A primera hora de la mañana Mateo se dirigía al Versalles para tomar un café antes de empezar el trabajo. Un rato de inmersión en el barrio era siempre provechoso para saber de qué se hablaba. También si lo hacían de ellos, del regreso de su hija, aunque seguro que había dejado de ser tema de conversación.
Empezaba a llover. Una lluvia tenue, de vaporizador, que dejó las aceras pringosas al remover la fina capa de grasa que las cubría. Después, una pausa engañosa para dar tiempo a que se formasen gruesos nubarrones negros que desparramaron sobre el barrio gotas duras y frías de lluvia de campo. No llovía nunca así en el centro de la ciudad. Mateo deseó que siguiera, que arreciara, para poder quedarse todo el día allí, al amparo del ruido de la cafetera, de las tazas y las cucharillas, de las conversaciones.
La mesa de los cuatro viejos estaba vacía, la lluvia los retenía en casa. O estaban respetando el duelo de Damià: no recordaba haberlos visto tampoco los días anteriores. En dos mesas contiguas, un hombre y una mujer estaban leyendo el periódico. Él, en papel; ella, en una tableta. Era el mismo diario. Se dijo que si en algún momento leían a la vez la misma página, anularía la cita y se tomaría la mañana libre. No tuvo suerte, leían siempre artículos diferentes y la lluvia finalmente amainó. Tocaba salir.
Se habían citado nuevamente con Pablo, el yerno, en el hotel Vela. En la reunión anterior le habían dado a entender que lo abordaban aparte por ser el miembro más joven y, según su impresión, «el más dinámico de la empresa», por lo que consideraban que podía ser el «interlocutor perfecto para tantear si nuestra propuesta pudiera ser de interés para vosotros». Le habían pedido que lo madurara sin comentarlo con sus socios porque querían su «perspectiva», su «visión» del proyecto. Como Mateo había imaginado, Pablo había dejado madurar la idea hasta el límite de la podredumbre que a ellos les convenía.
—Pongamos que en este proyecto entro solo yo.
—¿Estarán de acuerdo tus socios?
Les había ofrecido el tuteo a pesar de que los otros dos eran mayores que él. Ciertamente inexperto. Y arrogante.
—Bueno, yo había pensado hacerlo como inversor independiente.
—Entonces, ¿sería fuera de tu empresa? ¿Lo entiendo bien?
—Sí, con mi propio capital. A modo de primer paso, por supuesto.
—Por supuesto.
—Y los otros dos socios ya entrarían después.
—En caso de que los necesitemos. —Mateo le dirigió una sonrisa de complicidad—. Está claro que no se trata únicamente de trabajar con alguien que tenga el capital, sino también la visión, porque no podemos ocultar que esto entraña algo de riesgo —concluyó, y la sonrisa se volvió desafiante.
Pablo, el yerno, se la devolvió. Mateo esperaba que no le soltara alguna frase de novelita de quiosco —«riesgo es mi primer apellido»—, porque temía no poder contener el ataque de risa.
Ayala lo salvó con otro tópico:
—No risk, no fun. —Y lanzó el cebo—. Entonces, Pablo, para resumir, nosotros no tendríamos ningún problema en trabajar solo contigo. ¿Podrías hacerlo sin informar a los otros dos?
Era un cebo muy grande, tal vez excesivo para ese pececillo, pero Pablo, el yerno, resultó ser un glotón pez de acuario, capaz de reventar antes de dejar un pedazo de comida flotando en el agua.
—Tengo un capital propio que había apartado por si alguna vez se daba la oportunidad.
Se tragó el cebo; y la grabadora, nuevamente escondida en el paquete de tabaco, todas sus palabras.
—Excelente.
—Y mi suegro y su socio son más bien old school.
E, incumpliendo una regla de oro al empezar un negocio, se puso a hablar mal de los otros.
—¿Otro? —Ayala señaló las copas vacías.
Eran las once de la mañana. El yerno dudaba.
—Venga, para brindar —dijo Mateo, y pensó que hoy pagaría gustoso las bebidas.
Pidieron tres gin-tonics más y brindaron.
—Por el futuro.
La grabadora registró también el silencio posterior, el choque de las copas en el aire y al volver a la mesa; registró incluso el crujido del aire que queda entre personas satisfechas tras un pacto, hecho de alientos pesados y eléctricos.
Se separaron unos minutos después con fuertes apretones de mano y palmadas en la espalda. Ellos prepararían los papeles. Con prontitud. Se citaron al cabo de tres días en el mismo lugar para las firmas. En nuestra mesa. Parabienes, promesas de mariscadas, promesas de grandes futuros. Pablo, el yerno, no podía imaginarse que al día siguiente recibiría una visita muy distinta.
