EL INTÉRPRETE GRIEGO

«Recuerde, Melas, que si habla con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!»

Wilson Kemp

A  lo  largo  de  mi  prolongada  e  íntima  amistad  con  el  señor  Sherlock Holmes, nunca le había oído hablar de su parentela, y apenas de su pasado. Esta reticencia por su parte había incrementado el efecto un tanto inhumano que producía en mí, hasta el punto de que a veces me sorprendía mirándolo como un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan deficiente en afecto humano como más que eminente en inteligencia. Su aversión a las mujeres y su nula inclinación a contraer nuevas amistades, eran las dos notas típicas de un  carácter  nada  emocional,  pero  no  más  que  su  total  supresión  de  toda referencia a su propia familia. Yo había llegado a creer que era un huérfano sin parientes  vivos,  pero  un  día,  con  gran  sorpresa  por  mi  parte,  empezó  a hablarme de su hermano.

Fue  después  de  tomar  el  té  una  tarde  de  verano,  y  la  conversación,  que había errado de forma inconexa y espasmódica desde los palos de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la elíptica, desembocó finalmente en la  cuestión  del  atavismo  y  las  aptitudes  hereditarias.  El  tema  sometido  a discusión era el de hasta qué punto cualquier don singular en un individuo se debía a su linaje y hasta cuál a su propio y temprano aprendizaje.

—En su caso —dije—, por todo lo que me ha dicho parece obvio que su facultad de observación y su peculiar facilidad para la deducción se deben a su adiestramiento sistemático.

—Hasta  cierto  punto  —me  contestó  pensativo—.  Mis  antepasados  eran terratenientes  rurales  que  al  parecer  llevaron  más  o  menos  la  misma  vida, como es natural en su clase. Sin embargo, mi tendencia en este sentido está en mis venas y tal vez proceda de mi abuela, que era la hermana de Vernet, el famoso artista francés. El arte en la sangre adopta las formas más extrañas.

—Pero ¿cómo sabe que es hereditario?

—Porque mi hermano Mycroft lo posee en un grado más alto que yo.

Desde luego, esto era totalmente nuevo para mí. Si había en Inglaterra otro hombre con tan singulares poderes, ¿cómo se explicaba que ni la policía ni elpúblico  hubieran  oído  hablar  de  él?  Hice  esta  pregunta,  con  un  comentario acerca de que sería la modestia de mi amigo lo que le hacía reconocer como superior a su hermano.

Holmes se echó a reír al oír esta sugerencia.

—Mi  querido  Watson  —dijo—,  no  puedo  estar  de  acuerdo  con  aquellos que  sitúan  la  modestia  entre  las  virtudes.  Para  el  lógico,  todas  las  cosas deberían ser vistas exactamente como son, y subestimarse es algo tan alejado de la verdad como exagerar las propias facultades. Por consiguiente, cuando digo que Mycroft posee unos poderes de observación mejores que los míos, puede tener la seguridad de que estoy diciendo la verdad exacta y literal.

—¿Es más joven que usted?

—Es siete años mayor que yo.

—¿Y cómo se explica que no se le conozca?

—Oh, en su círculo es muy bien conocido.

—¿Dónde, pues?

—En el Diógenes Club, por ejemplo.

Nunca  había  oído  hablar  de  esta  institución,  y  mi  cara  así  debió proclamarlo, pues Sherlock Holmes sacó su reloj.

—El Diógenes Club es el club más peculiar de Londres, y Mycroft uno de sus socios más peculiares. Siempre se le encuentra allí desde las cinco menos cuarto a las ocho menos veinte. Ahora son las seis, de modo que, si le apetece dar un paseo en esta hermosa tarde, será para mí una verdadera satisfacción presentarle dos curiosidades.

Cinco minutos después nos encontrábamos en la calle, camino de Regent Circus.

—Se  preguntará  usted  —dijo  mi  compañero—  cómo  es  que  Mycroft  no utiliza sus facultades para una labor detectivesca. Es incapaz de ello.

—Pero yo creía que había dicho...

—He dicho que es superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective  comenzara  y  terminara  en  el  razonamiento  desde  una  butaca,  mi hermano sería el mayor criminólogo que jamás haya existido. Pero no tiene ambición  ni  energía.  Ni  siquiera  se  desvía  de  su  camino  para  verificar  sus soluciones, y preferiría que se le considerase equivocado antes que tomarse la molestia de probar que estaba en lo cierto. Repetidas veces le he presentado un problema  y  he  recibido  una  explicación  que  después  ha  demostrado  ser  la correcta. Y sin embargo, es totalmente incapaz de elaborar los puntos prácticosque  deben  dilucidarse  antes  de  poder  presentar  un  caso  ante  un  juez  o  un jurado.

—¿No es su profesión, pues?

—En modo alguno. Lo que para mí es un medio que me permite ganarme la  vida,  es  para  él  la  simple  afición  de  un  diletante.  Tiene  una  facilidad extraordinaria para los números y revisa los libros en algunos departamentos gubernamentales.  Mycroft  se  aloja  en  Pall  Mall,  y  dobla  la  esquina,  en dirección a Whitehall, cada mañana y regresa cada tarde. A lo largo de todo el año  no  hace  más  ejercicio  que  éste,  y  no  se  le  ve  en  ninguna  otra  parte, excepto  tan  sólo  en  el  Diógenes  Club,  situado  exactamente  enfrente  de  su alojamiento.

—No puedo recordar este nombre.

—Y  es  muy  lógico.  Ya  sabe  que  hay  en  Londres  muchos  hombres  que, unos por timidez y otros por misantropía, no desean la compañía del prójimo, y  no  obstante  se  sienten  atraídos  por  unas  butacas  confortables  y  por  los periódicos  del  día.  Precisamente  para  conveniencia  de  éstos  se  creó  el Diógenes Club, que ahora da albergue a los hombres más insociables y menos amantes de clubs de toda la ciudad. A ningún miembro se le permite dar la menor  señal  de  percepción  de  la  presencia  de  cualquier  otro.  Excepto  en  el Salón  de  Forasteros,  no  se  permite  hablar  en  ninguna  circunstancia,  y  tres faltas en este sentido, si llegan a oídos del comité, exponen al hablador a la pena  de  expulsión.  Mi  hermano  fue  uno  de  los  fundadores,  y  yo  mismo  he encontrado allí una atmósfera muy relajante.

