que se llamaba Arthur Koestler. ¿Eso es todo, preguntó Eusebio, nada más? ¿De verdad quieres saberlo?, pregunté yo. Claro que quiero saberlo, dijo él. Entonces le conté, más o menos en orden, quién había sido Koestler: le expliqué que fue otro judío de origen húngaro nacido en 1905 cuya familia burguesa sufrió como muchas otras las traumáticas consecuencias de la caída del Imperio Austrohúngaro, que con poco más de veinte años se hizo sionista y se fue a Palestina para instalarse en un kibbutz, que luego fue periodista y que como tal viajó a bordo del primer zepelín que llegó al Polo Norte, que estuvo condenado a muerte en una cárcel en Sevilla durante la Guerra Civil de la que salió vivo por los pelos, que fue un comunista convencido hasta que Hitler y Stalin firmaron un pacto de no agresión, que conoció la fama y el dinero gracias a la publicación de El cero y el infinito, que asistió en directo a la entrada de los nazis en París, que compartió con Walter Benjamin pastillas mortales para ser ingeridas en caso de caer en manos del enemigo durante el exilio desde Marsella, que borracho como una cuba le partió la cabeza a Jean-Paul Sartre y la cara a Albert Camus, que hablaba húngaro, inglés, francés, alemán, español e incluso yiddish; que se puso hasta las cejas de LSD en los Estados Unidos de la década de 1960, que se obsesionó con las ciencias paranormales, la telepatía y cosas así, que acabó, en fin, instalado en Gran Bretaña, donde se había suicidado el año anterior, que fue cuando George Mikes había publicado este libro, que traducido al español significaba Historia de una amistad.
Entonces Eusebio, que seguía mis explicaciones con la misma atención de quien pretende ganarle una apuesta al trilero, exclamó: ¡Caramba! Yo no pude evitar una carcajada y Eusebio preguntó: ¿Qué?, ¿qué pasa? ¿Caramba?, dije yo mientras acomodaba la cabeza en su hombro. Eusebio me miró con una sonrisa como un campo de fútbol y, echándose el cigarrillo a los labios, dijo: Menudo tipo el tal Kostler, cualquiera diría que unos pocos años dan para tantas cosas. Bueno, dije yo, pues lo increíble de la historia es que la vida de Koestler no es más fascinante que su muerte. Koestler se suicidó, como te dije. Hasta aquí todo normal, nada nuevo. Lo increíble es que no se suicidó solo, sino con su pareja, que era su tercera esposa y al menos veinte años más joven que él. Koestler pertenecía a una asociación que defendía la eutanasia, el derecho a morir con dignidad. Cuando descubrió que estaba desahuciado por culpa del parkinson y un cáncer con metástasis preparó con todo detalle el día de su muerte. Según cuenta Mikes en su libro, cuando la señora de la limpieza, que, por cierto, era española, llegó una mañana a la casa de los Koestler, encontró una nota que le aconsejaba que no fuera al piso de arriba y que llamase a la policía. Cuando la policía llegó encontró los cadáveres de Koestler y de su esposa Cynthia, que tenía poco más de cincuenta años y que, aparentemente al menos, estaba perfectamente de salud. Llevaban treinta y seis horas muertos y estaban sentados tranquilamente en dos butacas, y al parecer Koestler tenía un vaso en la mano. Sobre una mesa la policía encontró una nota de despedida del propio Koestler, que por lo visto había escrito un año antes. ¿En el libro sale la nota?, me interrumpió Eusebio. Le dije que sí y entonces me pidió si, por favor, se la podía traducir. Así lo hice y Eusebio escuchó con toda atención lo que Koestler había escrito sobre su enfermedad, sobre cómo había ido reuniendo poco a poco fármacos legales y sobre lo poco que le interesaba seguir viviendo si no iba a poder valerse por sí mismo. A Eusebio le llamó especialmente la atención el hecho de que Koestler hubiese escrito que intentar suicidarse es un juego arriesgado cuyo resultado es únicamente conocido por el jugador si el intento falla pero no si tiene éxito. Eso sí que es verdad, dijo pensativo Eusebio, y aunque es obvio no sé a quién se le podría ocurrir escribir algo así. Luego dijo que él entendía perfectamente a Koestler y que su decisión había sido coherente con su vida, lo que merecía su aplauso, pero que no alcanzaba a comprender a Cynthia. Supongo que ella no podía concebir seguir viviendo sin su marido, dije yo, cerrando el libro. O puede que él fuese un auténtico hijo de puta, dijo Eusebio.
