El viernes por la noche Alicia volvió de su viaje de trabajo. En cuanto ella cruzó la puerta, Marc mandó al detective a la calle, aunque salió protestando: registra el bolso, mírale en los bolsillos, échale un vistazo al móvil, huélele la ropa. «¡Vete a la mierda! No soy un huelebraguetas de novela de quiosco. ¡Déjame en paz!» Alicia le había dicho que no se veía con el otro y él, en correspondencia, había dejado de frecuentar el local del Tibidabo. Hasta que uno de ellos tuviera una «recaída». Lo que importaba era que ambos siempre regresaban a casa, que, a su manera, seguían juntos.
Así pasaron un fin de semana tranquilo, hogareño, sin preguntas. A veces, muchas veces, se vive mejor así. Se lo había enseñado su profesión.
El lunes entró, como era habitual, en la cocina para tomarse un segundo café con su madre antes de ir a la agencia. Estaba también Nora, que le leía a su madre un obituario en la tableta.
—Eugene Cernan —dijo su madre.
—¿Quién era ese? —preguntó.
—Un astronauta americano, por lo visto el último hombre en pisar la Luna. —Su madre hizo chasquear la lengua, una de sus formas de desaprobar.
—Dice aquí que estuvo dos veces —añadió Nora. Levantó la vista para mirarlo y a él le pareció ver un destello burlón: «Cómo te tira esta cocina».
—Pues qué pena que nadie recuerde su nombre —dijo él.
—Tampoco parece que fuera el rey del carisma. Su frase más memorable fue —leyó su hermana—: «El reto estadounidense de hoy ha forjado el destino del hombre del mañana».
Las dos se echaron a reír a la vez, pero no de la misma manera. Nora se burlaba desde la conmiseración. Su madre desde el desprecio.
—Pues da un poco de pena que volvamos a acordarnos de él solo porque se ha muerto —dijo él.
—Hombre, lo de que volvamos a acordarnos de él... ¿Tú sabías que existía? —preguntó Nora.
—Más a mí favor. Eso sí que es triste, que haya gente de la que te enteres de que existió el día que te llega la noticia de su muerte.
—Si quería llamar la atención, podría haberse muerto antes, el muy imbécil —dijo su madre.
Su hermana también percibió la agresividad gratuita de su madre, una violencia verbal, todavía contenida, que se dirigía sin motivo aparente contra cualquiera, aunque fuera un astronauta muerto.
—¿Qué se le habrá perdido a nadie en la Luna? —siguió su madre en un tono ofendido, como si se tratase de un agravio personal—. ¿Qué hacía ese caraculo en la Luna? ¡Qué despilfarro de recursos para que un imbécil dé cuatro pasitos! ¡Porque hay que ser imbécil para...!
Empezaba una espiral de insultos en la que, una vez agotado el poco carismático astronauta, se buscaría otro objeto de atención. Por suerte, allí estaba Nora, que empezó a reírse, como si lo que acababa de decir su madre fuera gracioso y no el primer aviso.
—Pobrecillo, no te ensañes con él —dijo en tono bromista—. Vamos a tomarnos otro café a su salud. ¿Quieres uno, Marc?
—Claro, a eso venía.
—¿Tú, mamá?
Su madre negó con la cabeza.
El molinillo cubrió unos segundos de silencio, mientras Lola cogía la tableta de Nora y miraba la foto con desprecio, ladeó la cabeza y después suavizó la expresión:
—Tenía los ojos bonitos.
—Caraculo con ojos bonitos —dijo Nora mientras preparaba los cafés.
—Y el pelo gris. Es gris, ¿no? Atractivo.
—¿En qué quedamos, mamá? ¿Caraculo o atractivo?
El café empezó a salir.
—Mirad, aquí pone que en ese paseo lunar escribió las iniciales del nombre de su hija Tracy en la superficie lunar, TDC, y que la falta de erosión hará que perdure miles de años.
Mientras su madre seguía montada en el desenfrenado péndulo emocional, Nora le daba la espalda, de modo que esta no podía ver cómo, antes de volverse con una tacita en cada mano, su hermana componía una expresión de guasa.
—Bien hecho, Eugene, caraculo, atractivo y moñas —dijo.
Esa última era la palabra que siempre usaba cuando alguien se ponía demasiado sentimental.
—Y perdónala porque no sabe lo que dice —respondió su madre.
Nora había conseguido parar el péndulo. Esta vez.
Al poco, apareció su padre.
—¿Vienes, Marc? Tengo trabajo para ti.
