Voladura del barco encallado. — El asno se escapa y vuelve con un compañero. — Captura y domesticación de un búfalo, un chacal y un águila. — Reclusión por el mal tiempo.
—¡Vamos a hacer velas! ¡Vamos a hacer velas! —gritaron madre e hijos a la mañana siguiente antes incluso de acabar de levantarse, deseosos de ver cómo iba yo a fabricar cera con las bayas de la planta que recogimos en nuestra excursión.
Tras llenar de agua la más grande de nuestras marmitas, hice hervir en ella las bayas, y pronto subió a la superficie la cera verde que contenían y que recogí en varias vasijas, dejándolas cerca del fuego para que no se solidificase. Durante ese proceso habíamos preparado cierto número de mechas con hilos de lona, que sumergí en la cera líquida y las saqué cubiertas de una gruesa capa. Acto seguido las colgué en un sitio donde corría el aire para que se secaran. Repetimos la operación varias veces y obtuvimos unas bujías que, si no tan perfectas ni tan pulimentadas como las que se hacen con moldes, daban una luz lo bastante brillante para alumbrar nuestra vivienda arbórea y librarnos de la necesidad de acostarnos al caer la noche.
El éxito en la fabricación de velas nos animó a poner en práctica otro proyecto que habría de evitar a mi esposa el disgusto de perder la nata que se formaba en los recipientes de la leche. Mi plan era muy sencillo. Llené de nata una de las calabazas más grandes y la tapé herméticamente, de modo que no pudiera verterse el contenido. Después até un trozo de lona a varias estacas, de modo que formase en el centro una especie de bolsa, y coloqué encima la calabaza. Luego dije a los chicos que balanceasen la tela de un lado a otro, una ocupación que, más que un trabajo, constituyó para ellos una diversión. Cuando al cabo de un buen rato abrí la calabaza, esta apareció, en medio de la alegría general, llena de una excelente manteca.
Todavía me arriesgué a acometer otro proyecto, mucho más difícil que los emprendidos hasta entonces. Había observado que nuestros animales malgastaban mucha fuerza al arrastrar el trineo, así que decidí construir un pequeño carro utilizando unas ruedas que habíamos rescatado del barco. Antes de comenzar mi obra procuré recordar todos los tipos de carros y coches que había visto en nuestro país, pareciéndome que, si me inspiraba en ellos, no me sería difícil conseguir un vehículo aceptable. Pero aunque tenía a mi disposición madera, sierra, barrena, martillo y clavos, cuando me puse manos a la obra me convencí de que era mucho más complicado de lo que parecía, y de que hasta para fabricar la cosa más sencilla se necesita una formación especial, de la que generalmente no se hace aprecio.
Después de vencer muchas dificultades y de repetidos fracasos, logré por fin obtener una especie de carromato de dos ruedas, bastante tosco, pero que habría de sernos muy útil, sobre todo para el acarreo de nuestras cosechas.
También dedicamos algunos días a la fortificación del Campamento, que habíamos decidido utilizar como arsenal para guardar nuestras armas y municiones, y como refugio para casos de peligro. Empezamos cercándolo mediante un elevado seto de plantas espinosas, destinado a impedir la entrada de animales feroces, pero que también podría desafiar el ataque de una tribu de salvajes. En el puente dispusimos algunas tablas de manera que, en un momento dado, pudieran quitarse para cortar el paso, y al final del mismo construimos una pequeña trinchera, en cuyo parapeto colocamos los dos cañones que sacamos de la pinaza.
Cuando terminamos estos trabajos, vimos que era de todo punto necesario hacer un nuevo viaje al barco encallado. Nuestra ropa se hallaba en un estado lastimoso y había que reponerla con la que contenían algunos cofres que quedaban a bordo. Además, deseaba rescatar otros dos cañones, que pensaba colocar detrás del seto espinoso para defender nuestra fortaleza por el lado del mar, como lo estaba ya por la parte de tierra.
Así pues, aproveché el primer día de calma para ir con mis tres hijos mayores al barco, al que nos dirigimos muy felices. Sin embargo, al llegar encontramos la nave muy destrozada por los vientos y los temporales. Los cofres de los marineros y las cajas de municiones formaban un confuso montón, y aunque cogimos una pieza de artillería de a cuatro, los cañones grandes no pudimos moverlos de su sitio para llevárnoslos a tierra. Resueltos a no volver más al barco naufragado, cargamos en la pinaza y la almadía de cubas utensilios de cocina, armas y cuantos objetos pudieran sernos de alguna utilidad. Finalmente, una vez que hubimos recogido todo lo aprovechable, decidí volar el barco, con la esperanza de que el viento y las olas llevaran a la costa las tablas y los maderos para así poder recogerlos fácilmente. Con este fin llevamos rodando hasta la cala del barco un barril de pólvora, hice en él un pequeño agujero e introduje mediante un palo una larga mecha. Encendí su extremo y nos alejamos a toda vela de aquel tesoro ya agotado, a fin de volver junto a los nuestros. Calculaba que la explosión no ocurriría antes de anochecer, y propuse que nos llevásemos la cena a una pequeña punta de tierra desde la cual podía verse muy bien el barco. Y en cuanto acabó de oscurecer, una terrible detonación y una gran columna de fuego nos anunciaron la explosión del barril de pólvora y la destrucción de la nave. En ese momento quedaba roto el último lazo que nos unía con nuestra patria. Esta reflexión convirtió en suspiros y sollozos difíciles de reprimir los gritos de júbilo con que los muchachos pensaban haber celebrado aquel acontecimiento. Con la pérdida del barco habíamos perdido también un viejo y leal amigo.
El reposo de la noche borró aquella triste sensación, y a la mañana siguiente nos apresuramos a bajar a la playa para recoger los vestigios de nuestra obra de destrucción. El barco encallado había quedado totalmente destrozado; la playa estaba llena de maderos y en el mar flotaban toda clase de restos, entre los cuales me alegró enormemente ver flotar unos toneles, a los que había atado una gran caldera de cobre que pensaba utilizar para refinar azúcar. Por de pronto, esos toneles nos vinieron muy bien para conservar de forma segura la pólvora, ya que metimos en ellos los pequeños barriles que la contenían y los tapamos con musgo y tierra. Pasamos algunos días recogiendo los palos, maderos y tablas que llegaban a la playa, y mientras nosotros nos dedicábamos a este trabajo, mi mujer descubrió que dos de las patas y una de las gansas de las que habíamos dejado en el Campamento habían criado y nadaban rodeadas ya de su prole. Esta novedad nos produjo gran satisfacción, pero al mismo tiempo nos hizo pensar en los animales que habíamos dejado en el Nido del Halcón. Eso despertó en nosotros el deseo de volver, por lo que preparé nuestro regreso para el día siguiente.
Al llegar, observamos que los arbolillos que habíamos plantado en dos filas a lo largo del camino no eran lo bastante gruesos para crecer derechos por sus propias fuerzas, y convinimos en ir lo antes posible al cabo de la Decepción para traer algunas cañas de bambú y hacer con ellas rodrigones. De paso, como nuestras velas se estaban acabando, repondríamos la provisión de cera, y también buscaríamos algunos huevos de aves silvestres para que los empollase una de nuestras gallinas cluecas.