Cuando se separaron de él, Mateo estaba agotado y le dolía el hombro. Ayala sonreía admirado y dijo:
—Retiro lo que comenté sobre hacerlo «bien».
Mateo, en cambio, veía confirmada una vez más la facilidad con que la gente está dispuesta a traicionar a los demás. Estuvo a punto de comentárselo a Ayala, pero la ambigüedad que una frase así tendría en su situación particular lo disuadió.
—Pues no sé por qué, ahora pienso que me habría gustado resolverlo con un par de hostias bien dadas.
Pero por la tarde tenía hora en el médico para que le vieran la lesión.
Ayala negaba con la cabeza.
—Quien te entienda estos días...
—Old school. ¿Te encargas tú de la cinta?
Al volver al despacho, se encontró a Claudia sentada muy erguida en la silla de los clientes delante de su escritorio, una cesta de mimbre a sus pies. No recordaba si había entrado alguna vez allí. Tal vez cuando inauguró la agencia, pero no aparecía en su foto mental.
—¡Claudia! ¿Pasa algo?
No sabía si sentarse frente a ella o en la otra silla destinada a los clientes.
—Necesito tu ayuda profesional.
Al otro lado, pues.
—Tú dirás.
Un maullido. Salía del cesto.
Además de colmarle el jardín, la lluvia le había dejado un regalo.
—Me lo he encontrado en la puerta de casa, todo mojadito. —Claudia se agachó y sacó del cesto un gato rubio atigrado.
A la casa de Claudia se accedía por la calle paralela; el indiano no había querido que los criados entraran y salieran por la puerta de la casa principal.
—Creo que lo llamaré Tulipán —el gato se había enroscado en su regazo—, si puedo quedármelo. Por eso te necesito, para que averigües si tiene dueño.
El gato, no muy joven, se veía flaco, callejero.
—¿Quieres que vaya de casa en casa preguntando? ¿Cómo un bombero de chiste? —bromeó, con el apoyo incondicional de los dos gin-tonics.
—Sí. Es que quiero quedármelo. Y no soportaría que, pasado un tiempo, resultara que tiene casa y me lo quitaran.
Metió la mano en el bolsillo de la bata.
—Si sacas un monedero me ofenderás.
Claudia dejó la mano sobre la cabezota del gato, mientras sonreía feliz. ¿Cuánto hacía que no le veía esa expresión? Mateo cogió el móvil y se acercó.
—Vamos a fotografiar al interfecto.
El animal abrió los ojos y lo miró sin miedo. Tanto él como Mateo sabían que nadie lo iba a reclamar. Ya tenían gato en casa.
—¿Cuándo me dirás algo?
—Me pondré de inmediato.
Así lo hizo. Entre divertido y confortado, porque ese gesto de buena voluntad lo redimía un poco del trabajo que estaba haciendo con Ayala. De modo que la misma persona que esa tarde empezaría a hacerle la vida más que difícil y sin miramientos a Pablo, el yerno, salió a recorrer el barrio enseñando la foto de un gato por los comercios y preguntando si tenía dueño conocido. «Lo llamaré Tulipán.» Sí, así acabaría llamándose.
En la puerta de una droguería en Gran de Sant Andreu se encontró con alguien que también estaba haciendo una buena acción.
—¿Adónde va, madre?
—A casa de Damià, pobrecito.
—¿Ese viejo malasombra?
—Pobrecico. —Su madre cambió de diminutivo, uno más familiar, más almeriense—. Desde que se le murió la mujer parece un alma en pena. Va todo dejado y le salen unos pelos de las orejas que parece un gnomo. —Sacó unas tijeritas de la bolsa—. Voy a arreglarlo un poco.
Estaba tan sorprendido por ese acto de intimidad entre su madre y Damià, que no se le ocurrió otra cosa más que preguntar:
—¿De dónde ha sacado usted que los gnomos tengan pelos en las orejas?
—¡Ay, hijo! Es así. Y punto.
Cuando no quería discutir, su madre ponía un punto. Un punto enorme, macizo, inamovible. También lo hacía al contar historias del pasado, relatos absolutos aunque los variara a placer. Si el interlocutor hacía cualquier objeción, aparecía el punto y así era la cosa. Los gnomos tienen las orejas peludas. Y punto.
—Pues lo voy a adecentar, que no se puede ir así por la vida. Nunca hay que perder el sentido del decoro. Mira a Lola, que siempre sale guapa a comprar, no como esas viejas que salen con bata y zapatillas de andar por casa...