Cruzaron el comedor, el salón y entraron en el pasillo. Marc cerró la puerta. En mitad de la negrura, su padre se detuvo y le habló al oído:
—Se trata de un matrimonio que perdió a su hija adolescente.
—¿Perdió o ha perdido?
—Perdió. Se suicidó hace un mes.
A pesar de que la oscuridad era casi total, percibió que cerraba los ojos.
—Es muy reciente y el duelo es grande, por eso quiero que te ocupes tú de ello.
No esperó respuesta. Entraron en el despacho.
Jordi Reig y Remei Pérez esperaban ante el escritorio cogidos de la mano. Tendrían ambos unos cuarenta años. A él el dolor le había cargado los hombros; ella llevaba el pelo recogido para ocultar que había dejado de esforzarse por cubrir las canas. Aunque ninguno de los dos iba vestido de negro, ni siquiera de oscuro, el despacho parecía haber quedado inmerso en una luz cenicienta.
Su padre lo presentó.
—Se ocupará de la investigación.
Escogía palabras neutras, no solo por profesionalidad, sino porque en determinadas situaciones era difícil dar con otras mejores. Se sentó a su lado tras el escritorio, los padres se orientaron hacia él.
—Martina —dijo el padre y señaló una foto sobre la mesa.
Marc la cogió. Mostraba de medio cuerpo a una adolescente que sonreía. De la cabeza ladeada colgaba una larga melena castaña. Tenía los ojos grandes, muy pegados a una nariz con una ligera curva otomana que se asemejaba a la de su madre.
—Tenía catorce años.
Quedó a la espera de que dijera algo más.
—Las últimas semanas la notamos extraña —intervino la madre.
—Pero, por más que le preguntamos, nunca nos quiso decir qué le pasaba.
—Ni a mí ni a su padre.
—Tampoco le contó nada a su hermano.
—Y un día la encontramos...
—En la bañera...
—Se...
—Se cortó las venas.
—Y no nos dejó ninguna nota.
—Nada.
—Miramos en todas partes, en el móvil, en el ordenador... Nada.
Respiraban agitados. Bajaron la mirada y otra vez se quedaron quietos cogidos de la mano.
—¿Qué hemos hecho mal? —preguntó Jordi Reig tras reponerse del relato. Pero no se dirigía a él, a quien tal vez consideró demasiado joven para responder, sino a su padre.
—Los padres no podemos velar siempre por nuestros hijos. Y hay tantas cosas que no sabemos de ellos —contestó Mateo, y Marc se sintió demasiado aludido.
—Pero es que solo tenía catorce años. —El hombre luchaba por mantener la compostura—. Cumplidos hacía dos meses.
Marc no le iba a explicar cuántos secretos puede guardar una vida de catorce años, cualquiera lo puede saber con solo recordar cómo era uno a esa edad. Los seres humanos aprenden a fingir incluso antes que a hablar.
—Nos haría bien saber más, creo —intervino la madre.
—Quizás entender qué le pasaba.
«Qué le pasaba y ustedes no vieron.»
—¿Están seguros? —preguntó entonces.
—Lo estamos, ¿verdad? —dijeron ambos mirándose.
Y se respondieron que sí.
Mateo, en su rol de director de la agencia, empezó a tratar cuestiones técnicas: duración de la investigación, honorarios, visitas, documentación. Mientras que a Jordi Reig esos protocolos, que implicaban orden y acción, lo animaron, Remei Pérez miraba por la ventana que daba al jardín delantero de la casa, como si deseara huir del despacho. Su marido lo notó también. Entonces le ofreció a Marc:
—¿Quiere ver el cuarto de Martina?
Su mujer le soltó la mano.
—Pero... ¿ahora?
—Si quieren, voy más tarde. Puedo estar en su casa dentro de un par de horas —dijo él. Miró la dirección en las notas de su padre. Vivían en la calle Varsovia, cerca de la plaza del Guinardó.
Los padres aceptaron y se marcharon poco después.
Marc se había ganado la fama de tener buena mano con los adolescentes, pero hasta ese momento se había tratado de adolescentes vivos. La mayoría de ellos aquejados precisamente de un exceso de vida; tanta que no les cabía en el cuerpo ni en la cabeza y los empujaba a cometer todo tipo de locuras.
—¿Qué crees que buscan? —se preguntó en voz alta.
—No lo sé. En ningún caso creo que lo hagan para perdonarse.
Tal vez necesitaban encontrar la causa exacta de su error para que el dolor dejase de ser difuso y poder castigarse con más severidad. Así se actúa cuando la culpa toma las riendas.
Nada de lo que Marc encontrara podría remediarlo.