Habíamos llegado a Pall Mall mientras hablábamos, y descendíamos por él desde el extremo de St. James. Sherlock Holmes se detuvo ante una puerta, a poca  distancia  del  Carlton,  y,  advirtiéndome  que  no  hablase,  me  precedió  a través  del  vestíbulo.  Reflejada  en  los  espejos,  capté  una  visión  de  una  sala amplia y lujosa, en la que un número considerable de hombres sentados leían periódicos,  cada  uno  en  su  rincón.  Holmes  me  hizo  pasar  a  una  pequeña habitación que daba a Pall Mall y, tras dejarme solo un minuto, volvió con un acompañante que sólo podía tratarse de su hermano.

Mycroft Holmes era un hombre mucho más grueso y macizo que Sherlock. Su  figura  era  la  de  una  persona  realmente  corpulenta,  pero  su  cara,  aunque ancha, había conservado algo de la agudeza de expresión que tan notable era en la de su hermano. Sus ojos, que eran de un gris acuoso peculiarmente claro, parecían mantener en todo momento aquella mirada remota e introspectiva que sólo había observado en Sherlock cuando ejercía plenamente sus facultades.

—Encantado de conocerle, caballero —dijo, alargándome una mano ancha y carnosa, como la aleta de una foca. He oído hablar de Sherlock por doquier,desde  que  usted  es  su  cronista.  A  propósito,  Sherlock,  esperaba  verte  la semana pasada para consultarme respecto a aquel caso de Manor House. Pensé que tal vez te sintieras un poco desorientado con él.

—No, lo resolví —contestó mi amigo, sonriendo.

—Fue Adams, claro.

—Sí, fue Adams.

—Tuve esta seguridad desde el primer momento.

—Los dos hombres se sentaron junto a la ventana mirador del club—. Este es el lugar adecuado para todo aquél que quiera estudiar la humanidad —dijo Mycroft—. ¡Mira qué tipos tan magníficos! Fíjate, por ejemplo, en esos dos hombres que vienen hacia nosotros.

—¿El jugador de billar y el otro?

—Precisamente. ¿Qué sacas en limpio del otro?

Los dos hombres se habían detenido frente a la ventana. Unas marcas de yeso sobre el bolsillo del chaleco eran las únicas señales de billar que pude ver en uno de ellos. El otro era un individuo bajo y muy moreno, con el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes bajo el brazo.

—Un militar veterano, por lo que veo —dijo Sherlock.

—Y  licenciado  hace  muy  poco  tiempo  —observó  su  hermano—.  Con graduación de suboficial.

—Artillería Real, diría yo —señaló Sherlock.

—Y viudo.

—Pero con un crío de poca edad.

—Críos, muchacho, críos.

—Vamos —exclamé yo, riéndome—, creo que esto ya es demasiado.

—Seguramente —repuso Holmes— no sea tan difícil decir que un hombre con este porte, una expresión de autoridad y una piel tostada por el sol es un militar, algo más que soldado raso y que ha llegado de la India no hace mucho tiempo.

—Que  ha  dejado  el  servicio  hace  poco  lo  demuestra  el  hecho  de  que todavía  lleve  sus  «botas  de  munición»,  como  suelen  llamarlas  —observó Mycroft.

—No  tiene  el  paso  inseguro  del  soldado  de  caballería  y,  sin  embargo, llevaba su gorra inclinada a un lado, como lo demuestra la piel más clara enese lado de la frente. Su peso no es el propio del soldado de ingenieros. Ha servido en artillería.

—Y, desde luego, su luto riguroso muestra que ha perdido a un ser muy querido.  El  hecho  de  que  haga  él  mismo  sus  compras  da  a  entender  que  se trató de su esposa. Observa que ha estado comprando cosas para los chiquillos. Lleva  un  sonajero,  lo  que  indica  que  uno  de  ellos  es  muy  pequeño. Probablemente su mujer muriera al dar a luz. Y el hecho de que lleve bajo el brazo un cuaderno para pintar denota que hay otro pequeño en el que ha de pensar.

Empecé  a  comprender  lo  que  quería  decir  mi  amigo  al  asegurar  que  su hermano poseía unas facultades todavía más notables que las suyas. Me miró de soslayo y sonrió. Mycroft tomó un poco de rapé de una cajita de concha y sacudió  el  polvillo  caído  en  su  chaqueta,  con  ayuda  de  un  gran  pañuelo  de seda roja.

—A propósito, Sherlock —dijo—, han sometido a mi juicio algo que a ti ha  de  encantarte.  Un  problema  de  lo  más  singular.  En  realidad,  no  reuní suficientes energías para seguirlo, salvo de manera muy incompleta, pero me facilitó  una  base  para  varias  especulaciones  sumamente  agradables.  Si  te apetece oír los hechos...

—Mi querido Mycroft, me encantará.

Su hermano escribió unas líneas en una página de su libreta de notas, pulsó el timbre y entregó el papel al camarero.

—He pedido al señor Melas que venga a vernos —explicó—. Vive en el piso  sobre  el  mío  y,  como  nos  tratamos  superficialmente,  ello  le  movió  a acudir  a  mí  a  causa  de  su  perplejidad.  El  señor  Melas  es  de  origen  griego, según  tengo  entendido,  y  es  un  notable  lingüista.  Se  gana  la  vida  en  parte como intérprete en los tribunales de justicia y en parte haciendo de guía para los orientales ricos que frecuentan los hoteles de Northumberland Avenue. Voy a dejar que él mismo nos narre a su manera su curiosísima experiencia.

