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Ayala y ella se habían repartido el trabajo en el nuevo caso que les había adjudicado. Como el hombre que buscaban para que pagara la pensión alimenticia era surfista, él recorrería varios clubes de surf. A ella le tocaba revisar las informaciones que tenían sobre él. Otra vez trabajo de despacho. Habría preferido salir también a la calle, pero la expresión pretendidamente indiferente de su padre durante la reunión reprimió toda objeción. Con ese trabajo conjunto los estaba poniendo a prueba.

Por la tarde, Amalia subió en el ascensor hasta el quinto piso cargando con la última caja de cartón que quedaba en la casa familiar. Punto final de la mudanza. Amalia se había trasladado de Sant Andreu a La Sagrera, en el mismo distrito. De la enorme casa del indiano, dos plantas, jardín, porche con columnas, a una pequeña vivienda en un bloque de diez pisos, con un balconcito que daba a la calle Garcilaso, un balconcito con su inevitable toldo verde.

Dejó la caja en el suelo del pequeño salón y empezó a vaciarla. No recordaba muy bien el contenido. Esa caja había pasado del piso en que vivió con Pere a la casa de sus padres, y ahora a la de Ayala sin ser abierta. En un lado había escrito la palabra «trastos» con un rotulador grueso. Ahora todo lo que tenía estaba en la casa de Ayala. Su casa, se corrigió. En la casa familiar dejaba, como tantos hijos, los objetos de la infancia que habían sobrevivido a la radical purga adolescente y los objetos adolescentes que la mujer adulta no había tirado por nostalgia.

Sus cosas empezaban a mezclarse tímidamente con las de Ayala. Amalia recordaba con dolor la tarea de destrenzar la red de objetos compartidos, a pesar de que con Pere la convivencia no fue demasiado larga.

—Te he dejado espacio para los cedés —le había dicho Ayala cuando ella apareció con la primera caja.

—No tengo cedés, Ayala. —Le señaló el ordenador y el móvil donde tenía toda su música. Se podía decir que esa parte de la mudanza la había hecho el primer día.

—Bueno, para compensar yo tengo pocos libros.

Habían comprado estanterías para los que había traído ella. Ayala no era ciertamente un gran lector. Amalia había acogido entre sus libros los best-sellers norteamericanos esparcidos por la casa, sin lugar propio. Eran ediciones de bolsillo bastante maltratadas, cantos de hojas doblados para marcar el punto y lomos cóncavos porque Ayala abría por completo los libros para poder sostenerlos con una mano mientras comía, tomaba el café o esperaba en el interior del coche.

—¿Cómo es que estamos juntos?

—¿Eres consciente de que lo has dicho en voz alta? —le preguntó Ayala, que la observaba desde un sillón.

Ella siguió vaciando la caja. La etiqueta no mentía, eran trastos, un taxi amarillo de metal que había comprado en un viaje a Nueva York, unos peluches viejos, cuencos, posavasos, bandejitas de cerámica..., objetos que sacaba y dejaba al lado de la caja y que devolvería a su interior en cuanto los hubiera tenido todos en las manos.

—¿Por qué te haces tantas preguntas sobre nosotros? —insistió él—. ¿Qué más da? ¿Por qué está funcionando? ¡Qué sé yo! ¿Por qué está funcionando lo de tus padres?

—¿Eso es funcionar?

—Diría que sí. Están juntos.

—Dependencia.

—Siempre lo es.

—Dependencia y alcohol.

—Suele pasar.

—Dependencia, alcohol y haloperidol.

El cuerpo de Ayala dio una sacudida. Tal vez su padre le había contado que lo usaba con su madre cuando tenía brotes psicóticos, que la medicaba por su cuenta para tenerla tranquila, en funcionamiento. No sabía qué confidencias se habrían hecho los dos hombres con los años. Tal vez solo lo sospechaba. En una familia de músicos también lo notan todos cuando uno desafina. Fuera como fuera, no se lo iba a contar; la avergonzaba el comportamiento de su padre. También a él le era leal, no lo pondría en evidencia.

Ayala abandonó el sofá. Se sentó en el suelo frente a ella, apoyado en la pared, y sacó de la caja una figura de plástico de un hombre lobo en actitud amenazadora.

—Yo prefiero vivir la vida sin teorías, ya no tengo edad para esas cosas. Basta con que veas lo que me ha costado cruzar así las piernas.

A ella le irritaba que aludiera a la diferencia de edad entre ambos.

—Si vas a hablar como un viejo sabio, hazlo por lo menos como Yoda. Así nos reímos.

—Y si tú vas a hablar como una profe de colegio, espera que voy a buscar las orejas de burro. Si es que puedo destrenzarme. —Fingió que no conseguía levantarse.

Ella trató de contener la risa, pero no pudo. Gateó hacia él, se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza en los tobillos de Ayala.

—¿No estás bien? —le preguntó él.

Le cogió la cabeza con las manos y se la movió afirmativamente mientras ella decía riendo:

—Sí, mucho.

—Entonces, ¿por qué no dejas de hacerte preguntas? —Esta vez le cogió los hombros, se los movió como si los encogiera y dijo con voz de falsete que pretendía imitarla—: No lo sé. Es que soy detective.

—¡Qué burro eres!

—No lo niego. Pero..., mira lo que te pasó con Pere cuando lo investigaste.

Ella trató de incorporarse, pero la frenó.

—Lo sé, en su caso tenías motivos. Conmigo no los tendrás.

—Pero es que hay tanto que no sé, que no sabemos el uno del otro.

—¿Y qué?

—Es que me gustaría saber. No puedo evitarlo.

—¿Para qué?

Levantó los ojos hacia él.

—Pues para conocerte.

—Ya lo vas haciendo.

Como si no pesara, la levantó despacio hasta dejar su cabeza apoyada sobre su pecho.

—Es natural —siguió ella—. Por ejemplo, ver fotos de cuando eras pequeño. No te puedo imaginar.

—Era gordo.

—¡Anda ya! Me gustaría que me contases cosas de tu familia... Me siento en desventaja.

—¿Por qué?

—Porque tú me conoces de toda la vida.

—Si nos ponemos estrictos, tú a mí también.

Tenía razón, Ayala siempre había estado ahí.

—Y saber —siguió él—, lo que se dice saber, tanto no sé. ¿Y qué más da quién te enseñó a leer?

—Mi madre, por supuesto.

—¿O de quién tienes el tic de colocar el labio superior sobre el otro y poner cara de pato?

—Dicen que de la abuela paterna.

El pecho de Ayala vibraba de la risa.

—¿Tienes respuesta para todo o te lo inventas por si me sacas algo? A ver, ¿qué quieres que te cuente?

Le salió sin pensar una pregunta que llevaba agazapada entre los dientes desde que habían empezado a estar juntos:

—¿Cuántas ha habido?

—¡Me lo imaginaba!

—¿Me lo dirás?

El pecho de Ayala ya no vibraba, estaba tenso.

—No lo sé, no llevo la cuenta, ni hago muescas en la cabecera de la cama. Importantes, solo tres. ¿Qué más?

—Nada. Es suficiente.

—Pues, aunque no lo preguntes, te lo diré. Tú eres la tercera. Y ahora mejor nos levantamos, que se me han dormido los pies.