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Una tarde más tras los pasos de ese hombre. Alejo Vera se bajó del metro en Sants y compró un frasco de Chanel n.º 5 en una perfumería de la estación. O tenía poca imaginación o cierta mitomanía, «Jugamos a que yo soy Kennedy y tú eres Marilyn, ¿vale?». Salió a la calle.

Barcelona tiene lugares definitivamente sórdidos, sucios, feos, degradados, pero pocos menos hospitalarios que la estación de Sants y su entorno. Dos peladeros con nombre de plaza recubiertos por un pavimento irregular y rasposo, cuyo rozamiento frena a los que tratan de salir y les da una ríspida bienvenida a los que llegan. En invierno, el viento y la lluvia se divierten cambiando de dirección para atacar por todos los flancos; en verano, el sol abrumador convierte su travesía en una hazaña bíblica. Ni aunque la primavera y el otoño volvieran a Barcelona, conseguirían borrar tanta hosquedad, no había flores que pudieran brotar ni árboles cuyas hojas amarillentas cubrieran el suelo. Solo hormigón.

Alejo Vera caminaba a paso ligero. Iba más tarde de lo habitual al encuentro con su amante en la casa de esta. Lo fotografió abriendo con una llave propia el portal. Esta vez, Nora esperó en otro bar. Si repetía el lugar de observación, podía acabar llamando la atención de los dueños. Cogió un periódico, pidió un café y, envuelta en el ruido de voces, la musiquita infantiloide de una máquina tragaperras con teclas grasientas y el televisor, se dispuso a esperar a que el hombre reapareciera. Entonces tendría que abandonar el local de inmediato, de modo que pagó la consumición y solo sacó el móvil del bolso.

Justo acababa de revisar las necrológicas cuando salieron. Dejó a los muertos del día en sus tanatorios y empezó a seguir a la pareja. No iban del brazo ni había nada que los delatara como pareja. La mujer dejaba tras de sí un rastro excesivo de Chanel, fruto tal vez del entusiasmo o de la inexperiencia; en cualquier caso, había algo que celebrar y lo hacían fuera. Anduvieron hasta un pequeño local en la carretera de Sants, donde les dieron una mesa en un rincón recogido. El local tenía una barra de estilo retro en la que servían cervezas artesanas. Desde allí fue tan fácil fotografiarlos mientras se besaban que casi le pareció ofensivo. No esperó a que terminasen de cenar. Tenía el nombre de la amante, la dirección y las fotos, justo lo que la esposa necesitaba. No le había pedido que averiguase más sobre la mujer, qué hacía, si también estaba casada, desde cuándo tenían esa relación. La mujer trabajaba en una notaría, tal vez se habían conocido durante una gestión... Eso no le interesaba a su clienta. No le interesaba a nadie. «Tampoco a ti.»

 

 

Llevaba grabada en la mente una conversación con la doctora que la había tratado en el sanatorio:

—No lo haré más. No lo haré más, doctora.

—Claro que no. Ya has tenido suficiente, ¿no?

—¿Suficiente? No.

—¿Entonces?

—Quiero controlarlo.

—Eso es lo que dicen todos los adictos.

—¿Qué significa eso?

—Que volverás a caer.

No, no caería.

 

 

Pagó.

Caso cerrado.

Llamó a Amalia:

—Ya lo tenemos.

Trabajo terminado, solo quedaba redactar los informes. Eso lo harían Amalia y ella al día siguiente por la mañana. Ya estaba, no tenía nada más que hacer.

El bullicio de la carretera de Sants la aturdía. Los negocios estaban cerrados, pero la gente seguía llenando las aceras, entraban y salían de las estaciones de metro, estrechas como huecos de hormigueros, los autobuses resoplaban bajo la carga humana, voces en la calle, otras más amortiguadas en el interior de los locales. Se metió por una calle lateral, algo más tranquila. No sabía adónde ir. Volver a casa significaba cenar con sus padres, con la interrogación tácita de su padre y la sospechosa tranquilidad de su madre. Sería mejor retrasar la vuelta. Pero en la calle, sin nada que hacer, tampoco se sentía cómoda. No era como Amalia, a quien le encantaba callejear o salir a correr por los parques. Para ella los parques estaban para cruzarlos o evitarlos. Nora nunca había sido paseadora.