Unos minutos más tarde se reunió con nosotros un hombre bajo y robusto, cuyo  semblante  de  tez  olivácea  y  sus  negrísimos  cabellos  proclamaban  su origen  meridional,  aunque  su  dicción  era  la  de  un  inglés  educado.  Estrechó calurosamente la mano de Sherlock Holmes, y sus ojos oscuros brillaron de satisfacción cuando comprendió que el especialista ansiaba oír su historia.

—No confío en que la policía me crea... palabra que no —dijo con una voz plañidera—.

Consideran  que  una  cosa  así  no  es  posible,  sólo  porque  nunca  han  oído hablar de ello. Pero yo sé que jamás volveré a estar tranquilo hasta saber quéfue de aquel pobre hombre con el esparadrapo en la cara.

—Tiene usted toda mi atención —le aseguró Holmes.

—Ahora es el miércoles por la tarde —empezó Melas—. Pues bien, fue el lunes por la noche, hace tan sólo dos días, cuando ocurrió todo esto. Yo soy intérprete, como tal vez le haya explicado mi vecino, aquí presente. Traduzco todos los idiomas, o casi todos. Pero, puesto que soy griego de nacimiento y llevo  un  nombre  griego,  mi  principal  relación  es  con  esta  lengua.  Durante varios años he sido el primer intérprete griego en Londres, y mi nombre es de sobra conocido en los hoteles.

Ocurre, y con cierta frecuencia, que acuden a mí, a horas intempestivas, extranjeros que se encuentran en alguna dificultad, o viajeros que llegan tarde y necesitan mis servicios. No me sorprendió por tanto, el lunes por la noche, que  un  tal  señor  Latimer,  un  joven  vestido  a  la  última  moda,  subiera  a  mis habitaciones y me pidiera que le acompañase en un cab que estaba esperando ante  la  puerta.  Un  amigo  griego  había  ido  a  visitarle  por  cuestiones  de negocio, explicó, y, puesto que ambos sólo sabían hablar su propio idioma, se hacían indispensables los servicios de un intérprete. Me dio a entender que su casa no quedaba muy lejos, en Kensington, y dio la impresión de tener mucha prisa,  ya  que  me  hizo  subir  rápidamente  al  cab  apenas  hubimos  bajado  a  la calle.

Digo  en  el  cab,  pero  pronto  empecé  a  pensar  que  me  encontraba  en  un carruaje de mucha más categoría. Sin duda, era mucho más espacioso que los ordinarios  coches  de  cuatro  ruedas  que  tanto  afean  Londres,  y  sus  adornos, aunque ajados, eran de muy buena calidad. El señor Latimer se sentó frente a mí  y,  cruzando  Charing  Cross,  remontamos  Shaftesbury  Avenue.  Habíamos desembocado en Oxford Street y yo aventuraba una observación en el sentido de  que  describíamos  un  rodeo  para  ir  a  Kensington,  cuando  interrumpí  mis palabras al observar la extraordinaria conducta de mi acompañante.

Sacó de su bolsillo una porra de aspecto formidable, rellena de plomo, y empezó a moverla adelante y atrás varias veces, como para probar su peso y resistencia. Después, sin pronunciar palabra, la puso en el asiento a su lado. Hecho  esto,  subió  los  cristales  de  las  ventanillas  en  cada  lado  y,  con  gran sorpresa mía, descubrí que estaban cubiertos con papel para impedir que yo viese a través de ellos.

—Siento privarle de la vista, señor Melas —me dijo—. Lo cierto es que no tengo la menor intención de que vea el lugar que será nuestro destino. Pudiera ser  inconveniente  para  mí  que  usted  pudiera  encontrar  de  nuevo  el  camino hacia el mismo.

Como  puede  imaginar,  semejante  explicación  me  dejó  estupefacto.  Miacompañante era un hombre joven y fornido, de anchos hombros, y, aparte de su arma, en un forcejeo con él yo no hubiera tenido ni la menor posibilidad.

—Su conducta es de lo más extraordinario, señor Latimer —tartamudeé—. Debe saber que lo que está haciendo es totalmente ilegal.

—Me  tomo  una  cierta  libertad,  desde  luego  —repuso—,  pero  se  lo compensaremos.  Sin  embargo,  debo  advertirle,  señor  Melas,  que  si  en cualquier momento de esta noche intenta dar la alarma o hacer algo que vaya en contra de nuestros intereses, descubrirá que incurre en un error muy grave. Debe recordar que nadie sabe dónde se encuentra usted, y que, tanto si está en este coche como en mi casa, se halla igualmente en mi poder.

Hablaba  con  calma,  pero  había  en  sus  palabras  un  tono  irritante  que resultaba muy amenazador. Guardé silencio, preguntándome cuál podía ser la razón  para  secuestrarme  de  un  modo  tan  extraordinario.  Y  cualquiera  que fuese, quedaba bien claro que de nada podía servir mi resistencia y que sólo me cabía esperar para ver qué sucedía.

Durante dos horas viajamos sin que yo tuviera el menor indicio del lugar al que nos dirigíamos. A veces, el traqueteo sobre piedras hablaba de un camino pavimentado,  y,  en  otras,  nuestra  marcha  silenciosa  y  suave  sugería  asfalto; pero salvo esta variación en el sonido no había absolutamente nada que ni de la  manera  más  remota  pudiera  ayudarme  a  barruntar  dónde  nos encontrábamos.  El  papel  en  cada  ventana  era  impenetrable  para  la  luz,  y  se había corrido una cortina azul ante los cristales de la parte delantera.

