Aventura de caza con una hiena. — Utilidad de las palomas mensajeras. — Los elefantes. — Federico remonta un río en kayak y se encuentra con un hipopótamo. — La isla del Tiburón es convertida en fortín.
Voy a procurar hacer un resumen conciso del largo, ameno y desordenado relato que, a su regreso, me hicieron los tres alegres compañeros de viaje.
Después de alejarse rápidamente de nuestro lado, llegaron en poco tiempo a las inmediaciones de la Floresta, donde pensaban permanecer dos días.
Al acercarse a la granja, oyeron de pronto una ruidosa risa, que parecía totalmente humana, y observaron que la yunta daba señales manifiestas de gran inquietud. Los perros se arrimaron a sus amos con el pelo erizado y el avestruz pareció asustarse tanto que emprendió la huida en dirección a los arrozales del lago.
Aquella risa siniestra volvió a repetirse varias veces, siempre con el mismo efecto de terror en los animales, hasta que finalmente el novillo y el búfalo se negaron a seguir avanzando y sus jinetes creyeron conveniente apearse para averiguar la causa de su pánico.
—Es posible —dijo Federico— que los animales presientan la proximidad de algún tigre o león. Pero no es cuestión de que los abandonemos para huir, así que lo mejor es que vayas con los dos perros a averiguar de qué se trata. Entretanto, yo sostendré la yunta. La fuga de Santiago no podría haber sido menos oportuna.
Después de asegurarse de que sus pistolas estaban cargadas, Francisco llamó en voz baja a los dos perros y se acercó cautelosamente al matorral de donde habían salido las extrañas risotadas.
Apenas habría avanzado ochenta pasos cuando, en un claro de la maleza y a menos de cuarenta pasos, vio una enorme hiena que tenía a sus pies un carnero que acababa de matar.
Francisco se detuvo, paralizado. La fiera interrumpió un momento su festín para fijar sus relucientes ojos en el pequeño intruso y, una vez más, lanzó aquella repulsiva risotada, que oída de cerca parecía aún más siniestra. No sin cierto temor, el bravo muchacho se mantuvo firme. Luego se situó muy despacio detrás de un árbol, alzó un tembloroso brazo, empuñando una de las pistolas, y disparó. La fiera contestó con un aullido de dolor. Le había alcanzado en una de las patas delanteras. Entonces los perros, como si comprendiesen que su enemigo llevaba las de perder, se abalanzaron furiosos sobre él y lo derribaron por tierra. Siguió una lucha espantosa, a la cual Francisco no se atrevía a poner término con un segundo disparo, por miedo a confundir a los amigos con el enemigo en aquel confuso amasijo de cuerpos que saltaban, rodaban y se revolvían.
Federico, alarmado por la detonación, ató la yunta a un árbol, cogió apresuradamente su carabina y acudió raudo en auxilio de su hermano. Pero ya no fue necesario. La lucha había terminado felizmente: los dos dogos, tras algunos minutos de combate, habían logrado dominar a la hiena, aunque no sin recibir algunos rasguños, y Moreno acababa de matarla de una dentellada en la garganta. Sin embargo, para más seguridad, Federico se acercó a ella y le descargó un pistoletazo entre los ojos.
—¡Victoria! —gritó el muchacho—. ¡Ven, Francisco!
La fiera no volvería a levantarse, pero aun así a los muchachos les costó gran esfuerzo arrancar su cadáver a los perros, que todavía con el pelo erizado enseñaban los dientes a su enemigo. Poco después Santiago volvía a reunirse con sus hermanos y les contó cómo, a su pesar, se había visto arrebatado por el avestruz, al que la proximidad de la hiena había llenado de terror.
Los tres muchachos prosiguieron su camino hacia la Floresta, adonde no tardaron en llegar, llevando en el carromato los restos de la hiena, a la que querían desollar. En este trabajo emplearon el resto del día, y al terminar se tendieron en las dos pieles de oso para gozar de un descanso bien merecido.
Entretanto, en nuestra caverna de Villarrocosa, Ernesto y nosotros dos, una vez terminadas las faenas de la tarde, hablábamos de los tres viajeros: Ernesto, con misteriosa reticencia; mi esposa, no sin seria preocupación, y yo, con bastante confianza, que fundaba en la inteligencia, seriedad y probada intrepidez de Federico.
Ernesto y su madre no se cansaban de hablar acerca de la expedición.