Y ahora lo era menos todavía, pues para serlo es necesario tener un lugar propio del que salir o al que volver. Ella no lo tenía. Sufría el castigo de los retornados.

Los retornados que ya no encuentran su espacio porque ni los que se quedaron eran los mismos, ni lo era la persona que regresaba. Como los miles de soldados que vuelven a casa después de haber pasado años en cautiverio. Quienes los esperaban, sus familias, sus amigos, no habían apreciado los movimientos sutiles y constantes que, como las placas tectónicas, transformaban inexorablemente los continentes, los espacios físicos y afectivos en los que los retornados no acababan de hallar encaje. Además, menos en el caso de Martin Guerre, los retornados nunca podrán ser tan buenos como el fantasma creado en su ausencia; era como competir contra un hermano muerto, que se llamaba como tú, se parecía mucho a ti, pero era mejor que tú.

Y Martin Guerre no era un retornado, era un impostor.

Mandó un mensaje a su padre diciendo que no iría a cenar, que seguía observando, y se metió en un cine.

Cuando volvió a casa, sus padres ya estaban acostados. Pensó en tomarse una pastilla para dormir, para no tener que esperar al sueño; en los últimos momentos de vigilia se le llenaba la cabeza de ruidos y voces. La escena en el hospital con su abuela, la voz de Manel, el fantasma de sus últimas palabras, imposibles de cambiar, de corregir. Pero si se tomaba la pastilla, no podría notar si su madre volvía a merodear delante de su puerta. Le costó dormirse, pendiente de percibir el sonido de sus pasos.

Con todo, el viernes se despertó temprano por la mañana. Su dormitorio estaba justo encima del de sus padres. Abrió los postigos de una de las ventanas. Le pareció distinguir en el jardín una sombra en la ventana de la cocina de la tía Claudia, pero también podía ser el movimiento de alguno de los árboles a la luz incipiente de la mañana. Se quedaría en la habitación hasta que sus padres se hubieran levantado y desayunado. De puntillas fue al antiguo estudio de su madre para buscar un libro. Se decidió por Amor y pedagogía de Unamuno. Su madre se lo había leído cuando eran adolescentes, en el salón, con ellos tirados sobre los sofás comiendo chucherías. Mejor dicho, había empezado a leérsela, pues la lectura quedó a medias por culpa de una crisis. Sus hermanos aceptaron la interrupción, ella cogió el libro y lo terminó por su cuenta.

Se tumbó en la cama y empezó a leer. Recordaba la risa de su madre al llegar a determinados pasajes. Hacia las siete oyó su voz y la de su padre. Se levantaban. Pasos, la ducha, la cisterna en el piso inferior. Bajaron las escaleras como de puntillas para respetar su supuesto sueño. Siguió leyendo más de una hora. Salió cuando supuso que Amalia estaría al llegar.

La esperó en el despacho pasando al ordenador sus notas de la tarde y archivando las fotos definitivas. Amalia llegó a las nueve.

—¿Y papá? —preguntó.

—No sé, pensaba que estaba en el otro despacho.

—No, no está.

—Habrá salido. ¿Qué está llevando?

—Dice que una falsa baja laboral, pero creo que se trata de alguno de sus chanchullos —dijo Amalia—. Trabaja con... Ayala.

—Puedes llamarlo Daniel, si quieres.

Su hermana le sonrió.

—A ellos no les gusta.

—¿Qué?

—Que esté con él.

—Es normal. Es un poco extraño. Pero ya se acostumbrarán.

—¿Y tú?

—Yo ¿qué?

—¡Coño, Nora! No te hagas la loca. Que qué piensas.

—Pues, nada.

El labio superior de su hermana cubría el inferior. Era una expresión que ponía desde que era pequeña cuando algo la contrariaba y que le inspiraba tanta ternura que no pudo resistirse:

—A ver: ¿tú estás bien?

—Sí. Mucho.

—Entonces me parece perfecto. ¿Nos ponemos?

Terminaron el informe. Nora se asomó al despacho contiguo. Solo faltaba su visto bueno y ya podrían llamar a la clienta. Pero su padre todavía no había regresado de dondequiera que estuviese.