Señores radioyentes:
El verano con cintas rojas y rumores de oro seco cubre valles y montes de España. El aire enjuto, que teme san Juan de la Cruz porque agosta las metálicas flores de su cántico, aire expirante por cien bocas que cantó Góngora, aire que es un inmenso pecho de arena sembrado de cactus diminutos, lleva nieblas calientes desde los riscos de Pancorbo al muro blanco de Cádiz, que sorprendió el primer sueño de lord Byron. Por el norte, alguna llovizna. Las olas vienen empapadas con el gris-plata de Inglaterra. Pero calor también. Entre los verdes húmedos que quieren ser europeos y no pueden, la torre morena, las acentuadas caderas de una muchacha, el escándalo, el signo o el rastro de la personalidad hispana.
Si yo pienso ahora en la República Argentina, en esa larga antología de climas que es vuestro país, la veo como una gran mujer alegórica, oleográfica y tierna, con la frente coronada por ramas y víboras del Chaco y los pies en las azuladas nieves del sur. Mire por donde mire, el ojo soñoliento del caballo bajo la triste luna de las hierbas o el galope del amanecer entre el mar de crin o el mar de lana.
Balido, relincho y mugido suenan melancólicamente bajo la inagotable cornucopia que os vuelca sin cesar espigas y agua de oro.
Un viejo dirá que la Pampa es un sueño, un muchacho que es un excelente campo de football, un poeta mirará al cielo para verla mejor.
Si vosotros pensáis en esta España desde la que hablo, pensaréis, como yo lo he hecho con vuestro país, en la forma que tiene en el mapa. Los niños saben muy bien que Francia tiene forma de cafetera, Italia de una bota de montar, que la India tiene una trompa de elefante que empuja suavemente a Ceilán, que Suecia y Noruega forman un rizado perro que nada en el mar del frío, que Islandia es una rosa puesta en la mejilla de la esfera armilar. Los niños no, porque no han podido imaginarlo, pero los mayores sí, porque nos lo han enseñado, sabemos que España tiene la forma de la piel de un toro extendida. No adopta, como Chile, forma de serpiente anaconda, sino forma de piel de animal y de animal sacrificado. En esta estructura de símbolo geográfico está lo más hondo, rutilante, complejo del carácter español.
En mitad del verano ibérico se ve una forma negra, definida, rápida, llena de una pasión que hace estremecer a la criatura más fría, una hermosa forma que salta, a la que se mira con respeto, con miedo y, esto es lo extraordinario, con inmensa alegría, y que lleva media luna las armas de su frente, para usar expresión gongorina, que lleva dos cuernos agudos donde reside su potencia y su sabiduría.
En mitad del verano ibérico se oye un mugido que hace llorar a los niños de pecho y atrancar las puertas de las callecitas que bajan al Guadalquivir o que bajan al Tormes. No ha salido de establo este mugido, ni de las dulces pajas del reposo, ni de la carreta, ni de los horribles mataderos provinciales, sucios de continuas hecatombes. Este mugido sale de un circo, de un viejo templo, y atraviesa el cielo seguido por una caliente pedrea de voces humanas.
Este mugido de dolor ha salido de las frenéticas plazas de toros y expresa una comunión milenaria, una ofrenda oscura a la Venus tartesa del Rocío, viva antes que Roma y Jerusalén tuvieran murallas, un sacrificio a la dulce diosa madre de todas las vacas, reina de las ganaderías andaluzas olvidada por la civilización en las solitarias marismas de Huelva.
En mitad del verano ibérico se abren las plazas, es decir, los altares. El hombre sacrifica al bravo toro, hijo de la dulcísima vaca, diosa del amanecer que vive en el rocío. La inmensa vaca celestial, madre continuamente desangrada, pide también el holocausto del hombre y naturalmente lo tiene. Cada año caen los mejores toreros, destrozados, desgarrados por los afilados cuernos de algunos toros que cambian por un terrible momento su papel de víctimas en papel de sacrificadores. Parece como si el toro, por un instinto revelado o por secreta ley desconocida, elige el torero más heroico para llevárselo, como en las tauromaquias de Creta, a la virgen más pura y delicada.
Desde Pepe-Hillo hasta mi inolvidable Ignacio Sánchez Mejías, pasando por Espartero, Antonio Montes y Joselito, hay una cadena de muertos gloriosos, de españoles sacrificados por una religión oscura, incomprensible para casi todos, pero que constituye la llama perenne que hace posible la gentileza, la galantería, la generosidad, la bravura sin ambiciones donde se enciende el carácter inalterable de este pueblo. El español se siente de pronto arrastrado por una fuerza seria que le lleva al juego con el toro, fuerza irreflexiva que no se explica el mismo que la siente y está basada en una emoción en la que intervienen los muertos asomados en sus inmóviles barreras y contrabarreras de luz lunar.
