Como todas las mañanas, Marc entró primero en la casa de sus padres para saludar a su madre antes de ir a la agencia. Frenó al llegar al salón. Había algo en el aire, una carga eléctrica tensa, dura. Se quedó inmóvil, rozando con la mano el respaldo del sofá. La puerta de la cocina estaba cerrada. Oyó entonces la voz de su padre, aunque no entendió qué decía. Su madre respondió.
Discutían.
Un reflejo adquirido desde la infancia le hizo dar un paso atrás; la curiosidad, sin embargo, se impuso y lo empujó a acercarse. Se quedó en el comedor con la vista en el jardín. El gato rubio paseaba entre las macetas, indiferente a las voces de la cocina. La discusión entre sus padres era de las agrias, aquellas en las que no se gritaban, sino que se hablaban bajando un poco la voz y las palabras salían a presión, como si hubieran tratado de contenerlas, pero acabaran escapando a su control.
—¿Cuántas veces quieres repetirlo? —preguntaba él.
—Es que no entiendo cómo toleras que haga estas cosas.
Estaban hablando de su encontronazo por la visita de los padres de Martina Reig y de que él se había marchado enfadado y se había tomado dos días libres.
Un sentimiento de decepción se apoderó de él. Su padre nunca le había delatado a su madre sus ocasionales deserciones; algo que interpretaba como un gesto de solidaridad masculina. ¿Por qué lo habría hecho en esta ocasión? ¿Por qué no le cubría las espaldas?
—Si la acogemos de nuevo, si la tenemos aquí a pan y cuchillo, lo mínimo es que haga su trabajo.
—¡Lola, por favor! Controla esa boca. Ni tú misma te crees lo que acabas de decir. Si la acogemos es porque es nuestra hija, no una empleada.
¡Nora! Algo había pasado con Nora.
—Es que a veces no sé lo que digo. Pero es que...
—Dejémoslo ya, Lola...
Su padre podía salir de la cocina en cualquier momento y sorprenderlo allí, aliviado por no ser el objeto de esa discusión. Porque estaba aliviado, ¿no era así?
Recorrió el pasillo oscuro, colgó la chaqueta y se sentó en uno de los silloncitos azules. Fingió estar leyendo sus propios papeles cuando entró su padre.
—¿Todo bien? —le preguntó.
Un sí de los que dejan claro que no se quiere hablar. No lo consideraba socio, tampoco confidente. Marc se tragó esa certeza. Su padre se acercó a la cafetera y le preguntó:
—¿Quieres uno también?
Por lo visto, no había llegado a tomarse ninguno en la cocina.
—Bueno. Un cortado.
Su padre se acercó con las dos tazas.
—No quedan cucharillas limpias. ¿Qué vas a hacer ahora con lo de Martina Reig?
Nada, ni una alusión a que se hubiera tomado dos días libres. Alguna ventaja debía tener trabajar en una empresa familiar, se dijo, tratando de sonar más cínico que dolido.
Llevaba una copia impresa del fragmento de la foto en el que se veía lo que parecía la pierna de otra chica, pero decidió no sacarla.
—Como veo que los padres se están protegiendo mutuamente, pero ambos saben que salía con alguien, hablaré con ellos también por separado por si saben quién era. —Miró a su padre para comprobar que estaban de acuerdo en ese punto—. Y si no, lo primero será averiguar su identidad.
Su padre asentía. Marc decidió que de momento tampoco le diría que otra de las prioridades era descubrir quién era la mujer que aparecía en la imagen y qué hacía allí. Mejor presentarse con resultados que con teorías. Sobre todo cuando parecía estar pensando en otras cosas.
—¿Todo bien, papá?
—Sí, claro. Solo es que tu madre..., tu hermana... Bueno, cosas de la casa. Mejor nos ponemos a trabajar.
—Como tú digas.