De modo que, una hermosa mañana, salimos todos con la fresca del Nido del Halcón. En vez del trineo, enganchamos el carro, y dispusimos en él un par de tablas como asientos para los que se cansasen por el camino. Asimismo, cargamos los útiles de trabajo, las provisiones, una botella de vino de las que pertenecieron al capitán, un par de calabazas para el agua y algunas armas, por si nos eran necesarias.
Sin contratiempo alguno, pasamos por los campos de patatas y de mandioca y por el bosquecillo de guayabos, hasta que por fin llegamos al paraje donde crecían los arbustos de la cera y los árboles de la goma elástica. Un lugar que, entusiasmados con las descripciones que Federico y yo habíamos hecho, el resto de la familia estaba ansioso por conocer.
Allí nos detuvimos un buen rato para aprovisionarnos. Llenamos dos sacos de bayas de cera y los escondimos para recogerlos a la vuelta. Y en cuanto a los gomeros, hicimos varias incisiones en sus troncos para recoger la savia que destilaban y pusimos debajo varias vasijas que habíamos llevado a tal efecto. Las dejamos allí con objeto de que fuesen llenándose por sí solas, y continuamos nuestra marcha. No tardamos en adentrarnos en el bosque de cocoteros, a la izquierda del cual se encontraba el campo de caña de azúcar. El lindero del bosque se extendía entre este campo y los bambúes. Pocos sitios podrían encontrarse tan admirables como aquel, con la frondosa espesura flanqueada a derecha e izquierda por extensos cañaverales, y como fondo el promontorio de la Decepción asomándose al vasto panorama del mar. De común acuerdo designamos aquel punto como centro de nuestras futuras excursiones, e incluso estuvimos tentados de abandonar el Nido del Halcón y trasladar allí nuestra residencia. No obstante, nos habíamos habituado ya a nuestro gigantesco árbol, donde por otra parte la seguridad era absoluta, y no juzgamos conveniente cambiarlo por otra morada.
Desenganchamos las dos bestias de tiro para que disfrutasen con toda libertad de la jugosa hierba que crecía a la sombra de las altas palmas, y después de un frugal almuerzo fuimos a cortar, serrar y atar los bambúes y cañas de azúcar que habíamos de llevar a casa en el carro. El trabajo abrió el apetito a los muchachos, que pidieron a su madre algo de lo que llevábamos para la cena, pero ella se negó prudentemente a complacerles y entonces optaron por merendar algunos de los cocos que aquellas palmas nos ofrecían. Por desgracia, no se veía ningún fruto caído en el suelo, de modo que Federico y Santiago se dispusieron a encaramarse a los árboles. Sin embargo, después de intentarlo varias veces, tuvieron que renunciar a subir por aquellos erguidos troncos, en cuyas copas los cocos asomaban tentadores.
—Esperad —exclamé yo de pronto—. Hay un medio para hacerlo. ¿Dónde lo he visto…? Sin duda ha sido en algún grabado. En fin, hijos míos, el caso es que hay un procedimiento para subir tan eficaz como divertido.
Los muchachos eran todo oídos.
—¿Divertido? —dijo Santiago—. No pretendo yo tanto; con llegar arriba fácilmente y sin daño me doy por satisfecho.
—¡Pues a ello, caballeros! Trae unas cuerdas del carro, Federico… Muy bien; tú vas a ser el primero en subir.
Y dicho esto, le até un trozo de cuerda en torno a los tobillos de ambos pies, pero lo bastante suelto para que pudiera dar pasos cortos. Después, con otra cuerda más larga, formé un círculo alrededor de un árbol sin ceñirlo demasiado al tronco, sino dejando un holgado espacio entre este y la soga.
—Perfecto. Ahora ya se puede subir —dije.
—Pero ¿cómo? —preguntó Federico muy asombrado—. ¿Con los pies atados? ¿Cómo quieres que me agarre al tronco?
—No necesitas agarrarte, hijo mío. Vas a subir como hacen los indios. Acércate y arrima bien los pies al tronco. Ahora métete dentro del círculo de cuerda, de modo que esta pase por detrás de las caderas. Sujétate bien a ella y échate hacia atrás, en sentido opuesto al del tronco, de modo que la soga quede tirante y sostenida por alguna rugosidad. Ahora empieza a subir paso a paso, apoyando bien en el tronco las plantas de los pies… ¿Lo ves? Como la cuerda no se resbala, no puedes caerte. A medida que la soga se va sujetando en las rugosidades del tronco, te echas hacia atrás y das un paso. Todo consiste en aferrarte bien a la cuerda de arriba… ¿Ves cómo se hace? ¿No se sube bien? ¿No es fácil? Es tal como lo he visto en los grabados.
Federico iba siguiendo mis instrucciones. Avanzaba muy despacio, a pasos cortos, pero así y todo pronto estuvo en lo alto del árbol. Los otros muchachos contemplaban admirados y boquiabiertos el ejercicio gimnástico de su hermano. Santiago era el más entusiasmado.
—¡Anda! —gritó—. ¡Esto sí que es bueno! ¡Deprisa, papá, deprisa! Yo también quiero subir como un indio. Aquí hay otro árbol para mí.
En menos de un minuto se vio complacido y comenzó también a encaramarse. Vi con asombro que, aunque no tan rápido como su hermano mayor, trepó también muy pronto hasta la copa. Llevaban los dos sus hachas al cinto y cortaron gran número de cocos frescos, que los demás íbamos recogiendo y amontonando, aunque apenas nos daban tiempo para ello, porque a cada momento teníamos que apartarnos para que no nos rompiese la cabeza algún fruto. Los muchachos bajaron también fácilmente, y observamos con alegría que habían hecho una abundante cosecha.
—Bien podríamos comernos un par de cocos de estos —dijo Francisco—, y aún quedarían bastantes para llevarnos.
—Claro está que podemos, pequeño. Ya puedes empezar.
—Sí; pero ¿qué es esto? —preguntó Federico al poco rato de intentar pelar uno de los frutos—. La cáscara está cubierta de unas fibras extraordinariamente duras. Otras veces no las hemos encontrado.
—También las había —le dije—, pero es que estos son cocos frescos, que todavía tienen muy agarrada esa tosca envoltura. No están completamente maduros y por eso las fibras son tan resistentes. Aguarda un momento… Creo que debe de haber un remedio. Sin duda los indios conocen alguno. Espera, a ver si mi buena memoria me recuerda algo que haya visto en algún libro… Sí; hay una cosa que llaman «lanza para cocos». Estaba descrita y pintada. Venid, que vamos a hacer lo mismo. Buscadme por ahí una estaca de madera bien fuerte.
A los pocos minutos obtuve lo que pedía.
—Muy bien —proseguí—. Aquí hay un tocón de árbol en el que vamos a plantar nuestra estaca. Ahora solo falta sacar punta al extremo superior, y ya está todo hecho.
Cogiendo con ambas manos un coco, lo clavé con fuerza sobre la estaca y la capa de fibra se resquebrajó y salió fácilmente. Los chicos estaban maravillados.
—Eso es extraordinariamente rápido —dijeron—. La cáscara se ha partido en el acto.
Todos quisieron partir un coco por aquel nuevo procedimiento. Hasta mi mujer hizo la prueba.
La tarde estaba ya muy avanzada, y como teníamos el propósito de pasar la noche en aquel sitio tan espléndido, nos dedicamos a improvisar una choza con ramas y hojas para protegernos contra el rocío y el aire fresco.