Tánger y sus gentes, cómo expresarlo, se me pegaron a la piel como huellas digitales. Hay olores, sensaciones, recuerdos…de una intensidad tan penetrante que jamás llegan a desvanecerse del todo, que de algún modo permanecen empozados en el alma, tatuados en la memoria; aunque en muchos casos, si fuese posible, no dudaríamos en perder un riñón sobre la helada plancha metálica de un camastro cualquiera, en una clínica ilegal de Camboya o de Birmania, a cambio de hacerlos desaparecer aunque fuese sólo por un día. En cambio, hay otros que se nos escurren como agua entre las manos por mucho que tratemos de retenerlos, de guardarlos con nosotros para siempre. De Tánger yo conservo un poco de todo y supongo que a Eusebio le pasaba lo mismo, aunque nunca, jamás, volvimos a hablar de Tánger.
Lo intentamos una vez. O al menos yo lo intenté una vez. Fue en 1988, el mismo año en que murió Chet Baker. De su muerte me enteré a través de una nota escueta y medio escondida en las páginas interiores de un periódico nacional, una nota que contaba muy a grandes rasgos que Baker, supuestamente, se había arrojado a la calle de madrugada desde la ventana de un hotel en Ámsterdam. Decía que el músico tenía serios problemas con las drogas y que su deterioro físico se había acentuado tanto últimamente que parecía un anciano pese a que sólo tenía cincuenta y pico años. Aseguraba de una forma que me pareció funcionarial, cargada de hastío, que la policía holandesa había encontrado sus restos estampados contra la acera y que enseguida daría el caso por cerrado. Eso era todo. De su magia para tocar la trompeta, de su voz suave y grave arañada por el whisky, de su repentina incursión y su influencia en la historia del jazz; de todo eso, ni una palabra. El periódico ni se había molestado en escribir una necrológica. Ni siquiera recordaba que hacía poco más de un mes había tocado en Barcelona, donde había ofrecido un concierto magistral, conmovedor hasta el desaliento, al que había asistido un buen puñado de personas, entre ellas Eusebio y yo, que volvimos a reencontrarnos por primera vez desde nuestro viaje a Tánger.
Durante todo ese tiempo, de Eusebio Losada sólo había intuido que estaba vivo. De vez en cuando, sin previo aviso, sin un patrón reconocible, sin más, el banco me notificaba un movimiento extraño en mi cuenta corriente, un ingreso que no procedía de la cristalería en la que había encontrado trabajo tras los cuatro meses que pasé en el hospital y que yo, aunque había decidido terminantemente que nunca más querría saber nada de Eusebio Losada, no podía en el fondo evitar pensar, quería incluso creer, que ese dinero no podía proceder más que de Eusebio Losada, como así fue.
No quiero hablar de eso, princesa, cortó por lo sano cuando le pedí explicaciones. Estábamos sentados en una terraza de Las Ramblas. Hacía uno de esos días estupendos que invitan a vagabundear lentamente por las calles con las manos en los bolsillos del abrigo, a perseguir despreocupadamente a tu propia sombra, a hacer un alto en cada escaparate. Eusebio había cambiado mucho y supongo que yo también, aunque él no dijo nada. Cuatro años son muchos años. En cuatro años pueden pasar muchas cosas, demasiadas. Yo las había rememorado casi todas a bordo del tren que me llevó de Madrid a Barcelona, donde me aprendí de memoria la carta que me había enviado Eusebio Losada, sin remite y con matasellos de Estambul: Princesa, decía, ¿te acuerdas de Chet? Tocará para nosotros en Barcelona. Espérame en la terraza de la cafetería Las Ramblas a las doce del mediodía del día seis. Tengo muchas ganas de verte y que me cuentes cosas sobre esos libros ingleses que lees tú. Un beso. Eusebio. Dentro del sobre había dos entradas para el concierto de Chet Baker, que se celebraría en la sala Zeleste. Y eso era todo. Lo primero que se me pasó por la cabeza, claro, fue romper la carta y las entradas, quemar los pedazos en un cenicero y olvidarme del asunto. Sin embargo, no sólo subí al tren y me aprendí la carta de memoria, sino que la estudié con tanto detenimiento que aún recuerdo perfectamente su letra en redondilla, aquellos puntos tan separados sobre las íes, el modo en que estiraba los rabillos de las aes… Y también recuerdo perfectamente que estaba nerviosa, nerviosa del mismo modo que lo estuve cada vez que nos volvimos a ver.
Como dije, Eusebio había cambiado mucho. Me di cuenta en cuanto lo vi aparecer, con media hora de retraso, doblando la esquina a grandes zancadas, tal y como yo lo recordaba. Sin embargo, su aspecto se había endurecido. Seguía tan delgado como un lápiz, pero se le habían formado arrugas en torno a los ojos y su cara parecía destilada por los años. Empalmaba un cigarrillo tras otro, y los encendía con un gesto reconcentrado que le daba un aire de poeta maldito permanentemente envuelto en humo. También había cambiado de estilo. Ahora llevaba gafas y vestía si no elegantemente, sí con más gusto, sin aquellas botas militares y aquella cazadora vaquera desvaída que ni por un segundo se había quitado durante nuestro viaje a Tánger y con la que yo lo recordaba. Además se había peinado. La verdad es que estaba muy guapo.