—¿Lola está haciendo la compra?
—¡Claro, hijo! ¿Quién te crees que llena la nevera?
Normalmente lo hacía él porque Lola apenas salía de casa. Era mejor así. Nunca se sabía en qué estado se podría encontrar y qué cosas andaría diciendo por ahí. Procuró que su madre no percibiera su inquietud.
—¿Por dónde la ha visto?
—Iba para el mercado.
Dio un beso a su madre.
—Pues nada, ponga usted guapo al gnomo ese. Dele un buen pinchazo de mi parte.
Su madre le hizo un gesto de amonestación, que él ya solo captó de reojo mientras se encaminaba a buen paso hacia el mercado. Mateo temía sobre todo las fases maniacas en las que abandonaba su reclusión voluntaria y salía a la calle con el alcohol cargándole la lengua.
Hasta cierto punto la protegía el hecho de que formara parte de lo que sería la nobleza del barrio; por eso mismo sospechaba que para algunos era un espectáculo agradable presenciar sus salidas de tono, que no hacían más que confirmar las habladurías que corrían sobre las nietas «raritas» del indiano.
Llegó a la plaza porticada y la recorrió entera por si Lola estaba en alguna de las tiendas del perímetro. No la vio y se metió en el agonizante mercado. En pocos días lo cerrarían para tirarlo y levantar uno nuevo, en dos años decían, si no encontraban algún yacimiento valioso debajo, lo cual en una ciudad como Barcelona era bastante probable. En los puestos que quedaban abiertos vio dependientes volcados con impavidez de sacerdotes sobre sus tablas de cortar. El pueblo asistía a los sacrificios. Así, mientras los dependientes separaban costillas, cuarteaban pollos o decapitaban merluzas para filetearlas, con un sonido acompasado y húmedo que marcaba sutilmente el ritmo, como el tambor a los remeros, el navío de los comadreos surcaba las aguas turbias de los chismes, hasta que el pescado estaba cortado o se había llegado al puerto de la repetición. A Lola le gustaba subirse a esos barcos y remar, pero había días en que, de pronto, levantaba su remo y empezaba a atizar con él a los demás.
La vio delante de una parada de carne, sostenía el cesto con ambas manos y le daba ligeros golpecitos con las rodillas. Se quedó observando la escena, con curiosidad de zoólogo. Su mujer parecía una niña impaciente a la que han mandado a hacer la compra. No hablaba con nadie, sino que escuchaba con aire distraído lo que hablaban a su lado. Como habría hecho él en su lugar. Se dice que con los años los matrimonios se parecen. Ellos, que se habían casado jóvenes, llevaban más de treinta años juntos.
Se acercó un poco más, justo para el cambio de tema provocado por la marcha de la clienta anterior. Empezó la mujer más a la derecha. La primera frase aparentaba ser una observación bienintencionada:
—¡Qué valiente! Salir después de que la dejara de esa manera.
Después, la segunda añadió un inciso en tono conmiserativo.
—Quizás hasta se sienta mejor ahora que se han separado, porque él siempre fue un tarambana. ¡Lo mal que lo ha pasado con ese zángano!
Que allanaba el camino para que los siguientes comentarios no tropezasen con piedras de mala conciencia.
—Aunque ella no le iba a la zaga. Cuando era más joven, la veías con un novio diferente cada semana —añadió la primera.
Y entonces Lola se lanzó en picado:
—Venga, Julia, no te hagas la santa ahora que se te ha secado todo, que antes no le hacías ascos a ningún buen pito, como el del Cinto, que dicen que está muy bien equipado.
Mateo estaba menos impactado por la grosería de las palabras de su mujer que admirado de cuánto sabía de la gente, teniendo en cuenta que, salvo excepcionales salidas, vivía en un confinamiento voluntario que él le agradecía. Claudia y él eran las fuentes de información, le daban fragmentos, retazos con los que ella completaba el puzle a la perfección, porque, donde le faltaba un fragmento, ella añadía el engrudo de su pésima opinión sobre el género humano.
Mientras la aludida trataba de coger aire para responder a Lola, él se le acercó por detrás.
—¿Es usted la última?
La sobresaltó.
—Muy gracioso, Mateo.
Él le dio un beso en la nuca.
Las dos mujeres habían visto el gesto. Los miraban de reojo y, se dijo Mateo no sin presunción, en ese momento envidiaban a Lola. Se marcharon sin comprar, cogidos del brazo. Volvían a casa, caminando por el centro de las calles, príncipes del barrio.