Mientras estábamos ocupados en esta tarea que no nos llevaría mucho tiempo, el borrico, que pacía por allí cerca muy tranquilo, pareció cambiar repentinamente de ánimo y, alzando el hocico al aire, lanzó un sonoro rebuzno y empezó a dar alegres saltos. En un primer momento no le hicimos caso, suponiendo que debía de estar contento por algo. Pero de pronto echó a correr y desapareció a todo galope. Desgraciadamente, aunque habíamos llevado a los perros, estos se habían quedado en el campo de caña de azúcar. De modo que el burro se esfumó por el lado opuesto, entre el bosque de bambúes, antes de que pudiéramos seguirle. Lo buscamos rastreando sus huellas, pero tuvimos que regresar sin haber dado con él.
Esta desaparición nos preocupó doblemente: en primer lugar, habíamos perdido al asno, que tan útil nos era para nuestras expediciones; y, además, era muy probable que hubiera huido asustado por alguna fiera que rondase por los alrededores. Este temor nos obligaría a encender un gran fuego delante de la choza, pero la noche se echaba encima y no nos daba tiempo a ir a por leña, así que preferí confeccionar varias antorchas. Para ello envolví cañas de azúcar en lianas, que por allí abundaban, y al encenderlas obtuvimos una luz duradera y brillante. Planté una docena de esas antorchas, de unos dos metros de altura, a derecha e izquierda de la choza, dejando en el centro la pequeña hoguera en que mi mujer estaba haciendo la cena. Una vez que dimos buena cuenta de esta, mi familia se acostó en lechos improvisados con blando musgo, mientras yo velaba por su seguridad hasta que empezó a despuntar el alba, y entonces me entregué durante un breve rato al descanso.
En cuanto se hizo de día, y todavía con la fresca, trazamos nuestro plan de trabajo. Pensando que la oscuridad de la noche y la hospitalaria luz que rodeaba nuestra choza habrían hecho que el asno escapado no se alejase mucho, decidí ir a buscarlo al bosque de bambúes con uno de los muchachos y con los perros, mientras los demás se ocupaban de cargar en el carro las cañas y los cocos, a fin de poder volver al Nido del Halcón aquel mismo día. Los perros habían vuelto por la noche y pude llevármelos conmigo; me acompañó Santiago y se quedaron los dos mayores para velar por la seguridad de su madre y de Francisco.
Santiago no cabía en sí de gozo. Bien pertrechados de provisiones, salimos en dirección al bosque de bambúes, y con ayuda de los perros nos pusimos pronto sobre la pista del borrico. Después de llevarnos a una extensa planicie, el rastro nos condujo hasta la playa de la bahía grande, pero allí la marea, al subir, había borrado todas las huellas.
Conjeturando que, al huir de la marea ascendente, el burro se habría adentrado en tierra, y esperando hallar algún rastro más reciente al otro lado de la cadena de rocas, nos dirigimos hacia allí. Pronto nos cortó el paso un impetuoso torrente que, saliendo por la derecha de una cortadura, iba a morir en el mar por la izquierda. Su lecho era tan accidentado y sus orillas tan escarpadas que nos vimos obligados a volver de nuevo a la costa, por donde no nos costó mucho vadearlo. No bien estuvimos al otro lado, descubrimos con asombro las huellas del borrico en la arena, que al punto reconocimos por la forma del casco. Pero lo que más nos sorprendió fue descubrir multitud de huellas de pezuñas, aunque más grandes y como bifurcadas, lo cual nos indicó que por aquellos pagos debía de rondar algún rebaño de cuadrúpedos salvajes.
Estos indicios nos hicieron girar a la derecha y nos condujeron hasta una extensa llanura cubierta de abundante hierba que, con los lejanos bosques como fondo, ofrecía una bella estampa de serenidad y lozanía.
Y allí, pastando entre los helechos, vimos dos rebaños de corpulentos animales, que tan pronto nos parecían vacas como caballos, pero que, desde luego, tenían más aspecto de salvajes que de mansos.
El rastro del borrico se perdía entre la hierba y, sospechando que el fugitivo podría encontrarse mezclado entre aquellos cuadrúpedos, nos dirigimos hacia el rebaño que teníamos más próximo. Para ello hubimos de pasar junto a un bosquecillo de gigantescos bambúes. Avanzamos a su amparo, a fin de no ser vistos, y no habríamos dado ni veinte pasos cuando pude reconocer que estábamos ante una manada de enormes y feroces búfalos. Tan asombrado quedé que ni siquiera me acordé de cargar mi escopeta de dos cañones, limitándome a permanecer completamente inmóvil. Por fortuna, nuestros perros se habían quedado atrás, y los búfalos, que sin duda alguna estaban viendo hombres por primera vez e ignoraban que existieran semejantes criaturas sobre la tierra, nos contemplaban con más sorpresa que furia.
Esta actitud de los animales me dio a entender que nuestras vidas no corrían peligro, pues en cuanto dejasen de fijarse en nosotros podríamos alejarnos. Ya me disponía a iniciar la retirada cuando, infortunadamente, aparecieron Turco y Bill ladrando furiosos, y antes de que pudiéramos retenerlos arremetieron contra los búfalos. Ya no era posible retroceder. Pateando y golpeando la tierra con sus cuernos, los fieros rumiantes, habituados a poner en fuga a los chacales y los lobos, cargaron contra los perros. Estos habían atacado con tanta rabia que nos permitieron proseguir con nuestra retirada, mientras ellos acosaban a un búfalo joven que estaba algunos pasos más cerca que el resto del rebaño, agarrándose a sus orejas. Sin embargo, el asunto se ponía feo y, apelando a nuestra única defensa contra los búfalos, nos dispusimos a abrir fuego, aunque comprendíamos que era una temeridad que podía costarnos cara si aquellos rumiantes no huían al oír el estampido de nuestras escopetas. Con el corazón palpitante de ansiedad apretamos el gatillo, y tuvimos la suerte de ver que la detonación y el fogonazo provocaban el efecto de un trueno en los furiosos animales, que salieron huyendo en rápida estampida y desaparecieron en un momento. Uno de ellos, sin embargo, una hembra que debía de ser la madre del búfalo acosado, no se asustó y acudió furiosa en auxilio de su hijo. Embistió contra nuestros dogos, y ya iba a alcanzar a uno de ellos cuando de un segundo disparo tuve la suerte de hacerla rodar por tierra, y luego corrí hacia ella y la rematé de un pistoletazo.
Respiramos aliviados, pensando que habíamos escapado de una muerte espantosa, pero aún no habían concluido nuestros esfuerzos. El pequeño búfalo seguía luchando con los dos perros, defendiéndose tan enérgicamente a patadas que temí que lograse abatirlos si no les prestábamos ayuda. Por fortuna, Santiago llevaba siempre consigo su boleadora y las arrojó contra sus patas traseras, enlazando de tal modo al animal que, al querer escapar, cayó por tierra, sujeto siempre de las orejas por nuestros perros. El búfalo estaba por completo a nuestra merced, y Santiago propuso que nos lo lleváramos con nosotros. Pero aquello iba a resultar extremadamente difícil, pues aquella criatura que yacía a nuestros pies mirándonos con la ferocidad pintada en los ojos distaba mucho de ser mansa. Entonces se me ocurrió usar el procedimiento que utilizan en Italia y que, aunque cruel, es realmente infalible. Até el extremo de la boleadora a un árbol para que el animal permaneciera inmóvil, y mientras los dos perros le sostenían la cabeza agarrándolo de las orejas, con la punta de mi cuchillo le hice un agujero en el tabique del hocico, por el cual pasé la cuerda que había de emplear para conducirlo. La operación fue todo un éxito, y cuando el animal se levantó, con el hocico chorreando sangre, se dejó llevar sin resistencia. Entonces obligué a los perros a que lo soltasen, lo que hicieron no sin gruñir un poco, y vimos con cierto pesar que la pobre criatura estaba completamente amansada.
