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Por más que sonriera, el esqueleto miraba con envidia los músculos que cubrían los glúteos de la figura que le daba la espalda en la esquina opuesta de la sala de espera. Las cuencas vacías dirigidas a la mesita en la que medio metro de pura carne plástica se tensaba en una pose rodiniana para poner en evidencia dos jactanciosas semiesferas sostenidas por unos muslos simétricos. Como suponía que harían todos los pacientes, al coger una de las revistas que custodiaba la figura, Mateo comprobó que no tenía genitales. Tal vez saberlo habría consolado a la figura de hueso de tamaño natural cuyos brazos colgaban algo deprimidos.

Sacó las gafas de leer del bolsillo de la americana. Las tenía desde hacía dos semanas. Se las había hecho en una óptica del centro de Barcelona. No quería que lo vieran entrando en un oculista. El mismo pudor lo había llevado a esa consulta fuera del barrio; tampoco quería ser el detective que se lesionó el hombro derecho, y no en una pelea o una persecución, sino al hacer un gesto brusco cuando intentaba coger en el aire un bolígrafo que rodaba suicida por la mesa. Y que ni siquiera logró salvarlo de la caída. Lesión del manguito de los rotadores, un desgarro. Era una lesión leve, también las gafas tenían poca graduación, pero eran los heraldos de la vejez.

Dedicó los siguientes minutos a observar los otros objetos que decoraban la sala de espera y, aunque trató de burlarse de las pretensiones pseudoorientales, no logró quitarse de encima la sensación de debilidad. Tenía la vista perdida en una figura de Buda de tienda de decoración cuando lo llamó una voz cavernosa:

—¿Mateo Hernández?

El fisioterapeuta lo reclamaba. Era un hombre de su edad, con una cabeza oval debajo de la que colgaba una gran papada. La supuso gelatinosa, pero no temblaba al hablar, como si el escultor que había moldeado ese busto se hubiera olvidado de quitar un gran resto de arcilla. Se puso en manos del Buda real.

—Veamos ese hombro.

 

 

Miró el móvil al salir de la consulta. Un mensaje de Amalia que decía que habían cerrado el caso de infidelidad y ya tenían todos los papeles a punto. Eran buenas sus hijas. Ayala y él también lo eran, en lo suyo. Quiso atribuir el malestar que le provocaba el trabajo que estaban haciendo a la leve depresión por sus nuevas gafas y la lesión del hombro. Antes estas cosas no le pasaban.

También la vuelta de Nora podía tener que ver con ello. La búsqueda de su hija había sido un motor poderoso en su vida durante los últimos meses. Ahora, apagado definitivamente, tornaba a la anhelada normalidad y, a la vez, notaba una especie de carencia, una sensación extraña, algo perversa, como quien abandona la ciudad para vivir en la naturaleza y de repente añora el ruido del tráfico.

Cruzó la plaza de Lesseps, con su arquitectura incomprensible y su caos perenne, cairota, para ir al aparcamiento. A veces, en otros barrios, lo asaltaba una ligera desubicación. Sabía que sus padres, venidos de fuera, también se habían sentido así, a pesar de su voluntarioso deseo y sentimiento de pertenencia, porque Barcelona es una ciudad siempre dispuesta a recordarle a uno de dónde proviene y la suerte que tiene de poder vivir allí. Él no era un forastero, había nacido en la ciudad, pero no todos los barrios de Barcelona le resultaban propios. Hora de volver a Sant Andreu, a su territorio.