«Un asunto sin más», había dicho su hermana. Al mediodía, en cuanto Amalia entró en la cocina de la casa, el malhumorado campanilleo de la cucharilla de su madre contra las paredes del vaso le indicó que Nora se había equivocado. Se preparaba la tormenta. O tal vez ya había llegado. Amalia cogió otra cucharilla del cajón superior y la levantó en el aire, como un espadachín, para dar a entender sin palabras que solo había entrado por eso. Esos cubiertos eran restos de la herencia del indiano, baño de plata y escudo de armas vistoso e inventado.
—La devolveré después —dijo al salir.
Su madre no soportaba que los clientes usaran las tazas o las cucharillas de la casa. Como si las fueran a contaminar con los bacilos de sus desgracias.
—Que no se te olvide. Aquí cada uno hace lo que le sale...
Sabía que Nora había rechazado un caso y no lo aprobaba en absoluto. «El periodo de gracia ha terminado, hermana.» Duró mientras estuvo rota, pero Nora se estaba recomponiendo.
Amalia no necesitaría advertirla de ello, su hermana ya se lo imaginaba. Siempre había sabido bien cómo funcionaban las cosas en la casa y en la agencia. Por decirlo una vez en voz alta había sido también la única de los tres a la que su padre había llegado a pegar.
Nora tenía dieciséis años y la rebeldía en la boca. No podía recordar qué había desatado la disputa. Podía ser cualquier cosa, durante esos días su padre y su hermana se peleaban constantemente. Lo que sí recordaba a la perfección era el encadenamiento de frases que como un mecanismo imparable se dieron paso unas a otras.
—No quiero hacerlo.
—Pues lo harás.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo y aquí se hace lo que yo digo.
—Con permiso de mamá, ¿no?
Ahí le cayó la bofetada. Fue la primera y única vez que su padre le pegó y lo hizo porque ella tenía razón.
Su padre tardó en perdonarse a sí mismo la pérdida de control. Todo buen boxeador sabe que un profesional nunca golpea fuera del ring.
Amalia lo encontró en el despacho con la expresión de enfado e indefensión que le dejaban las broncas con su madre. No preguntaría nada. Mejor hablar de trabajo.
—Hemos dado con un posible domicilio del marido de la cliente. Parece que ahora vive en Valencia.
—Ummm —respondió. Estaba distraído.
—Así que —iba a decir «si te parece», pero no tenía por qué hacerlo—, mañana cogemos el tren y vamos a ver si damos con él.
—Tú y Ayala.
—Claro. ¿Quién, si no?
—¿Dónde está?
Amalia no pudo reprimir la sonrisita irónica. Ayala le había contado por la mañana que tenía que hacer una visita con ese colaborador con nombre de elemento químico.
—Creo que lo sabes tú mejor que yo.
Ahora sí que había conseguido captar la atención de su padre.
—¿Te lo ha contado?
—Claro.
—Es normal, por supuesto, que os contéis cosas.
Hablaba más para sí mismo que para ella. Tal vez preguntándose qué se habían revelado mutuamente y calculando qué podía decir o callar para que al final no acabara saltando la liebre. Estaban todos enredados en una red de secretos demasiado enrevesada. Más difícil que guardarlos era saber para quién lo eran y con quiénes se compartía qué. Ella, custodia de un tesoro de informaciones que su padre no podía ni imaginar, agradeció que él no aumentara el peso de su carga.
—Bueno, pues nada. Compra los billetes.
—¿Podemos quedarnos dos días?
—Hija, no te columpies.
—Buscaré un hotel económico.
Dos días fuera de Barcelona con Ayala. Mientras compraba los billetes pensó que podría haberle sacado tres. Su hermano siempre decía que tenía espíritu de fenicia.