Procedí luego a descuartizar la búfala muerta, pero al carecer de útiles apropiados para ello me contenté con coger la lengua y un par de trozos de carne, que frotamos con la sal que llevábamos entre nuestras provisiones para que el calor del sol no los estropease. El resto se lo dejé a los dos perros, que se cebaron con su acostumbrada voracidad. Emprendimos el regreso alegremente, y cuando íbamos a cruzar el torrente pasó corriendo ante nosotros un chacal. Antes de que pudiera refugiarse en su cubil, nuestros perros lo alcanzaron y dieron buena cuenta de él. Era una hembra, lo cual me hizo sospechar que habría crías en su madriguera, y Santiago quiso meterse en el agujero para buscarlas. Accedí a ello, pero temiendo que estuviera dentro el macho, le di mi pistola. El muchacho entró sin vacilar, aunque antes que él lo hicieron los perros, y allí encontró, en efecto, a varias crías. Sin embargo, no llegó a tiempo de salvar más que a una, de entre diez y doce días a lo sumo, con los ojos todavía cerrados. No era más grande que un gatito y tenía un pelo dorado tan suave que Santiago me pidió si podíamos llevárnoslo con nosotros, a lo cual accedí, pensando que con el tiempo podría sernos útil si lográbamos educarlo para la caza.
Vadeamos el arroyo y proseguimos la marcha, y a la caída de la tarde llegamos junto a los nuestros, que nos recibieron con gran alegría. Todos contemplaban admirados el joven búfalo y la cría de chacal, acribillándonos a preguntas. Santiago los complació, narrando nuestras aventuras con toda clase de amenos detalles. Pero tanto se extendió en su relato que llegó la hora de cenar sin que ellos hubieran tenido tiempo de contarnos lo que habían hecho durante el día. Solo pude enterarme de que habían ido al promontorio de la Decepción para recoger leña para la noche y que habían preparado también nuevas antorchas.
En un nido que encontró entre las peñas del promontorio, Federico había cogido una hermosa ave rapaz todavía joven, aprovechando la ausencia de los padres, y la tenía posada sobre el puño. Aunque su plumaje no mostraba todavía la coloración definitiva, vi que no se correspondía con ninguna de las especies europeas conocidas, y me pareció más bien que se trataba de un águila de Malabar. Y habiendo leído que esta rapaz puede educarse fácilmente, propuse a mi hijo que la adiestrase para cazar, como se hacía en otro tiempo con los halcones. Federico le había cubierto los ojos y le había atado un bramante a las patas para que no se escapase. Cuando le quitó el improvisado capirote, presentaba un aspecto tan salvaje y tenía tal ferocidad en los ojos que temí que llegase a ser un peligro para nuestras inocentes aves de corral. Federico no sabía qué hacer. Temeroso también de su fiereza, pensó en matarla, pero Ernesto, que presenciaba la escena, acudió en su ayuda.
—Dame el aguilucho, Federico —dijo—, y yo lo domesticaré. Conozco el procedimiento para volverlo más manso que un perrillo.
—¡De ningún modo! —repuso su hermano—. El águila es mía y no estoy dispuesto a darla. Pero dime cuál es tu secreto para que pueda ponerle la venda otra vez, o si no creeré que me engañas.
—¡Oye, oye, Federico! —intervine—. Tú quieres que te hagan un favor, pero no estás dispuesto a dar nada a cambio. Ernesto te ha pedido el ave porque ve que tú no sabes dominarla. Pero si estás empeñado en conservar ese animal, debes corresponder con algo al servicio que te preste tu hermano revelándote su utilísimo procedimiento.
—Tienes razón, padre —repuso Federico algo avergonzado—. Si mi hermano quiere, le regalaré el mono. El águila es más propia de un héroe y no quiero desprenderme de ella. ¿Qué te parece, Ernesto?
—Estoy conforme —contestó este—, aunque no me considero menos héroe que tú. Acepto tu regalo, y a cambio te revelaré el método que has de emplear para amansar al águila.
—¡De acuerdo! —dijo Federico—. ¿Qué hay que hacer? Espero que no me engañes…
—Yo no he hecho nunca la prueba —repuso Ernesto—, pero sé que este sistema es el que usan los caribes para domesticar papagayos. Échale un poco de humo de tabaco en el pico y verás cómo pierde su carácter salvaje.
Federico no le creyó, pero Ernesto dijo que había que hacer la prueba. Trajo una pipa y un poco de tabaco procedentes del baúl de un oficial del barco, y mientras su hermano sujetaba al ave él empezó a fumar y a echarle al pico grandes bocanadas de humo. La rapaz se tranquilizó poco a poco, perdió las fuerzas, dobló la cabeza y permaneció inmóvil. Lleno de asombro, Federico entregó el mono a su hermano y se quedó con su águila, que al salir de su torpor se mostró tan mansa y dócil como feroz parecía antes.
Una vez terminados todos nuestros quehaceres, encendí una hoguera con leña verde para que diese mucho humo, a fin de poder secar la carne de búfalo que habíamos traído, y durante la cena pudimos probar ya la carne ahumada. Al búfalo joven le preparamos una especie de sopa de patatas en leche, y luego lo atamos junto a la vaca, que hacía con él muy buenas migas. Los perros ocuparon su puesto de centinelas, y finalmente, protegidos por la luz de las antorchas, nos entregamos al descanso y no tardamos en quedar sumidos en un profundo sueño, del que no despertamos hasta la salida del sol.
A la mañana siguiente regresamos a nuestra morada y procedimos enseguida a colocar los rodrigones junto a nuestros arbolillos. A tal fin cargamos el carro con una barra de hierro para hacer los agujeros en el suelo, y encargamos a mi mujer y a Francisco que nos prepararan una buena comida y se ocuparan de cocer las bayas de Myrica para extraer la cera.
Al búfalo lo dejamos también en casa, pues no quería que trabajase mientras no tuviera la nariz completamente cicatrizada. La vaca nos bastaba para tirar del carrito, que procuramos no cargar demasiado. Antes de salir dimos al joven búfalo un buen puñado de sal, y esta golosina acabó de amansarlo.
Terminado nuestro trabajo en las inmediaciones del Nido del Halcón, fuimos a hacer otro tanto en el Campamento, donde también habíamos plantado dos filas de nogales, castaños y cerezos, que el viento que soplaba en aquella parte casi había derribado. Como yo era el más fuerte, hacía con la barra los agujeros para meter los rodrigones. Entretanto, los muchachos sacaban punta a las cañas y cortaban trozos de una especie de liana, una planta trepadora viscosa, para utilizarlos como cuerdas. Por último, yo ataba a cada rodrigón su arbolillo correspondiente.
Este trabajo nos llevó largo tiempo y nos produjo dolor en la zona lumbar. Pero cuando al mediodía, hambrientos como lobos, volvimos al Nido del Halcón, mi mujer nos recibió con una opípara comida que nos devolvió todo nuestro vigor.