Eran las siete y cuarto cuando salimos de Pall Mall; mi reloj me indicó que faltaban  diez  minutos  para  las  nueve  cuando  por  fin  nos  detuvimos.  Mi acompañante  bajó  la  ventana  y  capté  una  breve  visión  de  un  portal  bajo  y arqueado, con una lámpara encendida encima. Mientras se me ordenaba bajar del carruaje, se abrió la puerta de golpe y me encontré en el interior de la casa, con una vaga impresión, obtenida al entrar, de césped y árboles a cada lado. Sin embargo, si se trataba de un terreno privado o bien rural ya es más de lo que pueda aventurarme a decir.

Dentro alumbraba una lámpara de gas de pantalla coloreada, con una llama tan baja que poca cosa pude ver, excepto que el vestíbulo era más bien amplio y en sus paredes colgaban varios cuadros. Bajo aquella luz mortecina pude ver que  la  persona  que  había  abierto  la  puerta  era  un  hombrecillo  de  aspecto corriente, de mediana edad y hombros caídos. Al volverse hacia nosotros, el destello de la luz me hizo ver que llevaba gafas.

—¿Es el señor Melas, Harold? —preguntó.

—Sí.

—¡Buen trabajo! ¡Buen trabajo! Espero que no nos guarde rencor, señor Melas, pero no podíamos pasarnos sin usted. Si juega limpio con nosotros, no lo lamentará, pero si intenta alguna jugarreta... ¡que Dios le proteja!

Hablaba  de  una  manera  nerviosa,  como  a  sacudidas,  e  intercalando pequeñas risitas entre sus frases, pero, no sé por qué, me inspiró más temor que el otro.

—¿Qué quieren de mí? —pregunté.

—Tan sólo hacerle unas cuantas preguntas a un señor griego que nos está visitando,  y  comunicarnos  sus  respuestas.  Pero  no  diga  más  de  lo  que  se  le indique  que  ha  de  decir  (de  nuevo  la  risita  nerviosa),  o  mejor  sería  que  no hubiera usted nacido.

Mientras hablaba, abrió una puerta y nos precedió en una habitación que parecía  estar  muy  ricamente  amueblada;  pero  una  vez  más  la  única  luz  la proporcionaba una sola lámpara con su llama muy reducida. La sala era sin duda grande y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al atravesarla me indicó su lujo. Capté la presencia de sillas tapizadas en terciopelo, de una alta repisa de chimenea en mármol blanco y de lo que parecía ser una armadura japonesa a un lado de la misma. Había un sillón precisamente bajo la lámpara; el hombre de más edad me indicó por gestos que debía sentarme en él.

El  más  joven  nos  había  dejado,  pero  de  repente  regresó  por  otra  puerta, acompañando a un hombre vestido con una especie de amplia bata que avanzó lentamente hacia nosotros. Al entrar en el círculo de débil luz que me permitió verle con mayor claridad, me horrorizó su apariencia. Mostraba una palidez mortal y estaba terriblemente enflaquecido, con los ojos salientes y brillantes del  hombre  cuyo  ánimo  es  mayor  que  su  fuerza.  Pero  lo  que  todavía  me impresionó más que cualquier signo de debilidad física fue el hecho de que su cara estuviera grotescamente cruzada por tiras de esparadrapo, y que una de ellas, mucho más grande que las demás, le tapara la boca.

—¿Tienes  la  pizarra,  Harold?  —exclamó  el  más  viejo,  al  desplomarse aquel  extraño  ser  en  una  silla,  más  bien  que  sentarse  en  ella—.  ¿Tiene  las manos sueltas? Pues dale la tiza. Usted ha de hacer las preguntas, señor Melas, y  él  escribirá  las  respuestas.  Pregúntele  en  primer  lugar  si  está  dispuesto  a firmar los papeles.

Los ojos del hombre de la cara cruzada por tiras de esparadrapo echaron chispas.

—Nunca, escribió en griego sobre la pizarra aquella piltrafa humana.

—¿Bajo ninguna condición? —pregunté a petición de nuestro tirano.

—Sólo si la veo casada en mi presencia por un sacerdote griego al que yoconozca.

El hombre soltó su maligna risita.

—¿Sabe lo que le espera, pues?

—No me importa lo que pueda ocurrirme a mí.

Estos  son  ejemplos  de  las  preguntas  y  contestaciones  que  constituyeron nuestra extraña conversación, medio hablada y medio escrita. Una y otra vez tuve  que  preguntarle  si  cedería  y  firmaría  el  documento.  Y  una  y  otra  vez obtuve la misma réplica indignada. Pero pronto se me ocurrió una feliz idea. Empecé  a  añadir  breves  frases  de  mi  cosecha  a  cada  pregunta,  inocentes  al principio,  para  comprobar  si  alguna  de  los  dos  hombres  entendía  algo,  y después, al constatar que no daban señales de ello, puse en práctica un juego más peligroso. Nuestra conversación transcurrió más o menos como sigue:

—De nada puede servirle esta obstinación. (¿Quién es usted?)

—Tanto me da. (Soy forastero en Londres.)

—Será responsable de lo que ocurra. (¿Cuánto tiempo lleva aquí?)

—Pues que así sea. (Tres semanas.)

—La propiedad nunca puede ser suya. (¿Qué le han hecho?)

—No caerá en manos de unos miserables. (Me están matando de hambre.)

—Si firma quedará en libertad. (¿Qué es este lugar?)

—Jamás firmaré. (No lo sé.)

—A ella no le está haciendo ningún favor. (¿Cómo se llama usted?)

—Quiero oírlo de labios de ella. (Kratides.)

—La verá si firma. (¿De dónde es usted?)

—Entonces no la veré nunca. (De Atenas.)

—Cinco minutos más, señor Holmes, y hubiera averiguado toda la historia ante  las  narices  de  aquellos  hombres.  Mi  siguiente  pregunta  quizás  habría aclarado  la  cuestión,  pero  en  aquel  instante  se  abrió  la  puerta  y  entró  una mujer en la habitación. No pude verla con suficiente claridad para saber algo más, aparte de que era alta y esbelta, con cabellos negros, y que llevaba una especie de túnica blanca y holgada.

