Lo vio salir, una vez más, ofendido, una vez más, herido. ¡Pobre hermano!
Cuando era pequeño, Amalia y ella lo llamaban «cerillita» porque se encendía con facilidad; también por su cabellera rizada, que entonces tenía un brillo rojizo, único en la familia. La abuela Carmen recordaba que uno de sus hermanos, fallecido en la infancia en el pueblo de Almería, también tenía el pelo rojizo, un hecho que su consuegra, la abuela Elena, había recogido gustosamente en la lista familiar de leyendas agoreras, junto con la de los hombres Obiols que se morían todos a los sesenta y cinco años o la de las mujeres que eran un poco «raras». Hasta que los años hicieron desaparecer el rojo y lo permutaron por un castaño claro libre de amenazas. Si Marc resultaba ser uno de los hombres Obiols que se morían a los sesenta y cinco años, ya se vería. La abuela Elena no. Ella había muerto hacía poco más de un año.
Por su culpa.
La imagen volvió.
Normalmente la asaltaba solo por las noches, en la cama. Pero ahora había dado con ella a plena luz del día. Cerró los ojos. No sirvió para nada.
—Perdón, perdón, perdón.
Todo estaba en esos papeles espantosos que ahora conservaba o escondía su hermana.
—Perdón, perdón, perdón.
El fantasma de la abuela se difuminaba un poco más cada vez que pronunciaba «perdón». Pero detrás aparecía otro igual de poderoso, Manel.
Se enfrentó a él.
«Si no te hubieras muerto, todo eso no habría pasado.»
La respuesta de Manel le llegaba con su propia voz, porque era ella misma quien se lo repetía desde entonces: «Si no nos hubiéramos peleado de ese modo, si no me hubieras hablado de ese modo, no habría cogido la moto, no habría corrido como un loco rabioso, habría podido esquivar a ese conductor borracho». La conclusión la arrolló una vez más. «No estaría muerto, mi amor.»
Se sintió desfallecer, las piernas se le doblaron, se dejó caer al suelo y gateó hasta el hueco entre dos grandes archivadores de metal. Con la espalda pegada a la pared, se abrazó las rodillas y escondió la cara entre los brazos tensos.
—Basta. Marchaos. Ya está bien.
Se obligó a levantarse, a sentarse de nuevo al escritorio. Justo en ese momento apareció su padre en la puerta para decirle que iba a ver a un cliente y a preguntarle si comía en casa.
—Sí, hoy sí.
—Se lo digo a tu madre.
Salió sin darse cuenta de su trastorno.
Necesitaba tomarse un café, pero no quería encontrarse con su madre, todavía no se sentía lo bastante recompuesta para que la viera. Fue al despacho de su padre. Mientras esperaba que se hiciera el café, vio una foto sobre la mesa. Al lado, un informe forense. Eran del nuevo caso de Marc. Les echó un vistazo. La foto estaba pegada con cinta adhesiva. En una esquina vio algo que su padre y su hermano, demasiado ocupados en pelearse, habían pasado por alto.
Salió con el café y la foto para escanearla.
No se lo había pedido, pero iba a echarle una mano a su hermano. A ver si de este modo acallaba un rato las voces en su cabeza. «De nada, cerillita.»