—He acudido a ustedes, señor Hernández, a pesar de que la agencia, la verdad, me quede un poco a trasmano, porque me han dicho que en estos... asuntos son ustedes los mejores.
No pudo más que responder con un discreto gesto de asentimiento. Mateo estaba de excelente humor. La falsa modestia no sirve para adquirir clientes, a no ser que se dé con un eslogan publicitario tan extraordinario como el de la agencia Sixt de alquiler de coches. Pero él no iba a decirle que no, que ellos eran los segundos mejores y que, precisamente por eso, se esforzaban más. Ellos se esforzaban más siempre. Porque no eran ni los segundos, pero, sobre todo, estaban un poco a trasmano.
—Usted dirá.
Una hora después terminó de pasar al ordenador las notas del nuevo caso. La mujer que buscaba a su marido «desaparecido» para que pagara la pensión alimenticia que le debía. Faltaba decidir a quién se lo daba. Tenía a Nora y a Amalia disponibles. Podía ponerlas otra vez a trabajar juntas, lo habían hecho muy bien. O tal vez se lo daría solo Nora, para que viera que tenía toda su confianza. Se lo consultaría a Lola.
La encontró en la cocina removiendo un café de filtro en una taza ámbar. La madre de Lola había conseguido reunir una vajilla completa de Duralex con cupones Ahorro del Hogar. Diezmada por los años, los niños y algunos ataques de furia de Lola, esa taza ámbar era un resto del tesoro familiar.
Se sentó frente a ella, al lado de la ventana. Captaba de reojo los movimientos de Claudia en un parterre del jardín.
Le contó el caso.
—Pon a Amalia. Se le da de maravilla perseguir a maridos capullos.
Le pareció bien.
—Ponla con Ayala —añadió tras pensar un instante.
—¿Con Ayala?
—Por si la cosa se pone dura. Por lo que te ha contado la mujer, ese tipo parece un cabrón de categoría.
No podía explicarle que a Ayala lo necesitaba él para su encargo bajo mano. Dijo que sí y empezó a calcular si podía cubrir algunas horas de Ayala y cuánto le podría costar, justo ahora que venía la fase de ponerse amenazadores físicamente, meter a un tercer colaborador que se encargase de esa labor. De los que no figuraban en las nóminas. Llamaría a Arsenio Silva.
—¿Crees que va a durar mucho? —preguntó entonces ella.
—¿El qué?
—Lo de la niña y Ayala.
—No lo sé. Espero que no.
—Yo también.
—Lo de que lleven ellos dos este caso, ¿no será también para algo así como minarles la moral? —preguntó en broma—. Para que vean cómo acaban muchos.
—Aunque no te lo creas, no se me había ocurrido, pero si ayuda, bienvenido sea —respondió ella y removió el café con la cucharilla.
No había manera de que Lola dejase el café soluble, un olor que a ella le recordaba los desayunos de su infancia y a él los hoteles baratos a los que lo había llevado la profesión. Había comprado dos buenas cafeteras en la tienda de electrodomésticos de su hermano Basilio, una para la cocina y otra para el despacho. Esta vez parecía que el negocio de su hermano menor, empeñado, pese a sus pocas aptitudes, en ser comerciante, iba tirando. Se puso a los mandos de la máquina.
—He escuchado la grabación de la entrevista del caso que lleva Marc —empezó Lola, y Mateo tuvo que esperar a que el molinillo terminase su tarea—. Hay algo extraño en ellos.
—¿Los padres? No lo creo. Gente bastante normal.
—No me refiero a eso. —Tomó un sorbo de café—. Es cómo se preguntaban el uno al otro si estaban seguros. Bueno, ellos sabrán lo que hacen. Pero quizás podrías averiguar qué ocurre si rompes la unidad.
Lola se despistó con una lluvia de hojas de la jacaranda de floraciones desquiciadas plantada por el indiano que el viento repartía por el jardín. En cualquier momento aparecería Claudia con el rastrillo, una mano de metal crispada con la que trataría de atraparlas incluso sobre el suelo de cemento.
—¿Me lo vas a esclarecer o tengo que descifrarte como a un oráculo? —le dijo Mateo con el cacito de la cafetera lleno de café molido en la mano. Lo encajó en la máquina y la puso en marcha.
—Quiero decir que han venido juntos, hablan de «nosotros». Tienes que descomponerlo en dos veces «yo».
El rugido de la cafetera ocultó su propio gruñido. ¡Maldita sea, Lola! Había escuchado la grabación, seguramente mientras hacía crucigramas, y parecía haber encontrado algo que a ellos se les había escapado.
Se bebió el café en la cocina, como si no necesitase marcharse corriendo al despacho. Incluso se tomó el tiempo de enjuagar la taza y guardarla en el armarito antes de volver. Ni siquiera escuchó otra vez la grabación de la conversación con los clientes, los llamó directamente, si bien no al teléfono fijo, sino a los dos números de móvil que le habían dado.
—Por favor, venga mañana usted sola y cuénteme.
—Por favor, venga mañana usted solo y cuénteme.
—Está bien. Pero, si pudiera ser, me gustaría hablar también a solas con usted, sin otros testigos. Solo usted —le pidió la madre.
—No se preocupe.
El padre sonó aliviado cuando él, por paralelismo con la petición de la madre, le dijo que no estaría presente ninguno de sus colaboradores.