—¡Harold! —exclamó, hablando en un inglés con acento—. No he podido quedarme allí por más tiempo. Está aquello tan solitario, con sólo... ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul!

Estas últimas palabras las dijo en griego y en el mismo instante el hombre,con un esfuerzo convulsivo, se arrancó el esparadrapo de los labios y, gritando «¡Sophy! ¡Sophy!», se precipitó hacia los brazos de la mujer. Sin embargo, su abrazo sólo duró un momento, porque el hombre más joven hizo presa en la mujer y la obligó a salir de la habitación, mientras el de más edad dominaba fácilmente  a  su  debilitada  víctima  y  lo  arrastraba  fuera,  a  través  de  la  otra puerta. Por unos segundos me quedé solo en el cuarto; me levanté súbitamente con la vaga idea de que tal vez pudiera obtener de algún modo una pista que indicara en qué casa me encontraba. Afortunadamente, sin embargo, no hice nada,  pues  cuando  alcé  la  vista,  descubrí  que  el  hombre  de  más  edad  se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con los ojos clavados en mí.

—Esto es  todo,  señor Melas  —me  dijo—. Ya  ve  que le  hemos  otorgado nuestra confianza en un asunto de un carácter muy privado. No le hubiéramos molestado,  pero  un  amigo  nuestro  que  habla  griego  y  que  inició  estas negociaciones  se  ha  visto  obligado  a  regresar  a  Oriente.  Nos  era  del  todo necesario encontrar a alguien que ocupara su lugar, y tuvimos la suerte de oír hablar de sus facultades.

Me incliné.

—Aquí  hay  cinco  soberanos  —me  dijo,  acercándose  a  mí—,  que  espero constituyan  unos  honorarios  suficientes.  Pero  recuerde  —añadió,  dándome unos  golpecitos  en  el  pecho  y  dejando  escapar  su  risita—  que  si  habla  con alguien de esto, aunque sea con una sola persona, ¡que Dios tenga piedad de su alma!

No puedo expresar la repugnancia y horror que me inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Ahora podía verle mejor, pues la luz de la lámpara brillaba sobre él. Sus facciones eran blandas y amarillentas, y su barba, corta y puntiaguda, era más bien rala y mal cuidada. Al hablar, adelantaba el rostro, y sus labios y párpados se estremecían continuamente, como en el hombre que padece  el  mal  de  san  Vito.  No  pude  menos  que  pensar  que  su  extraña  y pegajosa  risita  era  también  un  síntoma  de  alguna  enfermedad  nerviosa.  Lo terrorífico de su cara radicaba sin embargo en sus ojos, de un gris acerado y que  brillaban  fríamente,  con  una  maligna  e  inexplicable  crueldad  en  lo  más hondo de ellos.

—Si  habla  de  esto,  nosotros  lo  sabremos  —dijo—.  Poseemos  medios propios de información. Ahora le espera el coche; mi amigo el señor Latimer cuidará de acompañarle.

Atravesé con rapidez el vestíbulo y subí de nuevo al vehículo, obteniendo otra  vez  aquella  visión  momentánea  de  unos  árboles  y  un  jardín.  El  señor Latimer, que me seguía pisándome los talones, ocupó el asiento opuesto al mío sin  decir  palabra.  En  silencio,  cubrimos  nuevamente  una  distancia interminable, con las ventanas cerradas, hasta que por fin, poco después de lamedianoche, se detuvo el carruaje.

—Bajará aquí, señor Melas —dijo mi acompañante—. Siento dejarle tan lejos de su casa, pero no hay otra alternativa. Cualquier intento por su parte de seguir al coche, terminaría mal para usted.

Abrió  la  puerta  mientras  hablaba  y,  apenas  tuve  tiempo  para  apearme, cuando el cochero propinó un latigazo al caballo y el carruaje se alejó. Miré a mi  alrededor  lleno  de  asombro.  Me  encontraba  en  una  especie  de  campo cubierto de brezos, moteado aquí y allá por oscuros matorrales de aulaga. A los  lejos,  se  extendía  una  hilera  de  casas  con  alguna  que  otra  luz  en  las ventanas superiores. Al otro lado vi las lámparas rojas de señalización de un ferrocarril.

El carruaje que me había conducido hasta allí ya se había perdido de vista. Seguí mirando a mi alrededor y preguntándome dónde podía estar, cuando vi que alguien se acercaba a mí en la oscuridad. Al cruzarse conmigo, observé que era un mozo de estación.

—¿Puede decirme qué lugar es éste? —pregunté.

—Wandsworth Common —me contestó.

—¿Puedo tomar un tren que me lleve a la ciudad?

—Si camina cosa de una milla, hasta Clapham Junction —me sugirió—, llegará  justo  a  tiempo  para  tomar  el  último  tren  con  destino  a  la  estación Victoria.

Y éste fue el final de mi aventura, señor Holmes. No sé dónde estuve ni con quién hablé, ni nada más aparte de todo lo que le he contado. Pero sí sé que ocurre allí un feo asunto, y quiero auxiliar a aquel desdichado, si me es posible. A la mañana siguiente relaté toda la historia al señor Mycroft Holmes y posteriormente a la policía.

Seguimos todos sentados y en silencio durante un buen rato, después de escuchar  tan  extraordinaria  narración.  Finalmente,  Sherlock  miró  a  su hermano.

—¿Alguna medida? —le preguntó.

Mycroft tomó el Daily News que había sobre una mesa lateral.

—«Todo  el  que  facilite  alguna  información  sobre  el  paradero  de  un caballero  griego  llamado  Paul  Kratides,  de  Atenas  —leyó—,  que  no  habla inglés,  será  recompensado.  Una  recompensa  similar  se  entregará  a  quien  dé información sobre una señora griega cuyo nombre de pila es Sophy. X 2473.»

Esto apareció en todos los diarios. Ninguna respuesta.

—¿Y la legación griega?

—He preguntado. No saben nada.