Tan pronto como hubimos disfrutado del necesario descanso, emprendimos la realización de un nuevo proyecto que acariciábamos desde hacía algún tiempo y que había de ser muy bien recibido por mi esposa.
Se trataba de sustituir la escala de cuerda que utilizábamos para subir y bajar de nuestra vivienda aérea por otra más cómoda y segura, pues aunque era cierto que los muchachos hacían uso de la que teníamos con la ligereza de un gato, no dejaba de exigir un ejercicio gimnástico peligroso. No creí conveniente hacer una escalera exterior, cuya construcción nos habría sido muy difícil, sino que decidí construirla en el interior del tronco del árbol.
Un día le dije a mi mujer:
—¿Sabías, esposa mía, que este árbol está hueco en gran parte y que dentro vive una colonia de abejas? Lo he averiguado porque las he visto entrar y salir por un agujero entre las raíces, y eso me ha sugerido un medio de llevar a cabo nuestro plan.
La noticia llenó de entusiasmo a mis hijos, que se encaramaron como ardillas por las raíces hasta llegar al agujero de las abejas y empezaron a golpear el tronco y a meter palitos bajo la corteza. Alborotadas con estas molestias, las abejas empezaron a salir en gran número y se arrojaron sobre los muchachos, agarrándoseles al pelo y a la ropa, de modo que los infelices, aunque emprendieron la fuga en el acto, salieron acribillados de picaduras dolorosísimas. Su madre y yo tuvimos que acudir en su auxilio y les frotamos las heridas con tierra fresca para aliviar sus sufrimientos. Santiago, que era el que había querido ver las abejas más de cerca, no dejó de gritar hasta que su rostro quedó cubierto por una verdadera máscara de barro. Ernesto, como de costumbre, había sido el más prudente y fue el que salió mejor librado. Este incidente, que hizo que los muchachos estuviesen lamentándose hasta la noche, me hizo comprender que antes de explorar el interior del árbol era preciso expulsar a las heroicas abejas. Con este propósito preparé tabaco, pipa, barro, martillo, escoplo y demás instrumentos necesarios, y luego cogí una enorme calabaza y le hice un agujero para improvisar una colmena. La coloqué sobre una gruesa rama, cerca de nuestra vivienda, y le puse encima una larga tabla inclinada que servía como tejadillo para protegerla del sol y de la lluvia.
Estos preparativos me llevaron tanto tiempo que me vi obligado a dejar el traslado del enjambre para la mañana siguiente. Para llevarlo a cabo, empecé tapando con barro el agujero por donde entraban y salían las abejas, dejando solo un pequeño orificio para introducir el tubo de mi pipa. Al principio se oían dentro ruidosos zumbidos, que recordaban el rugido de un huracán al colarse por las ventanas de una casa. Pero en cuanto empecé a fumar, el tumulto fue cesando poco a poco, hasta sucederle una quietud que me demostró que mi artimaña había sido todo un éxito. Santiago tomó entonces el mazo y el escoplo y abrió en el tronco un agujero de un metro de alto por medio de ancho, por el cual pudimos meternos dentro y hacer allí una gran humareda, gracias a la cual las abejas que no emprendieron la fuga quedaron aturdidas, y así nos fue posible explorar las entrañas del árbol.
Con verdadero asombro contemplamos el resultado de la laboriosidad de las abejas. Aquello era una auténtica mina de cera y de miel, que nos apresuramos a recoger en platos y cazuelas. Después de sacar los panales, los dispusimos en hileras en el suelo y, en cuanto las abejas se reanimaron con el aire, volaron a refugiarse en la calabaza que había preparado previamente con un poco de miel. Acto seguido guardé los panales en un tonel, que tapamos con una lona, tablas y ramaje para que no entrasen en él las abejas. Después de comer reanudé el trabajo. Subí a nuestra vivienda aérea con la colmena, que colgué en su rama bajo la tabla, con lo cual quedó asegurada nuestra provisión de miel para el porvenir, aunque mis hijos parecían dispuestos a agotarla toda, a juzgar por el atracón que se dieron durante todo el día.
Como mi fumigación no haría que el aturdimiento de las abejas durase eternamente, era de esperar que en cuanto echasen de menos sus panales volviesen al sitio donde los habían fabricado, lo cual había que impedir a toda costa. Así pues, tomé un par de puñados de tabaco y una tablita embadurnada con barro, que utilicé para tapar de nuevo el agujero del tronco. Después encendí el tabaco de modo que produjese algo de humareda, que esperé que sería suficiente para evitar la vuelta de las abejas a su primitiva morada y dejarnos el tronco libre.
No en vano tomé esta precaución. En efecto, las abejas volvieron en enjambre a su antigua vivienda. Pero en cuanto notaron el olor del humo de tabaco retrocedieron, y al caer la tarde todas habían adoptado como residencia su nueva colmena de calabaza.
Una vez conseguido esto, pasamos a ocuparnos de nuestros panales, de los cuales queríamos extraer la cera. Como no podíamos realizar esta operación en presencia de las abejas, que se habrían arrojado contra nosotros para disputarnos la posesión de los tesoros que les habíamos arrebatado, hubo que esperar a que se retirasen todas. Pero en cuanto llegó el crepúsculo y, huyendo de la oscuridad y del fresco, los laboriosos insectos se refugiaron en su calabaza, pusimos manos a la obra. Sacamos los panales del tonel y los colocamos en una marmita llena de agua, a fuego lento, y la miel no tardó en separarse de la cera, flotando como una masa blanda y grasienta sobre la superficie del hirviente líquido. Recogimos la cera con cuidado y la metimos en un saco, que dejamos durante toda la noche al fresco, de manera que a la mañana siguiente apareció completamente solidificada. En cuanto a la miel ya refinada, la vertimos en las botellas de vino que habían ido quedando vacías y que enterramos en el suelo, disponiendo así en lo sucesivo de un excelente y nutritivo dulce.
Procuramos terminar estas tareas a primera hora de la mañana, antes de que las abejas saliesen a disfrutar del calor del sol, y enseguida comenzamos la construcción de la escalera interior. Empezamos introduciéndonos por el boquete que habíamos abierto y sondeamos el interior del árbol con una larga pértiga, comprobando con satisfacción que el tronco estaba hueco desde la base hasta el nivel de las ramas en que habíamos establecido nuestra morada. Con esto tuvimos la certeza de poder construir una escalera de caracol, aun cuando semejante obra, que parecía superior a nuestras fuerzas, iba a exigirnos mucha paciencia y perseverancia.
En primer lugar, practicamos en el tronco, por el lado orientado al mar, una gran abertura cuadrada, a la que ajustamos la puerta del camarote del capitán, que habíamos sacado del barco naufragado, con objeto de poder cerrar e impedir que entraran los animales. Después, por dentro del árbol, hicimos en la madera unas rozas, destinadas a sostener los peldaños, y en el centro de la oquedad clavamos un tronco fino de unos cuatro metros de altura, en el que habíamos hecho unas muescas que se correspondían con las rozas. Apoyadas entre estas y las muescas, colocamos las tablas que servían de peldaños. Al llegar al extremo del primer tronco, clavamos sólidamente otro más pequeño, y de este modo proseguimos hasta llegar al nivel de nuestra morada, donde practicamos una segunda puerta. Además, abrimos en el tronco varias aberturas, en las que colocamos las ventanas sacadas del barco, para la iluminación de la escalera.
