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—Bueno, pues, toca volver a trabajar —dijo su padre—. Marc, ¿podrías acompañar a la abuela a casa?

Su hermano lo hacía gustoso; siempre había sido el nieto favorito. Nora se los imaginó tomando un anís o Agua del Carmen en el salón.

Como su padre había cocinado, a su madre le tocaba fregar los platos. Se ofreció a hacerlo ella. No quería ir al despacho, no tenía nada nuevo que decir del caso en el que trabajaba. Pero su madre, con la amabilidad excesiva, desbordante que le mostraba desde su vuelta, no lo permitió. Así que siguió a su padre por el pasillo oscuro hasta el despacho.

Se sentó en uno de los silloncitos azules en una esquina del despacho. Le dolía un poco el estómago y le sentaba bien recostarse.

Su padre se acercó a la cafetera.

—¿Un café?

—Acabamos de tomar uno.

—Sí, claro.

No se sentó con ella, sino detrás de su escritorio. Encendió el ordenador.

—¿Cómo llevas el caso con Amalia?

—¿No te ha puesto ella al día?

—No, no hemos hablado hoy.

Su padre mentía. Amalia le había mandado a su hermana un mensaje al móvil después de hablar con él. Le siguió el juego y le contó lo que tenían de los seguimientos de Alejo Vera, el marido infiel, mientras esperaba a que su padre volviera a preguntarle por su ausencia, que era de lo que se trataba. Lo hizo cuando ella iba a levantarse del sillón azul para continuar la vigilancia.

—Ya te dije que no quiero hablar de eso —respondió sin cambiar el tono con que le había hablado del caso.

—Hija, pensé que significaba que entonces no querías hacerlo, pero que en algún momento...

—Eso es lo que tú entendiste.

—Pero es que pasan los días, te vas incorporando aquí, a la familia y al trabajo, y no sabemos nada.

Removía papeles de un lado a otro, como si buscara algo para evitar mirarla. De pronto se quedó quieto sosteniendo en el aire uno de los viejos folletos de la agencia.

—Son como cucarachas —dijo—. No sé cuántos he encontrado y tirado y, aun así, cuando menos te lo esperas, aparece otro.

—¿Por qué los tiras?

—Porque ya nadie contrata a unos detectives porque haya leído un folleto. Tu hermana tiene razón, es anticuado y...

—Pueblerino. —Era una de las palabras preferidas de Amalia para definir la agencia—. ¿Algo más, papá? Tengo que ponerme a trabajar.

—No, nada. A ver si hoy lo cazas.

La miraba con fijeza, como si no estuviera dispuesto a abandonar la esperanza de que le contara algo antes de desaparecer detrás de la puerta del despacho. Por supuesto, lo desilusionó. Esta vez no se cumplirían sus expectativas.

Su padre siempre esperaba algo de ella. Antes, fuera en el trabajo, en la escuela o en los estudios, las expectativas paternas se podían resumir en la muy capitalista palabra «rendimiento». Se había adaptado a soportarlas, como los peces abisales aguantan la presión de toneladas de agua sobre sus cuerpos. El precio es la monstruosidad, bocas enormes de dientes aterradores, cuerpos gelatinosos, también la capacidad de crear luz propia; pero la bioluminiscencia no es para ver en la oscuridad, sino para atraer a las presas.

Basta. Tenía que concentrarse en el hombre al que investigaba. Alejo Vera era un sesentón, con el que la naturaleza había tenido el generoso gesto de conservarle la abundante cabellera. El resto del cuerpo lo mantenía en forma sometiéndose a tiránicas sesiones deportivas en un lujoso gimnasio de Pedralbes. Desde allí lo había seguido hasta un piso de la calle Galileo, en Sants. Era una suerte que su amante viviera en un barrio popular, donde había por lo menos un bar por calle. En los seguimientos en los barrios altos de Barcelona, tan residenciales, tan metidos para dentro, las esperas eran complicadas e incómodas. La gente desconfiaba al verla de pie en un portal, por más que fuera una mujer bien vestida, y en muchos de los edificios había porteros o cámaras de vigilancia, lo que la obligaba a quedarse en un banco, si lo había, porque en esos barrios parecía que la gente no se cansaba al caminar; entonces tocaba pasear calle arriba y abajo fingiendo que esperaba a alguien.

