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Algunos clientes preferían los encuentros fuera de la agencia. Ellos siempre lo aceptaban sin pedir explicaciones.

Nora tenía por fin un nuevo encargo. Judit Montoliu, su clienta, la había citado en el café Zúrich, en la plaza de Cataluña. Allí, entre turistas y autóctonos empeñados en ser reconocidos como tales dejando a la vista un ejemplar de La Vanguardia, podían hablar abiertamente.

Era una mujer de unos cincuenta años, una mancha beige encajada entre turistas de colorines que esos días descubrían ateridos por qué su viaje al sur era mucho más barato en enero. El saludo fue un firme apretón de manos. También su expresión era la de una mujer decidida, pero la conversación trivial con que entretuvo la espera del camarero mostraba que la situación la incomodaba. Nora ya tenía una idea de qué quería de ellos, pero evitaba formular los deseos de los clientes antes de que estos lo hiciesen. La aparición del camarero, con su chaquetilla blanca bien abotonada y el pulso firme al verter la leche en el cortado, ayudó a cerrar el preámbulo.

—Se ven pocos camareros como los de aquí —dijo Judit Montoliu.

—Usted también tiene un local, ¿verdad?

—Un restaurante. Un negocio familiar. Como su agencia. Por eso los escogí, porque seguro que conocen bien los pros y los contras de trabajar en familia.

Nora le dirigió una sonrisa cómplice para que la interpretase a su conveniencia.

—Y lo más difícil es ser jefe en un negocio familiar. El restaurante es mío. Lo abrieron mis padres y, cuando se jubilaron, lo cogí yo. Mi padre de vez en cuando ayuda en la cocina. Lo hace por gusto; a los clientes de toda la vida les encanta verlo, y también que mi madre vuelva a ponerse detrás de la barra dando órdenes a todos mientras hace cafés. Ahora en la cocina el chef es mi hermano Josep, que es cocinero profesional y tiene dos ayudantes. Además, tenemos tres camareros más, dos de ellos ya estaban con nosotros cuando mis padres, y otra empleada en la barra, que dirige el servicio.

Nora apuró el cortado y le hizo una señal al camarero para pedir otro.

—También tengo de camarero a Ferran, mi otro hermano. Le di trabajo porque se había quedado en el paro y tiene dos niños que todavía van al instituto.

—Nueve salarios.

—Sí, son muchos en tiempos de crisis. Debería reducir el personal. Llevo dos meses en números rojos, a pesar de que todos se han rebajado los sueldos y, cuando mis padres ayudan, lo hacen gratis. Con echar a una persona me saldrían las cuentas de nuevo. A quien debería echar, debería haberlo hecho hace meses, es a Ferran. —Hizo una pausa para coger carrerilla—. Es incompetente, incumplidor, no se lo toma en serio, solo se queja, hay que decirle todo lo que tiene que hacer, estarle encima, a veces no aparece. En una ocasión no se presentó cuando teníamos una cena importante. Tuvieron que venir corriendo mis padres a ayudarme. —Tomó aire al llegar a la meta—. Pero es mi hermano.

Esperaron en silencio a que el camarero sirviera. Judit Montoliu tenía que formular su petición.

—Pero a alguien tengo que echar. Si no, acabaré cerrando y ahí perdemos todos.

—¿En qué podemos ayudar?

—Necesito argumentos para despedir a alguno de los trabajadores. A quien sea. —Hacía tal esfuerzo por no bajar la cabeza al hablar, que se le marcaban los tendones del cuello, de repente parecía mucho mayor, de una vejez de tortuga.

—¿Qué tipo de argumentos?

—Lo que encuentre. Tanto si me están estafando como si son jugadores o puteros o pegan a sus hijos...

—Menos lo primero, el resto corresponde a su vida privada.

—El nuestro es un negocio familiar. No queremos gente que... —No logró terminar la frase.

En la mesa contigua, un grupo de japoneses chapurreaba pedidos, tal vez en castellano, tal vez en inglés. Judit Montoliu se volvió hacia el barullo. Se había mordido el labio inferior con tanta fuerza que se había arrancado la piel y sangraba. Nora captó de nuevo su atención.

—Resumo. Usted estaría dispuesta a echar a una persona que lleva años trabajando con ustedes, alguien de su confianza, por no tener que enfrentarse a despedir a su hermano, que, por lo que me cuenta, tampoco parece apreciar demasiado lo que está haciendo por él.

Judit Montoliu se cubría la herida del labio con un pañuelo de papel. Nora sentía cómo su propio sentido moral empezaba a levantar las barricadas. Había tomado parte en hechos más indecentes que lo que le estaba pidiendo, pero en esos casos por lo menos el cliente había querido hacerlo. Bajo la cúpula sonora de las voces de los parroquianos, los gritos de los camareros, el ruido del tráfico, los chirridos de las sillas de metal de la terraza, la cafetera, las tazas, las cucharillas, se apostó detrás de la barricada y disparó la única bala que tenía:

—Permítame un consejo, aunque vaya en contra de mis intereses profesionales: hágase un favor, despida a su hermano. No hurgue en las vidas de sus empleados de confianza. Todo el mundo tiene derecho a guardar secretos.

Su propia sorpresa al oírse pronunciando aquellas palabras les confería una mayor intensidad, y Judit Montoliu, impresionada por ellas, se echó hacia atrás y cerró un momento los ojos. Al volver a abrirlos, le dio un abrazo, pagó los cortados y se marchó a despedir a su hermano.

Nora salió del café y bajó hacia Colón. Aprovechó el anonimato de las Ramblas para llamar a su padre.

—¿Cómo que le has dicho que no lo haga?

—Porque no lo quería hacer, porque se avergonzaba tanto al decirlo que pensé que si lo llevaba a cabo, no soportaría vivir con ello.

—¿Desde cuándo nos metemos en las implicaciones morales de los casos?

—Ese «nos» es mucha gente, papá. Tú hazlo como quieras, pero yo no soy un robot que investiga sin pensar en las consecuencias.

Colgó. O igual ya lo había hecho su padre. Daba lo mismo. ¿No estaba esperando que, tras su regreso, hiciera cosas extraordinarias? Pues ahí las tenía.

Había asomado un sol tibio, reconfortante. Caminaría hasta el puerto y después se acercaría a la Barceloneta. Estaba incluso un poco orgullosa de haber ayudado a Judit Montoliu a liberarse de las ataduras familiares que la estaban arruinando. Por primera vez desde hacía meses se sentía bien, incluso tenía ganas de pasear. Y quería aprovechar ese momento. Si algo había aprendido de su madre, para bien y para mal, era que estar bien es algo transitorio.