Este trabajo avanzaba muy lentamente y no se terminó hasta al cabo de catorce días. Pero durante ese tiempo no nos faltaron otras distracciones, debidas a diversos acontecimientos.
La perra Bill había dado a luz seis lindos cacharros, que heredaron de ella su raza danesa. Para no agotar a la madre, solo pudimos conservar a dos, macho y hembra, y arrojamos a los demás al mar. Aconsejé a Santiago que los sustituyese por el pequeño chacal, para que pudiera mamar y criarse mejor.
Nuestras cabras nos dieron también dos cabritos, y las ovejas, cuatro corderos, de modo que en poco tiempo fuimos dueños de un pequeño rebaño. Pero ante el temor de que tan útiles animales desapareciesen, como había hecho el asno, les colgamos al cuello unas campanillas que habíamos encontrado en el barco, y que seguramente se utilizarían como regalos o para hacer trueques con los salvajes.
Mi mayor preocupación, después de la construcción de la escalera de caracol, fue la domesticación del búfalo. Su herida no tardó en cicatrizar y me permitió pasarle por la nariz un palito, con el cual pensé que se le podría guiar como se conduce a un caballo con el bocado, tal como hacen los hotentotes. Cuando probamos a engancharlo al carro, al lado de la vaca, no opuso la menor resistencia. Pero al tratar de montar en él y de ponerle carga sobre el lomo, no lo consintió sin rebelarse. Sin embargo, tras colocarle una albarda hecha con lona y sujeta con su correspondiente cincha, poco a poco logramos habituarlo a llevar algunos objetos, y a las dos semanas ya soportaba las aguaderas del asno totalmente cargadas. Entonces fue cuando quisimos acostumbrarlo a servir como cabalgadura. Hicimos la primera prueba con el mono, pero maese Mico no sabía agarrarse bien y a los primeros corcovos del animal rodó por tierra. Santiago, que era el más ágil de todos, fue el primero de los muchachos en montar y, aferrándose como un gato, obligó al búfalo a sostenerle. Los demás probaron luego, y seguramente el animal pensó que más le valdría resignarse cuanto antes.
Federico se ocupaba en el adiestramiento de su águila, que ya se comía diariamente una buena cantidad de pajarillos. La rapaz se había familiarizado con los demás animales y siempre se la veía posada en los cuernos del búfalo o de alguna cabra, o en el lomo de la avutarda o del flamenco. El muchacho le enseñó a acudir a su silbido, pero no le dejaba excesiva libertad, temiendo siempre las consecuencias de su naturaleza salvaje.
Incluso Ernesto se vio acometido por aquella fiebre adiestradora que nos había invadido a todos, y comenzó a amaestrar a su mono. Era realmente divertido ver al flemático e impasible muchacho usando toda su paciencia para vencer el carácter inquieto y revoltoso de su discípulo. Aunque este era perezoso por naturaleza e incapaz de llevar la menor carga, a Ernesto se le ocurrió enseñar a maese Mico a llevar fardos. Con ayuda de Santiago, confeccionó una especie de cuévano de juncos, que ató a la espalda del mono con unos tirantes, metiendo dentro algunos objetos de poco peso. Pero esto no pareció agradar al mono, que se revolcó en el suelo, rechinó los dientes e hizo mil contorsiones para librarse de los tirantes. Aun así, unas veces con castigos y otras con golosinas, al final consiguió Ernesto convencerlo para que llevara algunos paquetes que, aunque pequeños en relación con el tamaño del animal, no dejaban de representar una carga respetable.
Por último, Santiago se consagró al adiestramiento de su chacal, al que puso por nombre Cazador y al que quiso convertir en un perro de caza. Sin embargo, el animal no sacaba mucho provecho de sus lecciones. Traía lo que se le mandaba, pero no se estaba nunca quieto. Con todo, su amo tenía depositadas en él grandes esperanzas y proseguía adiestrándolo con una perseverancia que me admiraba.
A la supervisión de estas ocupaciones dedicaba yo un par de horas diarias, durante las cuales descansaba de la construcción de la escalera, y al caer la tarde nos reuníamos para hacer un poco de tertulia. En una de estas ocasiones, a instancias de mi mujer, decidí acometer un nuevo proyecto.
Se trataba de probar a confeccionar un par de botas de caucho, aplicando el procedimiento de utilizar botellas que expliqué a mi hijo cuando descubrimos los árboles de la goma.
A tal fin empecé por llenar de arena un par de medias viejas, las unté por fuera con arcilla mojada y las puse a secar al sol. En la planta cosí unas suelas hechas con un trozo de piel de la búfala, bien machacado con el martillo, y después, con un pincel de pelo de cabra, apliqué sobre las medias una capa de caucho líquido. Tan pronto como esta sustancia estuvo bien seca, le di una nueva capa, y después otras más, hasta que juzgué que el caucho tenía suficiente espesor. Entonces colgué las botas en un sitio ventilado y, cuando observé que el caucho estaba completamente solidificado, vacié la arena, saqué con cuidado las medias con su costra de arcilla y al final obtuve un par de botas tan bonitas, y sobre todo tan cómodas, que los chicos me pidieron que hiciese para ellos otras iguales.
Una mañana, cuando nos disponíamos a proseguir con nuestro trabajo para construir la escalera, oímos a cierta distancia unos sonidos tan extraños como terribles. Era algo así como el alarido de algún animal, mezclado con una especie de gemidos y ronquidos, tan ruidosos que no acertaba a explicarme de qué garganta pudieran salir. Nuestros perros empezaron a gruñir y a enseñar los dientes, como temiendo la proximidad de un enemigo. Hice cargar escopetas y pistolas, por si acaso, y mandé a los míos a refugiarse en la vivienda aérea, como lugar más seguro.
La inquietud de nuestros bravos guardianes, que ostentaban orgullosos sus carlancas, aumentaba por momentos, y creí prudente reunir a nuestro ganado al pie del árbol para tenerlo más a la vista. En aquel momento se repitieron los extraños gritos, pero esta vez mucho más cerca, y Federico, muy atento con su escopeta preparada, dio de pronto un salto y gritó alegremente:
—¡Es el burro, es el burro! ¡El burro, que viene saludándonos con su amoroso canto!
Esta noticia nos tranquilizó, pues todos esperábamos ver aparecer algún animal feroz. Pero aun así me pareció imposible que nuestro jumento fuese capaz de producir por sí solo tan discordantes voces. Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que, en efecto, viésemos aparecer entre los árboles a nuestro viejo y querido rucio, que volvía con nosotros atraído por su instinto. No obstante, lo que nos colmó de felicidad fue comprobar que a su lado trotaba un compañero del mismo género, en el que reconocí un lindo cuaga, una especie de asno silvestre, del que enseguida sentimos deseos de apoderarnos.
Ordené a los demás que no hiciesen ruido y bajé del árbol en compañía de Federico, mientras iba pensando en los medios para llevar a efecto nuestro propósito.
Empecé por coger una de las cuerdas más largas que teníamos y, después de atarla por un extremo a las raíces del árbol que nos servía de casa, formé en el otro un nudo corredizo. Amarré este a la punta de un palo, con objeto de poder echárselo al lindo animal a la cabeza y pasárselo por el cuello. Después cogí un trozo de bambú de algo más de medio metro de largo y lo doblé por el centro, manteniéndolo sujeto por medio de un fuerte bramante, de manera que formase una especie de pinza.