—¡Mirad! —les interrumpí de pronto—. ¿No es esa una paloma que llega retrasada al palomar? Con la oscuridad no he podido distinguir bien si era de las nuestras o alguna intrusa.
Ernesto se apresuró a decir:
—Voy a ir enseguida a cerrar la puertecilla. Mañana veremos de qué paloma se trata. Habiendo venido a una hora tan intempestiva, debe de ser un ejemplar singular.
A la mañana siguiente, el muchacho se levantó mucho antes que nosotros para acudir al palomar, y en el momento en que su madre y yo nos sentábamos a la mesa para tomar el desayuno entró con un billete en la mano. Era una carta que los jóvenes cazadores nos enviaban por medio de una paloma mensajera. Pedí a Ernesto que la leyera, a lo cual accedió con aire grave, diciendo:
—Escuchad, pues. Voy a leeros la misiva al pie de la letra. Dice así:
La Floresta, a día 15
Queridos padres y querido Ernesto:
Una hiena enorme ha devorado dos cabritos y un carnero, pero nuestros perros la han atrapado, Francisco la ha herido gravemente, y hemos acabado con ella. Nos ha llevado prácticamente todo el día quitarle la piel, que es muy buena. Nuestro pemmican, en cambio, no vale nada. Celebraremos que os halléis tan bien como estos vuestros hijos y hermanos. Todos estamos muy contentos.
Vuestro,
FEDERICO
—¡Ja, ja! ¡Esta sí que es una verdadera carta de cazador! —exclamé—. Gracias a Dios, esa aventura de la hiena parece haber terminado felizmente. Pero ¿cómo puede haber entrado esa fiera en nuestro territorio? Si ha vuelto a quedar abierto el paso del Reclusorio, se acabó la tranquilidad para nuestras cabras y ovejas.
—¡Espero que al menos los muchachos se muestren prudentes! —dijo mi esposa—. Querría que fuésemos cuanto antes a buscarlos. ¿Crees que sería conveniente, o será mejor esperar con paciencia su regreso?
—Creo que es mejor lo último, madre —repuso Ernesto—. Puede que recibamos otro mensaje aéreo, que nos indique el partido que convenga tomar.
En efecto: esa misma tarde, y un poco más temprano que la víspera, entró en el palomar una segunda paloma mensajera. Ernesto corrió a cerrar la puertecilla y volvió trayéndonos otra carta que había encontrado bajo el ala de la recién llegada, y cuyo lacónico contenido nos leyó en estos términos:
Noche tranquila. Mañana espléndida. Paseo en kayak por el lago de la Floresta. Un animal desconocido ha huido de nosotros. Mañana llegaremos a Altavista. Pasadlo bien.
Vuestros,
FEDERICO, SANTIAGO y FRANCISCO
Este billete nos devolvió a mi esposa y a mí la tranquilidad, pues revelaba una noche de reposo y no, como nosotros habíamos temido, la aparición de una segunda hiena que viniese a turbar su sueño. No obstante, el contenido principal de la misiva constituyó para nosotros un enigma, hasta que más adelante los propios muchachos nos refirieron sus aventuras.
Los jóvenes cazadores habían explorado todo el lago de la Floresta, donde Federico, con su kayak, había perseguido y capturado algunos cisnes jóvenes, que se proponía soltar luego en la bahía de la Salvación, donde no habría de faltarles agua donde nadar. Mientras estaban admirándolos, salió de entre la espesura un animal robusto y de color oscuro. Hicieron algunos disparos, pero no le dieron. A juzgar por su descripción, comprendí que se trataba de un tapir americano.
De tal manera nos tranquilizó el contenido de la segunda carta que, convencidos de que nuestros hijos seguían bien, decidimos esperar con calma su regreso o nuevas noticias de sus proezas. Pero nuestra tranquilidad no duró mucho, pues al día siguiente, poco después del almuerzo, llegó otro mensajero alado y, tras leer la carta que traía, quedamos sumidos en honda preocupación. Decía como sigue:
El paso del Reclusorio ha sido violentamente forzado; todo, hasta los campos de caña de azúcar, está destruido; la choza donde ahumamos la carne ha sido derribada, y las cañas, arrancadas o pisoteadas. En el suelo se ven huellas de unas patas enormes. Ven en nuestro auxilio, padre mío. No nos atrevemos a avanzar ni a retroceder, pues aunque no somos miedosos, ignoramos qué clase de peligro nos rodea.