—Un telegrama al jefe de la policía de Atenas, pues.

—Sherlock posee toda la energía de la familia —dijo Mycroft, volviéndose hacia mí—. Bien, ocúpate tú del caso, en todos sus aspectos, y hazme saber si consigues algún resultado.

—Desde luego —contestó mi amigo, abandonando su silla—. Te lo haré saber, y también al señor Melas. Entretanto, señor Melas, yo estaría muy alerta en su lugar, pues, como es lógico, a través de estos anuncios deben saber que usted los ha traicionado.

Al volver juntos a casa, Holmes se detuvo en una oficina de telégrafos y mandó varios telegramas.

—Ya  ve,  Watson,  que  no  hemos  perdido  ni  mucho  menos  la  tarde  — observó—. Algunos de mis casos más interesantes me han llegado, como éste, a través de Mycroft. El problema que acabamos de escuchar, aunque no pueda admitir  más  que  una  explicación,  no  deja  de  poseer  algunas  características distintivas.

—¿Tiene esperanzas de resolverlo?

—Pues  bien,  sabiendo  todo  lo  que  sabemos,  sería  muy  raro  que  no acertáramos  a  descubrir  el  resto.  Usted  mismo  debe  de  haberse  formado alguna teoría que explique los hechos que hemos oído relatar.

—Con cierta vaguedad, sí.

—¿Cuál es su idea, pues?

—A  mí  me  ha  parecido  evidente  que  esa  joven  griega  había  sido  traída aquí por el joven inglés llamado Harold Latimer.

—¿Traída desde dónde?

—Desde Atenas, quizás.

Sherlock Holmes negó con la cabeza.

—Latimer no sabía ni una palabra de griego y Sophy hablaba bastante bien el  inglés.  De  lo  cual  se  deduce  que  ella  había  pasado  algún  tiempo  en Inglaterra, pero que él no había estado en Grecia.

—Bien, pues entonces supondremos que ella vino a Inglaterra de visita y Latimer la persuadió para huir con él.

—Esto es más probable.

—Y  entonces,  el  hermano,  pues  supongo  que  ésta  debe  ser  la  relación familiar,  viene  de  Grecia  para  entrometerse.  Imprudentemente,  se  pone  en manos del joven y su asociado de más edad. Estos lo secuestran y emplean con él  la  violencia  a  fin  de  hacerle  firmar  unos  documentos  que  les  entregan  la fortuna de la joven, de la que tal vez dispone en fideicomiso. Su hermano se niega a hacerlo. Para negociar con él, han de conseguir un intérprete, y eligen a ese señor Melas, tras haber utilizado antes algún otro. A la chica no se le dice nada de la llegada de su hermano y se entera gracias a un mero accidente.

—¡Excelente, Watson! —exclamó Holmes—. Pienso de veras que no anda usted lejos de la verdad. Ya ve que nosotros poseemos todas las cartas, y sólo hemos de temer algún repentino acto de violencia por parte de ellos. Si nos dan tiempo, podremos echarles el guante.

—¿Pero cómo podemos averiguar dónde se encuentra aquella casa?

—Si nuestra conjetura es correcta y el nombre de la joven es, o era, Sophy Kratides,  no  deberíamos  tener  dificultades  para  encontrarla.  Esta  ha  de  ser nuestra  principal  esperanza,  ya  que  el  hermano,  desde  luego,  es  totalmente forastero. Está claro que ha transcurrido algún tiempo desde que Harold inició sus  relaciones  con  la  muchacha,  unas  semanas  como  mínimo,  ya  que  el hermano  tuvo  tiempo  para  enterarse  desde  Grecia  y  viajar  hasta  aquí.  Si durante este tiempo han estado viviendo en el mismo lugar, es probable que el anuncio de Mycroft reciba alguna respuesta.

Mientras  hablábamos,  habíamos  llegado  a  nuestra  casa  de  Baker  Street. Holmes subió el primero por la escalera y, al abrir la puerta de nuestra sala, lanzó una exclamación de sorpresa. Su hermano Mycroft fumaba sentado en la butaca.

—¡Adelante, Sherlock! ¡Entre caballero! —dijo amablemente, sonriendo al ver nuestras caras sorprendidas—. ¿Verdad que no esperabas tanta energía por mi parte, Sherlock? Pero, es que no sé por qué, este caso me atrae.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Os adelanté en un coche de punto.

—¿Se ha producido alguna novedad?

—He recibido una contestación a mi anuncio.

—¡Ah!

—Sí, llegó unos minutos después de que os marcharais.

—¿Y con qué contenido?

Mycroft Holmes sacó una hoja de papel.

—Aquí  está  —dijo—,  escrita  con  una  plumilla  sobre  papel  folio  color crema, por un hombre de mediana edad y débil constitución.

Dice:  «Señor,  como  respuesta  a  su  anuncio  con  fecha  de  hoy,  paso  a informarle que conozco muy bien a la joven señora en cuestión. Si no le es molestia venir a verme, podré darle algunos detalles sobre su penosa historia. Vive actualmente en Los Mirtos, Beckenham. Atentamente, J. Davenport.»

Mycroft Holmes prosiguió:

—Escribe desde Lower Brixton. ¿No crees que podríamos ir a verlo ahora, Sherlock, y enterarnos de estos detalles?

—Mi querido Mycroft, la vida del hermano es más valiosa que la historia de  la  hermana.  Creo  que  deberíamos  ir  a  buscar  al  inspector  Gregson,  de Scotland Yard, y trasladarnos directamente a Beckenham. Sabemos que a un hombre se le está llevando a la muerte, y cada hora puede resultar vital.

—Mejor  será  recoger  al  señor  Melas  por  el  camino  —sugerí—.  Tal  vez necesitemos un intérprete.