Allí, en cambio, tenía tres bares para escoger. Se metió en el que le ofrecía una mejor perspectiva, con tanta fortuna que encontró una mesita libre frente al ventanal, y quedó medio oculta tras las gruesas letras blancas pintadas sobre el cristal BOCADILLOS VARIADOS. Dejó su bloc sobre la mesa. Para el protocolo era necesario consignar las horas exactas de sus movimientos y documentarlo, a ser posible con fotos. Tal vez tuviera suerte y el hombre saliera a la calle con la amante y pudiera pillarlos en una actitud cariñosa, comprometedora.

Pidió un café con leche. Oscurecía. La luz menguante en el exterior hacía que se viera a sí misma reflejada en el cristal de la ventana y, aunque la blancura de la taza le robaba protagonismo en la imagen, no pudo evitar entristecerse. Cambió de posición y se sentó de modo que podía observar el portal sin tener que verse de perfil. Un pinchazo en la sien anunció el dolor de cabeza. Dejó la cámara a mano.

Una hora más tarde, ya había anochecido. ¿Por qué no salía de una vez? «Venga, hombre, que a tu edad y con la machacada que te has pegado en el gimnasio tampoco te puede durar tanto un polvo.» El dolor de cabeza se agudizaba. Empezó a odiar a ese tipo. Por su culpa estaba ahí sentada tomándose un café que le había sentado mal. Solo tenía ganas de levantarse, salir del bar y marcharse a casa. Igual el hombre se había dormido. Hoy, por lo visto, no pensaba cenar en casa. Miro el reloj. Las siete. Quizás sí que cenaría en su casa y le diría a la mujer que volvía muy cansado del trabajo. Su mujer fingiría que seguía ignorando todo mientras, dolida y resentida, esperaba las pruebas con las que iría al abogado. «Descansa, cariño, pobrecito mío, trabajas demasiado. Descansa. Tú, que te lo mereces todo. Todo lo que te va a pasar.»

Su reflejo en el cristal imitaba la expresión que le imaginaba a la esposa engañada. Antes de que la mujer del bar la odiase demasiado por ocuparle la mejor mesa con una consumición tan pobre, pidió otro café y un agua con gas.

Justo estaba aplastando la rodaja de limón contra el fondo del vaso, cuando se iluminó la luz del portal. Se puso en guardia.

El hombre salía del edificio, pero lo hacía solo. Lo fotografió de todos modos. Estaba a punto de bajar la cámara cuando apareció la mujer. Por lo visto, él se había olvidado algo, un objeto pequeño que ella le entregaba amorosamente y él recibía con reserva precavida. Ella daba un pasito para acercárselo y él retrocedía, apartaba el cuerpo y estiraba la mano. Tal vez temiera que los viera algún vecino, tal vez que los estuvieran vigilando. Una reacción paranoica, un síntoma del sentimiento de culpa. La mujer buscaba un último gesto cariñoso.

—Venga, bésala, imbécil.

Pero no lo hizo. Se alejó guardando en el bolsillo de la americana lo que le había dado la mujer, que volvió al interior del edificio.

Esa imagen no era suficiente. Habría que seguir con la investigación, un trabajo sin sobresaltos esperables, casi de manual, como si su padre temiera sobrecargarla o la hubiera mandado a clases de repaso. Sonrió y su cabeza, desagradecida, le mandó otro pinchazo de dolor. Se vengó estrujando la rodajita de limón hasta que el agua se llenó de cuerpecillos traslúcidos, que ingirió como si fuera un medicamento.