Cualquiera puede comprender que estas noticias no eran como para tranquilizarnos. Sin pararme a comentarlas, ensillé el cuaga, encargué a mi esposa que a la mañana siguiente saliese con Ernesto para el Reclusorio, llevando el carro con la vaca y el buche, y, tras saltar sobre mi semisalvaje cabalgadura, partí a galope tendido.
Hice el trayecto, en el que a buen paso solíamos invertir unas seis horas, en menos de la mitad de tiempo, y fui recibido por mis hijos con aclamaciones de júbilo. En el acto procedí a reconocer los destrozos, que, a juzgar por lo enorme de las huellas, atribuí a una manada de elefantes. El parapeto de gruesos troncos con que habíamos cerrado el estrecho paso del Reclusorio yacía desbaratado por tierra, y los árboles que junto a él se alzaba estaban limpios de ramas y follaje. Pero donde mayores parecían los estragos era en el campo de caña de azúcar: las que no habían sido arrancadas estaban quebradas y pisoteadas; la cabaña próxima al campo también había sido derribada, al igual que la choza en que habíamos ahumado la carne.
Junto a las huellas de animales grandes encontramos otras mucho más pequeñas, como el rastro de un lobo o un perro corpulento, que desde el Reclusorio se dirigían en línea recta hacia la parte de la costa, sin volver después al punto de partida. Comprendí que eran de la hiena que los chicos habían matado, y me tranquilizó enormemente ver que no había ningún otro rastro por el estilo.
Montamos a toda prisa nuestra tienda y encendimos delante de ella una gran hoguera para evitar con su fulgor un posible ataque de los elefantes durante la noche; una noche que, dicho sea de paso, no fue de las más tranquilas, pues tanto Federico como yo la pasamos en vela y con las armas prestas, hablando de los acontecimientos del día y, sobre todo, de los elefantes.
Al mediodía siguiente llegó mi mujer con Ernesto. Traían el carro, al que habían enganchado la vaca y el pequeño cuaga, y en el acto tomamos las medidas necesarias para pasar allí algunos días, pues la reparación de los destrozos, y sobre todo la del parapeto del Reclusorio, nos llevaría bastante tiempo. Y así fue: una semana entera empleamos en estos trabajos.
Una vez fortificado de nuevo el paso, con más solidez que antes, pensé que nos convendría tener allí cerca una vivienda fija, y, atendiendo a las indicaciones de Federico, adopté el modelo de la casa de verano de los kamtchadales. Se trataba de una construcción erigida sobre cuatro postes, con la diferencia de que, en vez de postes, empleamos cuatro altos árboles que crecían, formando los vértices de un cuadrado, con una separación de unos cuatro metros.
A unos siete metros de altura coloqué de árbol a árbol unas fuertes vigas de bambú, y entre estas tendí un tablado, que rodeé por los cuatro lados con un parapeto de gruesas cañas, de casi tres metros de alto. En este practiqué, en la parte que daba al Reclusorio, un par de ventanas estrechas a modo de saeteras. El tejado lo hicimos a dos aguas, cubierto de corteza para que no entrase la lluvia. Por debajo del techado construimos un segundo tablado, de manera que la casa tenía un piso alto, o más bien una buhardilla, donde, en caso de necesidad, podríamos meter gallinas u otros animales. Este segundo tablado tenía un agujero a modo de escotillón, por el cual se entraba con ayuda de una escala de mano. Al piso inferior se accedía también por una abertura cuadrada, y la escalera para llegar a ella la hice de una sola viga, con muescas a ambos lados que servían de escalones, como las que se ponen a veces en la bodega de los barcos y en los pajares y graneros de las casas de labranza. De este modo resultaba una escalera fuerte y a la vez fácil de retirar por la abertura de entrada al piso, que quedaba así aislado del suelo.
Una vez terminada nuestra nueva construcción, ofrecía un aspecto muy pintoresco, medio escondida entre el follaje de los cuatro árboles. Pero sobre todo nos era muy útil porque desde ella se dominaba una gran extensión de terreno, y a la vez podíamos emplearla como gallinero.
Mientras estábamos ocupados con este proyecto, Federico hizo una excursión en kayak remontando el cercano río, y regresó con un buen botín. Entre otras cosas, traía un calamón que había cogido vivo y que regaló a su madre para que lo pusiera en nuestro corral, y algunos vegetales notables, entre los cuales despertaron especialmente nuestro interés unos frutos de cacao.