¿Princesa, a que no sabes qué me acaba de pasar?, preguntó nada más sentarse y darme un beso en la mejilla, como si ayer mismo hubiésemos ido al cine juntos, o como si cada día nos llamásemos por teléfono para contarnos cómo nos habían ido las cosas, o como si esos cuatro largos años no fuesen más que unos puntos suspensivos encerrados entre dos paréntesis. Como si, en fin, no hubiese pasado nada en Tánger, o al menos nada de los que mereciese la pena hablar. El tiempo, lo supe entonces y lo sigo creyendo hoy, no corre igual para todos. O al menos no corría igual para Eusebio Losada, que daba la sensación de vivir contra el cronómetro, desaforadamente, a una velocidad suficiente para que se le hiciese imposible volver la cabeza y mirar atrás, no sé si me explico. Esa fue al menos mi impresión entonces y lo sigue siendo en parte hoy, pese a que de Eusebio Losada, de su vida, sé más bien poco y lo intuyo casi todo.
No, por supuesto que no sé qué te acaba de pasar, le respondí, supongo que tratando de hacerle ver que su pregunta me resultaba impertinente y que no estaba precisamente feliz. Pero Eusebio, que ya tenía ante sí un vaso ancho lleno de whisky, no entendió o no quiso entender, o quizás estaba tan excitado que no podía entender. El caso es que continuó hablando atropelladamente, mirándome directamente a los ojos, mientras yo trataba de leer algo en los suyos, como traté de hacer, con un éxito más bien modesto, prácticamente toda mi vida. Lo que me contó fue que había salido a toda prisa del aeropuerto de El Prat y que había tenido la suerte de tomar el último taxi que había en la parada. Me aseguró que azuzó al taxista para que pisase a fondo pero que encallaron, así dijo, en un atasco de mil demonios, y que por eso llegaba tarde. Al parecer se había producido un aparatoso accidente a la entrada de la autopista y la caravana avanzaba muy despacio. Paciencia, le había dicho el taxista. Entonces, de repente, en uno de los momentos en que el taxi estaba detenido, se abrió la puerta de atrás y un tipo vestido con un abrigo negro que le llegaba casi a los tobillos asomó la cabeza al interior del taxi y, sin decir palabra, se sentó al lado de Eusebio. Me llevé un susto de cojones, dijo Eusebio, pero así, a bote pronto, no supe qué hacer. El tipo, además, no dijo nada, aunque según Eusebio agitaba las palmas de las manos como pidiendo tiempo. No tenía aire, dijo Eusebio, casi no podía respirar, se veía que había corrido como un loco para alcanzar el taxi. Y cuando pudo hablar, ¿sabes qué dijo? ¿Eh? ¿Sabes qué dijo?, preguntó Eusebio alzando mucho las cejas. Pues lo que dijo fue: si me llevas al centro te doy dos entradas para el concierto de Chet Baker. Eusebio dijo que pensó que aquel hombre sería alguien de la organización, el portero del local, quizás un técnico de sonido, pero que no, que no, que de eso nada, que quien se había sentado a su lado no era un tipo cualquiera, sino que se trataba del mismísimo Philip Catherine. ¿Te imaginas?, dijo Eusebio, ¡Philip Catherine!
Yo no tenía ni idea de quién era Philip Catherine, pero la historia que me acababa de contar Eusebio me recordaba a un cuento que había leído hacía poco, probablemente en The New Yorker, una publicación a la que estuve mucho tiempo suscrita y que me llegaba siempre con dos meses de retraso, lo que me traía sin cuidado porque lo que me interesaba de la revista eran los relatos breves que publicaba, de autores estadounidenses que por lo general me inspiraban un enorme respeto. Se lo dije a Eusebio, y le dije que creía que el relato era de Tobbias Wolff. Entonces Eusebio me pidió que se lo contara. Y yo se lo conté. O se lo conté como lo recordaba, que es como se cuentan las cosas. Y cuando me di cuenta, entre unas cosas y otras, llevábamos dos horas sentados en la terraza de la cafetería Las Ramblas hablando animadamente de Chet Baker, de Tobbias Wolff, de Philip Catherine y hasta de la historia del jazz, como si ayer mismo, efectivamente, hubiésemos ido al cine juntos. Como si no hubiese pasado nada en Tánger. Como si, efectivamente, esos cuatro años se pudiesen resumir perfectamente en poco más que unos puntos suspensivos enmarcados entre dos paréntesis.