—¡Excelente! —aprobó Sherlock Holmes—. Mande al botones que vaya a buscar  un  carruaje  y  en  seguida  nos  pondremos  en  marcha.  —Mientras hablaba  abrió  el  cajón  de  la  mesa  y  observé  que  se  metía  el  revólver  en  el bolsillo—. Sí —dijo, como respuesta a mi mirada—, por lo que hemos oído, yo diría que nos las habemos con una banda particularmente peligrosa.

Casi  oscurecía  antes  de  que  nos  encontrásemos  en  Pall  Mall,  en  las habitaciones de Melas. Un caballero acababa de visitarle y se había marchado.

—¿Puede decirme adónde? —inquirió Mycroft.

—No lo sé, señor —contestó la mujer que había abierto la puerta—. Sólo sé que se marchó en un coche con aquel caballero.

—¿Dio algún nombre el caballero?

—No, señor.

—¿Era un hombre joven, moreno, alto y apuesto?

—¡Oh no, señor! Era un señor bajito, con gafas, de cara flaca, pero muy agradable, pues mientras hablaba no paraba de reírse.

—¡Vamos! —gritó bruscamente Sherlock Holmes—. ¡Esto se pone serio! —observó mientras nos dirigíamos a Scotland Yard—. Esos hombres se han apoderado  nuevamente  de  Melas.  Es  un  hombre  que  carece  de  valor  físico, como ellos saben bien después de la experiencia de la noche pasada. Aquel villano  consiguió  atemorizarlo  apenas  lo  tuvo  en  su  presencia.  Sin  duda, desean sus servicios profesionales, pero, al haberlo utilizado ya, pueden tenerla idea de castigarlo por lo que ellos considerarán como una decidida traición por su parte.

Nuestra  esperanza  consistía  en  que  tomando  el  tren  pudiéramos  llegar  a Beckenham al mismo tiempo que el carruaje, o antes que él. Sin embargo, al llegar  a  Scotland  Yard,  pasó  más  de  una  hora  antes  de  que  pudiéramos disponer del inspector Gregson y cumplimentar las formalidades legales que habían de permitirnos entrar en la casa. Eran ya las diez menos cuarto antes de llegar al London Bridge, y las diez y media cuando los cuatro nos apeábamos en  el  andén  de  Beckenham.  Un  trayecto  de  media  milla  en  coche  nos  llevó hasta Los Mirtos, un caserón grande y oscuro que se alzaba en terreno propio algo lejos de la carretera. Allí despedimos el coche y avanzamos juntos a la largo del camino de entrada.

—Todas  las  ventanas  están  a  oscuras  —observó  el  inspector—.  La  casa parece vacía.

—Nuestros pájaros han volado y el nido está desierto —confirmó Holmes.

—¿Por qué dice esto?

—Durante  la  última  hora  ha  salido  de  aquí  un  carruaje  con  abundante carga de equipaje.

El inspector se echó a reír.

—He visto las señales de ruedas a la luz de la lámpara de la verja, pero ¿de dónde me saca lo del equipaje?

—Usted  debe  haber  observado  las  mismas  huellas  de  ruedas  en  la  otra dirección.  Pero  las  del  carruaje  que  salía  eran  mucho  más  profundas,  tanto, que  cabe  afirmar  con  certeza  que  el  vehículo  llevaba  una  carga  muy considerable.

—Aquí  me  ha  sacado  usted  una  cierta  ventaja  —dijo  el  inspector, encogiéndose  de  hombros—.  No  será  fácil  forzar  la  puerta,  pero  lo intentaremos si no logramos que alguien nos oiga.

Accionó  ruidosamente  el  llamador  y  tiró  del  cordón  de  la  campanilla, aunque sin el menor éxito. Holmes se había alejado, pero volvió al poco rato.

—He abierto una ventana —anunció.

—Es una suerte que esté usted al lado de la policía y no contra ella, señor Holmes  —señaló  el  inspector  al  observar  la  habilidad  con  la  que  mi  amigo había  forzado  el  pestillo—.  Bien,  yo  creo  que,  dadas  las  circunstancias, podemos entrar sin esperar una invitación.

Uno  tras  otro  nos  metimos  en  una  gran  sala,  que  era,  evidentemente,  la misma  en  la  que  se  había  encontrado  el  señor  Melas.  El  inspector  habíaencendido su linterna; gracias a ella pudimos ver las dos puertas, la cortina, la lámpara y la armadura japonesa que aquél nos había descrito. En la mesa había dos vasos, una botella de brandy vacía y restos de comida.

—¿Qué es esto? —preguntó Holmes súbitamente.

Todos  nos  inmovilizamos,  escuchando.  Un  ruido  bajo  y  plañidero  nos llegaba  desde  algún  punto  por  encima  de  nuestras  cabezas.  Holmes  se precipitó hacia la puerta y salió al recibidor. El inquietante ruido procedía del piso superior. Subió rápidamente, con el inspector y yo pisándole los talones, mientras su hermano Mycroft seguía con tanta celeridad como se lo permitía su corpachón.

En  la  segunda  planta  nos  hallamos  ante  tres  puertas,  y  de  la  del  centro brotaban los siniestros ruidos, que unas veces se convertían en sordo murmullo y otras se elevaban de nuevo en un agudo gemido. La puerta estaba cerrada, pero la llave se encontraba en el exterior. Holmes la abrió y se precipitó hacia el interior, pero en seguida volvió a salir, llevándose una mano a la garganta.

—¡Es carbón de leña! —gritó—. ¡Démosle tiempo! ¡Se despejará!

Mirando  hacia  dentro,  pudimos  ver  que  la  única  luz  de  la  habitación procedía  de  una  llama  azul  y  poco  brillante  que  bailoteaba  en  un  pequeño trípode  de  bronce  colocado  en  el  centro.  Proyectaba  un  círculo  lívido fantasmagórico en el suelo, mientras que en las sombras, más allá, percibimos el  vago  bulto  de  dos  figuras  agazapadas  contra  la  pared.  De  aquella  puerta recién abierta salía una horrible y ponzoñosa emanación que nos hizo jadear y toser  a  todos.  Holmes  subió  corriendo  a  lo  alto  de  la  escalera  y  abrió  un portillo  para  dar  entrada  a  aire  puro,  y  después,  volviendo  a  la  habitación, abrió  de  par  en  par  la  ventana  y  arrojó  al  jardín  el  trípode  con  el  carbón encendido.

