Marc entró en el edificio por la noche cargando con una bolsa de libros, nuevas lecturas para las horas de espera, y otra con dos camisas nuevas. Alicia y él nunca compraban ropa juntos, preferían hacerlo cada uno por su cuenta. Al confesárselo mutuamente, sintieron cierto orgullo por no ser como tantas parejas que deambulaban por las tiendas como siameses malhumorados. Ellos eran diferentes.
Vivía en un tercero sin ascensor y, como siempre, la luz se apagó en el tramo de escalera entre el segundo y el tercero. Tardó en abrir la puerta porque se empeñó en hacerlo a oscuras, sin soltar las bolsas y porque volvía algo achispado de la cena con su amigo Josep.
«Parezco un borracho de chiste viejo.» Solo faltaba la esposa en camisón y rulos con un rodillo de amasar detrás de la puerta.
Alicia lo había llamado hacía unas horas desde Madrid para decirle que las jornadas iban bien, aunque eran algo densas, y que salía a cenar con los de la empresa. Había acentuado el plural, una señal para que se quedara tranquilo. ¿Estaría el otro incluido en ese plural? Él le había dicho que estaba cenando con Josep y había hecho que Josep la saludara brevemente para que ella también supiera que no mentía. Si no estuviera seguro de que Alicia había dejado la relación con su compañero de bufete, nada más fácil para él que averiguarlo.
«No se investiga a la familia.»
No tenía sueño. Encendió el ordenador. Encontró un mensaje de Nora. Le mandaba una foto escaneada. La foto de Martina Reig que la madre había llevado a la agencia y que él había dejado sobre la mesa. No tenía mala conciencia, no era un caso urgente. Día más, día menos. ¿Qué necesidad había de andarse con prisas? La hija de sus clientes estaba muerta. Nunca hay prisa cuando se trata de esos casos. ¿Qué puede ser peor que la muerte de una hija?
«He encontrado algo interesante.»
Pero ¿quién se creía que era para entrometerse en su trabajo?
Se levantó de la mesa y fue a la cocina. Se sirvió un zumo de naranja para tomarlo con dos aspirinas; en alguna parte había leído que el ácido aceleraba la absorción de la aspirina y con ello se evitaba la resaca. El vaso en la derecha, las pastillas en la izquierda. Su estómago se encogió asustado ante ese doble ataque. No tuvo piedad.
Entró de nuevo en el cuartito que usaba como despacho. El mensaje de Nora seguía abierto, pero pasó de largo del ordenador, cogió unos lápices de dibujo y uno de los álbumes que amontonaba sobre una estantería, se sentó en el suelo y se puso a dibujar. De su madre no había heredado solo la afición a la bebida, sino también el talento para el dibujo. Con trazo firme y rápido, se caricaturizó a sí mismo flotando en un vaso agarrado a una enorme pastilla. Al lado, un retrato de Nora alzando un dedo sabihondo. Le puso un bocadillo: «He encontrado algo interesante».
—Pues bueno. Me alegro.
Se quedó con el carboncillo en el aire, como si sostuviera una varita mágica. Ya no se le ocurría qué más dibujar. El estómago empezaba a arderle. Tal vez habría sido mejor la resaca.
Se levantó y se sentó delante del ordenador.
—Bueno, vamos a ver qué ha encontrado doña superdetective.
Miró la imagen.
La chica estaba desnuda, con las piernas abiertas sobre una cama en una pose obscena. Pero eso no era lo que Nora le quería enseñar. Su hermana había dibujado una flecha que señalaba una zona oscura a la derecha. Aunque la foto había sido rasgada en ese punto, se distinguía la forma de una pierna hasta la rodilla. Al final una sombra que parecía una falda. Había alguien más en esa habitación. Una mujer.
«Gracias.» Escribió.
«No hay de qué. Es todo tuyo.» La respuesta de su hermana llegó de inmediato. Tampoco dormía.
Nora tenía la generosidad de quien tiene lo que da en abundancia. «Toma, un poco de calderilla que me ha sobrado, cómprate algo.»
Estaba siendo mezquino al pensar así. La había añorado, se había preocupado mucho por ella, por más que su actitud distante durante su ausencia no lo hubiera dejado traslucir.
Volvió a escribirle, esta vez por WhatsApp.
«Te he echado de menos.»
«Yo a ti también.»
Le dijo cuánto le alegraba que estuviera de nuevo en casa.
Animado por la bebida, por el silencio en la casa, por sus propias palabras, confesó: «Aunque a veces es difícil sentir que vivo a tu sombra».
La respuesta no tardó en llegar: «Lo sé. Pero no es culpa mía. Es el foco».
Un smiley sonriente le guiñaba un ojo.
Respondió con tres caritas riendo y corazones, todo aquello que eran incapaces de decirse en persona.
«Mira que eres moñas, Marc. Buenas noches.»