Después nos hizo el relato de su viaje, encomiando la fertilidad del país que se extendía al otro lado del río y la majestuosa belleza de los bosques en que se había internado. El cloqueo de los pavos salvajes y el incesante graznido y cacareo de las pintadas, los pavos reales y otras muchas aves le habían acompañado todo el camino. Río arriba, cerca del pantano junto al cual capturamos el búfalo, había atrapado con un lazo el lindo calamón que traía. Más lejos encontró a la derecha un extenso bosque de mimosas, en el que algunos grupos de elefantes, formados por entre diez y veinte individuos, se entretenían con grave calma en arrancar y devorar gruesos manojos de ramas tiernas de los árboles, o bien se metían en el agua hasta el vientre para refrescarse, sin preocuparse para nada del joven remero ni de su kayak.
—Por un momento —nos decía Federico—, experimenté un vivo anhelo de probar en aquellos colosos mi destreza de cazador, pero enseguida comprendí que sería una peligrosa temeridad. Y ya estaba pensando si me convendría volver atrás, cuando un nuevo encuentro acabó de decidirme. A cosa de dos tiros de fusil de donde yo estaba, vi que el agua se agitaba y se levantaba como cuando brota un surtidor en medio de un estanque, y poco después emergió un animal gordísimo, de color negruzco, que lanzó un espantoso mugido enseñando una serie de formidables dientes. Pero no tuve mucho tiempo de fijarme en él porque me apresuré a escapar, bajando por el río con la velocidad de un rayo. Mientras remaba, volví la cabeza para contemplar otra vez al monstruo, pero ya no lo vi más. Temiendo encontrármelo de nuevo, regresé aquí por el camino más corto, pensando que por esta vez mis descubrimientos de historia natural ya habían sido sobradamente sensacionales.
Tal fue el breve relato de las aventuras de Federico, que nos dieron no poco que pensar, puesto que de ellas se deducía la proximidad de peligrosos animales. Y, por lo que nos dijo, comprendimos que el monstruo que tan gran susto le había dado no era otra cosa que un hipopótamo.
Durante el día que él había estado ausente, estuvimos ocupados empaquetando y preparando nuestros efectos para la marcha, que habíamos decidido emprender a la mañana siguiente. Federico me pidió permiso para hacer aquel viaje de regreso por mar, en su kayak, doblando el cabo de la Decepción y siguiendo la costa hasta Villarrocosa. Accedí gustosamente, porque así podríamos conocer mejor el promontorio y los puntos más próximos a la costa.
Al amanecer del siguiente día nos pusimos en camino. Federico se embarcó y, después de doblar el cabo, exploró la bahía grande, que estaba en gran parte rodeada de acantilados, en cuyas anfractuosidades anidaba multitud de aves marinas y rapaces.
Llegamos sin el menor contratiempo a nuestro destino, y en cuanto estuvimos en casa tratamos de decidir qué hacer con el gran número de aves que los muchachos habían capturado durante su expedición, y que, unidas a las que ya poseíamos, hacían pequeño nuestro gallinero. La gallina de collarín del Canadá y unas grullas, a las que habíamos recortado las alas, fueron llevadas a los islotes vecinos; a los cisnes y al calamón los instalamos en la laguna de los Patos, y nuestra vieja avutarda conservó el privilegio de permanecer cerca de nosotros, incluso durante las comidas que solíamos hacer al aire libre y de las que siempre quedaba algo para ella. Esta distribución nos llevó dos horas largas, durante las cuales mi esposa preparó el almuerzo, y nos sentamos a la mesa tan pronto como llegó Federico.
Durante los días que siguieron a nuestro regreso empezamos a pensar, por fin seriamente, en el proyecto que Federico había concebido algún tiempo atrás, a saber: la instalación de un puesto de señales y un cañón de a cuatro en lo más alto de la isla del Tiburón. Y aunque la empresa era difícil, una vez puestos a ella conseguimos llevarla a feliz término, aunque no sin grandes esfuerzos.
Lo más penoso fue subir el cañón hasta lo alto de las rocas, donde lo colocamos apuntando hacia el mar. Detrás de él construimos una caseta de tablas y bambú, y a un par de pasos de esta plantamos un mástil con una cuerda sin fin para izar nuestros pabellones, blanco el que ondearía en circunstancias normales y rojo el que serviría para indicar peligro.
La terminación de esta obra titánica, que nos llevó sus buenos dos meses, se celebró con una pequeña fiesta familiar, y al izar por vez primera el pabellón blanco lanzamos una salva de seis cañonazos, cuyos ecos retumbaron entre las peñas de Villarrocosa.