—Dentro  de  un  minuto  podremos  entrar  —jadeó  al  salir  otra  vez—. ¿Dónde habrá una vela? Dudo de que podamos encender una cerilla en esta atmósfera. Mantén la luz junto a la puerta y nosotros los sacaremos, Mycroft. ¡Ahora!

Sin  perder  un  instante,  agarramos  los  dos  hombres  envenenados  y  los arrastramos  hasta  el  rellano.  Ambos  estaban  inconscientes,  con  los  rostros abotargados y congestionados, los labios azulados y los ojos protuberantes. En realidad,  tan  deformadas  estaban  sus  facciones  que,  de  no  ser  por  su  barba negra y su figura robusta, no habríamos podido reconocer en uno de ellos al intérprete  de  griego  que  sólo  unas  pocas  horas  antes  se  había  despedido  de nosotros  en  el  Diógenes  Club.  Sus  manos  y  sus  pies  estaban  sólidamente atados,  y  mostraba  la  señal  de  un  golpe  violento  sobre  un  ojo.  El  otro, inmovilizado  de  modo  similar,  era  un  hombre  alto,  en  el  último  grado  delenflaquecimiento, con varias tiras de esparadrapo dispuestas de forma grotesca sobre su rostro. Había cesado de gemir cuando lo depositamos en el suelo, y una  mirada  me  indicó  que,  para  él,  al  menos,  nuestra  ayuda  había  llegado demasiado tarde. El señor Melas, en cambio, todavía estaba vivo y, en menos de una hora, con la ayuda del amoníaco y del brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los ojos y de saber que mi mano le había arrancado del oscuro valle en el que todos los caminos se encuentran.

Fue una sencilla historia la que nos contó, y sus palabras no hicieron sino confirmar nuestras propias deducciones. Al entrar en sus habitaciones, aquel visitante  se  había  sacado  de  la  manga  una  cachiporra  flexible,  y  tanto  le impresionó el temor a una muerte instantánea e inevitable, que Melas se dejó secuestrar por segunda vez. De hecho, era casi hipnótico el efecto que el rufián de las risitas produjo en el infortunado lingüista, pues éste no podía hablar de él  sin  mostrar  unas  manos  temblorosas  y  una  gran  palidez  en  el  semblante. Había sido conducido rápidamente a Beckenham, actuando como intérprete en una segunda entrevista, todavía más dramática que la primera, en la que los dos  ingleses  amenazaron  a  su  prisionero  con  la  muerte  instantánea  si  no accedía a sus exigencias. Finalmente, al comprobar que no se dejaba doblegar por sus amenazas, lo devolvieron a su prisión y, tras reprocharle su traición, delatada  por  el  anuncio  en  los  periódicos,  lo  atontaron,  asestándole  un bastonazo.  Luego,  ya  no  recordaba  nada  más  hasta  vernos  a  nosotros inclinados sobre él.

Y tal fue el caso singular del intérprete griego, cuya explicación todavía sigue envuelta en algún misterio. Al ponernos en contacto con el caballero que contestó al anuncio, pudimos averiguar que aquella infortunada joven procedía de una opulenta familia griega, y que había estado visitando a unos amigos en Inglaterra. Durante su estancia, conoció a un joven llamado Harold Latimer, que adquirió gran influencia sobre ella y que finalmente la persuadió para que se escapara con él. Sus amigos, escandalizados por este hecho, se limitaron a informar a su hermano en Atenas y, a continuación, se lavaron las manos en este asunto.

El hermano, al llegar a Inglaterra, cometió la imprudencia de caer bajo la influencia  de  Latimer  y  del  asociado  de  éste,  un  hombre  llamado  Wilson Kemp, que tenía los peores antecedentes. Estos dos, al descubrir que, a causa de  su  desconocimiento  del  idioma,  el  hermano  se  hallaba  impotente  en  su poder,  lo  mantuvieron  cautivo  y  se  esforzaron,  a  través  de  la  crueldad  y  el hambre,  en  obligarle  a  firmar  la  cesión  de  sus  propiedades  y  las  de  su hermana.  Lo  tenían  prisionero  en  la  casa  sin  que  la  joven  lo  supiera,  y  el esparadrapo en su cara tenía como finalidad dificultar su identificación en el caso de que ella pudiera verlo en algún momento. No obstante, su percepción femenina  vio  inmediatamente  a  través  del  disfraz  cuando,  en  ocasión  de  laprimera visita del intérprete, se encontró ante su hermano por primera vez. Sin embargo, la pobre muchacha era también una prisionera, pues nadie más había en la casa, excepto el hombre que hacía de cochero y su mujer, que eran dos instrumentos de los conspiradores y asesinos. Al constatar que su secreto había sido descubierto y que no lograrían imponerse a su prisionero, los dos villanos, junto con la joven, huyeron pocas horas antes de la casa amueblada que habían alquilado. Pero primero pensaron en vengarse, tanto del hombre que les había desafiado como del que los había delatado.

Meses  más  tarde,  nos  llegó  desde  Budapest  un  curioso  recorte  de periódico. Explicaba que dos ingleses que viajaban en compañía de una mujer habían  tenido  un  trágico  final.  Al  parecer,  ambos  fueron  apuñalados,  y  la policía húngara era de la opinión de que se habían peleado los dos e infligido heridas mortales el uno al otro. Sin embargo, yo sé que Holmes tiene diferente manera de pensar, y todavía hoy sostiene que, si fuera posible encontrar a la joven griega, ello tal vez permitiría saber cómo fueron vengadas las afrentas sufridas por ella y su hermano.