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—¿Cómo ha reaccionado papá? —preguntó Amalia.

—Bien. Era un asunto sin más. —Nora la miró, y después siguió arrastrando blusas por la barra con un desagradable raspado metálico de los ganchos de las perchas.

Amalia había convencido a su hermana para ir al centro a comprar algo de ropa; la que tenía seguía quedándole un poco holgada.

—Sé lo que estás pensando, que estoy disfrutando de un periodo de gracia, ¿no?

—Pues sí.

—No lo necesito. Él no sabe dónde he estado, lo de la clínica...

—Ni lo sabrá —se apresuró a decir Amalia.

Extraña paradoja en esa familia, su padre medicaba y hacía todo lo posible para que su madre no volviera a ser ingresada en el mismo lugar en el que Nora se refugió voluntariamente.

—¿Sabes que la tía Claudia le pidió que buscase al dueño del gato ese que ha cogido? —le contó ella entonces.

—Sí. Menudo chollo ha encontrado el gato. Pero le ha puesto Tulipán. Toda una vida de gato callejero para que te acaben llamando Tulipán.

—Creo —dijo su hermana riendo— que a los gatos les da bastante igual cómo los llames. Y este va a comer bien cada día y dormirá calentito. ¿De qué te ríes?

—De imaginarme a papá con la foto del bicho. ¿Conoce usted a este gato? Se está poniendo un poco fondón.

—¿El gato? ¿En dos días?

—No, papá.

—Un poco sí. Tal vez es mejor así, parece inofensivo.

Ambas sabían que no lo era. Su padre podía ser muy peligroso. Lo había sido de joven, lo seguía siendo, pero para sus hijos esa capacidad de violencia contenida era tan natural como la rara y oscura inteligencia de su madre. Para las crías de los leones, lo normal es que la madre cace gacelas y el padre salga a pelearse a muerte con otros leones.

Nora se metió en un probador. Ella se sentó en un banquito delante. Estaban solas, separadas por la cortina de falso terciopelo granate.

—¿Estás... estás bien otra vez? —le preguntó.

El crujido de la tela se detuvo.

—Estoy mejor.

Los pies de su hermana asomaban por el hueco que dejaba la cortina; a juzgar por los movimientos, estaba mirándose en el espejo.

—¿Sabes qué? Me he dado cuenta al decirle que no a esa mujer. Esta me vale. Me la quedaré. —De nuevo el sonido de la tela—. Tendré que empezar a buscarme un piso.

—Por ellos no hace falta.

—Por supuesto. De momento todo parece fácil. Pero ya sabes lo rápido que pueden cambiar las cosas.

—Es verdad.

Vio entonces que Nora se había sentado en el banquito del probador y aprovechó aquel improvisado confesonario para decirle:

—No destruí tus notas.

—Me lo imaginaba.

—Tampoco he leído nada más.

—Has hecho bien. No es bueno saber tanto. —La voz de Nora sonó divertida—. Fíjate en mí.

—Es que si conoces todos los secretos de la gente, no podrás quererla.

—Por lo que a eso se refiere, llevo tiempo sabiendo mucho de todos, y ya ves.

—¿Qué significa «ya ves»? ¿Que a pesar de todo nos sigues queriendo? ¿O que nos aceptas con resignación?

Silencio al otro lado de la cortina.

—¿Quieres que te las devuelva?

—No las necesito. Puedes destruirlas. Lo recuerdo todo.

—¿Preferirías no hacerlo?

—A veces sí. Pero es lo que tiene saber, que no puedes no saber voluntariamente. «No comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá.» ¿Te acuerdas?

No recordaba el texto. Recordaba con nitidez la imagen de su madre leyéndoles El árbol de la ciencia de Baroja, a Marc tirado en el suelo, sobre la alfombra, con la mirada clavada en el techo, soñando despierto como siempre que le aburría el libro. Nora, al contrario, muy atenta, entristecida por la lectura, como ella, si bien, tenía que reconocer, más por imitación de su hermana mayor que porque entendiese el texto.

—Creo que mamá nos quería avisar de lo que nos esperaba —dijo entonces Nora.

—Pues podría haber sido más explícita.

—¿Por qué? ¿No te gusta lo que hacemos?

—No lo sé. Otras opciones no hemos probado.

—También es verdad.

Amalia oyó que su hermana se golpeaba los muslos con las palmas de las manos. Vio que se levantaba. La cortina se movió para que saliera su mano con una blusa.

—¿Me la puedes buscar en rojo?

—Claro. —Cogió la blusa—. ¿Qué hago con tus notas?

—Destrúyelas.

Cuando volvió al probador, Nora se había marchado.

Se sintió aliviada. Sería más fácil verse el lunes.

 

 

Ayala ya estaba en casa cuando ella llegó. La cazadora colgaba, como siempre, del respaldo de una silla. Él estaba en el comedor, sentado en el sofá frente al ordenador con unos auriculares puestos. Levantó la mirada y tardó un poco en sonreír. Amalia entendió que el trabajo en el que andaba con su padre estaba entrando en la fase dura. Ayala se lo había contado. Moralmente reprobable; familiar y económicamente justificado por la necesidad de mantener la empresa. «Liquidez» era la maquiavélica palabra a la que recurría su padre. No había que olvidar que se había diplomado en Empresariales para poder sacarse después el título de detective. Una «escuela de picaresca», lo llamaba su madre.

—¿Cómo vas?

Se sentó a su lado. Ayala se quitó los auriculares.

—Estamos empezando a apretar al yerno. Hoy ha recibido una parte de la grabación. Mañana le haré una visita.

—¿Tú solo?

Eso significaba que, además del chantaje, habría una amenaza física. Desde hacía unos años su padre procuraba mantenerse al margen.

—¿Es peligroso?

—No, no creo. Aunque con las medias porciones no se puede saber.

—¿Quieres que te acompañe?

—¿Quieres que tu padre me mate?

Se rieron. Ayala dejó el ordenador en el suelo. Ella se recostó sobre su hombro.

—Voy con un colaborador —dijo Ayala.

—¿Lo conozco?

—Creo que no. Se llama Arsenio.

—Parece un elemento químico.

—Eso es el arsénico.

—Es verdad. ¿Qué te parece si pedimos unas pizzas para cenar?

Por la noche, Amalia se despertó con sed. Se levantó. Pero no se dirigió a la cocina sino al cuartito que usaba como despacho. Se sentó en el suelo, abrió un armarito bajo y sacó la caja de cartón en la que guardaba los papeles de Nora. Años de obsesivas investigaciones prohibidas. ¡Tantos secretos familiares! ¡Destrúyelas!, le había dicho su hermana. Tenía la garganta seca, rasposa, las manos extrañamente calientes al tocar la caja. Solo dos capas de cartón la separaban de los papeles, de saber tanto como Nora. Levantó la tapa. El nombre de Magí Obiols, el indiano, en una etiqueta tan descolorida como la cartulina amarilla. Las había guardado en orden cronológico. La suya era la penúltima; su prima Silvia era cuatro meses más joven. ¿Qué sabía Nora de todos ellos? ¿Qué sabía de sus padres? ¿De ella? ¡Destrúyelas! ¿No has aprendido nada de tu profesión? Recuerda cuál es la expresión dominante de los clientes cuando reciben los resultados de las investigaciones. No es alegría ni alivio, es dolor. El conocimiento es dolor. ¿Podrás con todo esto?

—¿Amalia? —La voz de Ayala llegaba desde el dormitorio.

Volvió a poner la tapa de la caja, la devolvió al armario y lo cerró.