Federico, que contemplaba mis preparativos sin lograr explicarse su finalidad, quería hacer uso de la boleadora para la captura. Pero le contuve, asegurándole que en aquel caso mi procedimiento había de resultar superior al de los patagones.
A todo esto, el borrico y el asno silvestre habían ido acercándose al árbol, y entonces este último nos vio. Como sin duda era la primera vez que contemplaba seres humanos, se detuvo espantado. Pero en ese momento Federico salió de entre las raíces y avanzó portando en la palma de la mano un puñado de sal. El jumento, que no tenía motivos para huir de nosotros y llevaba algunos días sin probar aquella golosina, acudió tan contento que su salvaje congénere, comprendiendo que aquello debía de saber bien, le imitó sin desconfianza. Aproveché ese instante para arrojarle al cuello el lazo que sostenía al extremo del palo.
Al sentir el contacto, el cuaga dio un bote y trató de huir saltando y coceando. ¡Esfuerzo inútil! La cuerda estaba bien sujeta y el pobre animal solo consiguió apretar más el lazo, hasta que cayó al suelo medio asfixiado por la presión.
Temiendo que se ahogase, corrí a quitarle el nudo corredizo y, antes de que el animal pudiera reponerse, le puse el cabezón del asno y le sujeté el hocico con la pinza de bambú, que constituía un acial como el que usan los herradores cuando quieren herrar a un caballo espantadizo o resabiado. Después puse al cabezón dos largos ramales, que até a las raíces de nuestro árbol, y esperé a que mi cautivo recobrase el aliento para saber si era posible domarlo y utilizar sus servicios.
Entretanto, toda la familia había bajado del árbol, y mientras rodeaban a aquella selvática criatura no se cansaban de admirar sus formas, que, si bien recordaban a las del asno, por lo esbeltas se acercaban a las de un caballo. Al cabo de un rato, el animal se levantó dando brincos enormes para tratar de escapar, pero el dolor que a cada movimiento le producía el acial acabó por calmarle, mostrándose lo bastante tranquilo para dejarse conducir al sitio que debía servirle como cuadra, donde lo atamos a las raíces del árbol con un ramal muy corto para que no se enredase. En cuanto a nuestro recuperado fugitivo, para evitar que volviera a escaparse le trabamos las patas delanteras; luego le hicimos un nuevo cabezón y lo pusimos junto al cuaga, con objeto de que este, en compañía del asno, se habituase a sobrellevar su nuevo estilo de vida.
Desde ese momento, nuestra primera preocupación fue la doma de nuestro nuevo huésped, al que quise acostumbrar a llevar carga y a dejarse montar. No lo conseguí sin gran esfuerzo, pero al fin, a fuerza de perseverancia, obtuve el resultado apetecido. Al cabo de un par de semanas se había vuelto tan dócil que era ya posible dejarle en relativa libertad, limitándonos a trabarle las manos para que no se alejase demasiado. También podíamos montarlo sin temor, y, a falta de freno, me limité a hacerle una especie de cabezada y a enseñarle a girar a derecha o a izquierda tocándole ligeramente en una u otra oreja.
Mientras me ocupaba de todo esto, tres de nuestras gallinas habían empollado más de cuarenta pollos, que correteaban de aquí para allá dando no poco que hacer a mi esposa.
El aumento en el número de aves de corral significaba una verdadera riqueza y la seguridad de que no habíamos de pasar hambre. Pero al mismo tiempo nos impuso mayor trabajo.
De hecho, hacía ya tiempo que tenía el propósito de construir un establo y un gallinero cubiertos, para cuando viniesen los temporales o el invierno, y no quise posponer este proyecto por más tiempo. Sobre las encorvadas raíces aéreas de nuestro árbol, construimos una techumbre de cañas de bambú, fuertemente atadas y entrelazadas con otras más delgadas, y lo cubrimos todo con musgo y arcilla, con lo que obtuvimos un techo lo bastante resistente para soportar nuestro peso, y que una vez rodeado de una barandilla quedó convertido en una terraza. Utilizamos el mismo procedimiento para levantar tabiques que, apoyados en las raíces, dividieron el cobertizo en varios compartimentos: uno para las bestias, otro para las aves de corral y otros para guardar el forraje y otros menesteres.
Asimismo, procuramos mantener la despensa bien provista de todo lo necesario para cuando llegase el mal tiempo y nos viésemos obligados a estar recluidos en casa.
Una tarde, cuando volvíamos de recoger patatas con el carro —tirado por la vaca, el búfalo y el asno— cargado de sacos llenos, se me ocurrió decirles a mi mujer y a Francisco que continuasen hasta la casa con el vehículo, mientras yo iba con Federico y Ernesto al monte de encinas, con objeto de añadir al botín de aquel día un cargamento de bellotas. Ernesto llevaba su mono al hombro y Federico iba montado en el cuaga.
Llevábamos algunos sacos vacíos, que una vez llenos pensábamos cargar sobre el lindo solípedo, al que poco a poco íbamos habituando a prestarnos este servicio, pero al que no había manera de acostumbrar a tirar del carro.
Al llegar al monte, atamos a un árbol a Pie Ligero, nombre con el que lo habíamos bautizado, y empezamos a llenar los sacos de bellotas, que encontramos en gran abundancia. Ocupados en esta tarea, de pronto vimos que el mono saltaba a un matorral que había estado observando durante un tiempo con gran atención, y enseguida oímos chillidos, aletazos y otros ruidos que nos dieron a entender que maese Mico sostenía un combate con algún habitante de la maleza. Dije a Ernesto, que era el que estaba más cerca del lugar de la lucha, que corriese a ver qué sucedía, y en cuanto se hubo acercado le oímos gritar alegremente:
—¡Padre, un nido de gallina con huevos! ¡El mono se está peleando con la gallina! ¡Dile a Federico que venga a cogerla mientras yo sujeto al mono!
Al oír esto, mi hijo mayor corrió hacia el matorral, y no tardó en volver trayendo viva una hermosa hembra del tetrao o gallina de collarín del Canadá. Esta captura me produjo auténtico regocijo, y enseguida até con un bramante las alas y las patas del ave para poder llevárnosla. Entretanto, Ernesto había conseguido recuperar al mono y se acercó con rostro sonriente trayendo el sombrero en la mano y el cinturón lleno de hojas. Al llegar junto a mí, levantó el pañuelo con el que traía tapado el sombrero y lo extendió ante sí exclamando lleno de júbilo:
—¡Aquí están los huevos, padre! Estaban en un nido escondido bajo estas hojas de lirio, de tal modo que no los habría visto de no ser porque la gallina, al querer huir del mono, removió las hojas y los dejó al descubierto. He pensado que con esto le daré una gran alegría a mamá. También he cogido las hojas para Francisco; parecen espadas y le servirán para jugar.
Acabamos de llenar los sacos de bellotas, los cargamos sobre el cuaga y emprendimos la vuelta al Nido del Halcón, con Federico montado a lomos del animal, Ernesto con los huevos que había recogido y yo con la gallina de collarín.
Mi esposa recibió nuestro hallazgo con gran regocijo, y tantas atenciones tuvo con la gallina de collarín que, sin duda agradecida, esta accedió a seguir incubando los huevos que le devolvimos y al poco tiempo nació toda su pollada.