Se dice que el torero va a la plaza por ganar dinero, posición social, gloria, aplausos, y no es verdad. El torero va a la plaza para encontrarse solo con el toro, al que tiene mucho que decir y al que teme y adora al mismo tiempo. Le gustan los aplausos y lo animan, pero él está embebido en su rito y oye y ve al público como si estuviera en otro mundo. Y, efectivamente, está. Está en un mundo de creación y de abstracción constante por el público de los toros: es el único público que no es de espectadores, sino de actores. Cada hombre torea al toro al mismo tiempo que el torero, no siguiendo el vuelo del capote, sino con otro capote imaginario y de manera distinta de la que está viendo.
Así, pues, el torero es una forma sobre la que descansa el ansia distinta de miles de personas y el toro el único verdadero primer actor del drama.
La gana, el deseo de torear muerde en el muchacho como un gato garduño que le saltara a los ojos, mucho antes de que éste sepa que el toreo es un arte exquisito, que tiene genios, épocas y escuelas. Esta gana, este deseo es la raíz de la fiesta y puede existir porque late en todos los españoles de todos los tiempos. Por eso pueden ser actores en la plaza al mismo tiempo que el torero, que es el especializado; por eso pueden encontrar natural y no milagroso el espectáculo increíble de una verónica de la escuela de Belmonte o un farol, en la misma cabeza del toro, del antiguo temple de Rafael el Gallo.
Este deseo profundo de ir al toro constituye, en gran parte de la juventud popular española, un tormento tan grande que es preferible la muerte antes que sufrirlo. Muchos jóvenes se arrojan a la plaza desde los tendidos con un trapito rojo y una caña en vez de espada, como verdaderos ecce-homos de la fiesta, para dar unos pases que acaban muchas veces con la muerte; o se desnudan para pasar el río y torear desnudos a la luz de la luna expuestos a las mil y una heridas de un cuerpo sin defensa; o emprenden verdaderas odiseas a través de montes y llanos siempre con el terrible deseo de una muerte hermosa o la maravilla de doblarse el cuerpo de la fiera a sus cinturas juveniles de elegidos. No hace mucho me decía un joven que se quiere dedicar a torero: «Ayer estuve solo en el campo y me entró de pronto una afición tan grande que me eché a llorar».
La Fortis salmantina, torre de Salamanca que se asoma al espejo del Tormes, y la Giralda de Sevilla, enjaezada como una mula de feria, torre que se mira en el Guadalquivir, son los dos minaretes bajo los cuales se desarrolla la afición al toro de los españoles. Claro que todo viene del sur: el pasodoble torero tiene en todos los casos sangre andaluza y toda escuela y ciencia taurina brotan de Sierra Morena para abajo. Pero hoy la Castilla dorada de Salamanca tiene ganaderías bravas, toros de sangre que juegan con ímpetu en las plazas de la nación. El toro de lidia es una fiera que solamente puede crecer con la hierba mágica de las marismas del Guadalquivir, río de Fernando de Herrera y de Góngora, o con las praderas del Tormes, río de Lope de Vega y fray Luis de León; que es una verdadera fiera, inservible para la agricultura, y que si se lleva a la ternura pacífica de Galicia se convierte en buey útil, a la primera generación.
Alrededor de estas dos torres insignes, teología la salmantina y canto la sevillana, se desarrolla en drama vivo esta apetencia, esta gana de toro de que os hablo, que en este instante, entre cintas rojas y rumores de oro seco, estremece valles y montes de España. Entre las campanas de la torre salmantina, empapadas de cultura universitaria renacentista, y las campanas de Sevilla, plateadas de oriente medieval, hay un rosario de pechos heridos, un zigzag de borlas de oro, de banderillas de papel, y un gigantesco toro negro, cantado y analizado ya por el gran poeta difunto Fernando Villalón, un maravilloso toro de sombra a cuyo mugido se cierran las puertas de los pueblecitos y que hace sonar clarines de muerte en los pechos de los muchachos pobres, de los muchachos aficionados que lo ansían.
En mitad del verano ibérico, esperando ver siempre nuevas corridas, me despido de los radioyentes argentinos, que me oirán ahora acariciados por las nieblas del Río de la Plata.
Agosto de 1935