Un par de días después de aquella aventura, las hojas que trajimos para que jugase Francisco estaban ya secas y tiradas por el suelo. Entonces, por distraerse un rato, a Federico se le ocurrió decirle al pequeño:
—Mira, hermanito, tus espadas todavía pueden servirte. Vamos a trenzarlas para hacer látigos y podrás divertirte arreando a las cabras y las ovejas.
Los dos muchachos se pusieron manos a la obra. Francisco abría las hojas y las dividía en largas tiras, y Federico las trenzaba en forma de látigo.
Por casualidad me fijé en aquel entretenimiento, y al observar lo flexibles y resistentes que eran aquellas tiras examiné las hojas con más atención y descubrí con gran alegría que lo que habíamos tomado por un lirio era, en realidad, cáñamo de Nueva Zelanda (Phormium tenax), una de las plantas textiles más útiles. Me apresuraré a comunicar el nuevo hallazgo a mi mujer, que al punto compartió mi regocijo.
—¡Qué magnífico descubrimiento! —exclamó—. Es el mejor que hemos hecho desde que estamos en esta casa. Traedme más hojas y os haré camisas, trajes y hasta hilo y cuerda.
Quise recordar a mi buena esposa que media un abismo entre la materia prima y su transformación para ser usada. Pero ella daba ya por seguro el éxito, y mientras discutíamos amorosamente el asunto, tratando yo de evitarle una decepción ante tanto entusiasmo, vimos que Federico y Santiago se apartaban de nosotros, saltaban el uno sobre el cuaga y el otro sobre el búfalo, y se dirigían al galope hacia el bosque, donde no tardaron en desaparecer.
No habría transcurrido ni un cuarto de hora cuando vimos a nuestros jinetes regresar al trote. Al modo de húsares que volviesen de forrajear, a ambos lados de sus cabalgaduras colgaban enormes fardos de plantas de cáñamo neozelandés que descargaron a nuestros pies. Felicité a los muchachos por la buena voluntad que habían demostrado al complacer a su madre. Yo no quise ser menos que ellos, y prometí a mi esposa que sacaríamos de aquella planta el mejor partido posible.
En primer lugar, metimos las plantas en el fondo del arroyo, donde las hojas debían pasar algún tiempo bajo el agua para sufrir un proceso de putrefacción que permitiese separar mejor las fibras.
Cuando hubieron transcurrido catorce días, mi esposa pensó que el cáñamo debía de estar ya bien enriado y nos propuso sacarlo del agua. Lo extendimos al sol, sobre el césped de una pradera cercana, y en un solo día quedó completamente seco. Esa misma tarde lo recogimos en el carro y lo llevamos al Nido del Halcón. Allí lo almacenamos por algún tiempo, dejando para más adelante la labor de cardarlo, hilarlo y tejerlo, ya que consideré que, dada la proximidad de la estación lluviosa, era preferible dedicarnos ante todo a almacenar provisiones comestibles, tanto para nosotros como para todos nuestros animales. De hecho, desde hacía algunos días el tiempo había empezado a empeorar: caluroso y sereno hasta entonces, ahora se presentaba nublado y variable. El cielo aparecía cargado de negras nubes y el viento soplaba huracanado, y todo anunciaba que de un momento a otro tendríamos que poner fin a nuestras tareas al aire libre.
Arrancamos y recogimos todas las patatas y raíces de mandioca que pudimos encontrar, e hicimos igualmente una buena cosecha de cocos y de bellotas, pues todos estos productos vegetales constituirían la base de nuestra alimentación durante el invierno. A medida que sacábamos las patatas y la mandioca, y con objeto de poder hacer pan al estilo europeo, íbamos sembrando en el mismo terreno maíz y trigo, pues a pesar de los variados productos que nos ofrecía el clima tropical en que vivíamos, no podíamos acostumbrarnos a prescindir del pan.
También sembramos y plantamos toda clase de plantas alrededor de la tienda que ocupamos al principio, pensando que con el tiempo húmedo podrían echar raíces en aquel terreno, habitualmente demasiado seco y duro para que pudiera arraigar la vegetación. Sin embargo, nuestra actividad hubo de cesar ante las lluvias, que nos sorprendieron antes de lo que creíamos, obligándonos a permanecer encerrados. No tardaron los cielos en enviarnos tal cantidad de agua que Francisco me preguntaba llorando si iba a sobrevenir otro diluvio universal y si aquel tiempo húmedo duraría mucho.
Al principio nos contentamos con quedarnos metidos en nuestra casa aérea, pero pronto nos fue imposible permanecer en ella, ya que la violencia del viento y de la lluvia nos molestaba terriblemente. Así pues, tuvimos que resignarnos a trasladar nuestra residencia al cobertizo de bambú construido entre las raíces del árbol. No obstante, los compartimentos que allí había hecho estaban tan llenos de provisiones, herramientas y animales que apenas podíamos movernos. Lo peor de todo era que, si encendíamos lumbre, podíamos correr el riesgo de perecer asfixiados. Para disponer de más sitio, amontonamos muchos objetos dentro del tronco del árbol, al pie de la escalera de caracol, y reunimos a todos los animales en un solo compartimento, reservándonos otro para nosotros, donde podíamos trabajar y dormir con relativa comodidad. Por lo que a la cocina se refiere, procurábamos guisar lo menos posible, prefiriendo pasar hambre a sufrir el tormento del humo. Además, habíamos hecho muy poca provisión de leña, y dimos gracias al cielo por no enviarnos más que agua, pues si hubiera hecho frío no habríamos podido resistirlo.
Para colmo de calamidades, el forraje que habíamos almacenado para nuestras bestias empezó a escasear, y como no podíamos sustituirlo con patatas o con bellotas sin exponernos a morir de hambre, optamos por soltar a los animales para que se buscasen ellos mismos su comida. Sin embargo, no nos interesaba que se extraviasen, y todas las tardes Federico y yo salíamos para recogerlos y encerrarlos de nuevo al pie del árbol. Volvíamos al cobertizo calados hasta los huesos, ante lo cual mi esposa buscó un medio para protegernos contra el aguacero.
A tal efecto, sacó de uno de los cofres dos gruesas camisas de marinero, y después de coserles una especie de capucha que se encasquetaba firmemente en la cabeza, las impregnó por completo con caucho. Cubiertos con estos improvisados impermeables, podíamos desafiar la lluvia sin temer mojarnos y sin que se nos estropease la ropa.
Durante esta permanencia forzosa en nuestros cuarteles de invierno fue cuando concebí la idea de escribir la historia de nuestra vida en aquel país desierto, la cual habría de servir de base para el presente relato. Más de una vez mi esposa o mis hijos me ayudaron a recordar los detalles de los sucesos ocurridos desde el día que naufragamos.
De nuestros diversos trabajos invernales, uno de los más útiles fue la construcción de un mazo de agramar y dos rastrillos de peinar cáñamo, uno grande y otro más pequeño. Para hacer estos últimos, afilé con la lima unos cuantos clavos gruesos, que fijé, a igual distancia unos de otros, en una lámina de hojalata. Luego volví los bordes de esta, formando una especie de caja, en la que vertimos plomo derretido, con lo que los clavos quedaron sólidamente sujetos. A cada peine le puse un par de patas para poder clavarlo sobre un soporte de madera. Tan fuerte y práctica parecía mi obra que mi mujer estaba ya impaciente por hacer uso de ella, deseando más que nunca que volviera a salir el sol para que el cáñamo de Nueva Zelanda se secase y poder agramarlo y peinarlo cuanto antes.