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Todo padre desea que sus hijos sean mejores que él, se repetía Mateo. Por ello, aceptaba la objeción de conciencia de su hija. Pero el precio era alto; desde ese momento empezó a cambiar el humor de Lola. Le subiría la dosis de la medicación en cuanto viera la dirección que iba a tomar el péndulo. «Todo padre desea que sus hijos sean mejores que él.» Eso era lo que no podía decirle a Lola sin confesarle lo que estaba haciendo y los escrúpulos que sentía por ello.

—No me había pasado nunca.

Se lo contaba a Heredia, su amigo desde los tiempos poco dignos de nostalgia del colegio. Heredia y Hernández, compañeros de banco en la clase. Heredia, el gitano, y Hernández, el chabolero. Uno se llevaba las bofetadas del profesor por existir; el otro porque el orden alfabético lo había sentado a su lado. Por ser y por estar.

—He hecho muchas cosas que no son, digamos, correctas: echar a okupas, escoltar a gente en negocios no muy legales, cobrar pagos aún menos legales..., pero siempre tenía la sensación de que estaba del lado de los «buenos».

Heredia guardó silencio durante unos segundos. Después, por la gravedad de su voz, Mateo entendió que lo que le iba a entregar su amigo era algo valioso, su propio antídoto cuando lo asaltaban esas mismas dudas:

—Siempre estás del lado de los buenos si lo haces por tu familia. Y tú lo haces para mantener tu agencia, que es lo mismo que mantener a tu familia.

Se habían sentado al sol en los escalones que llevaban a la oficinilla de Heredia, una construcción plana, desde la que controlaba las idas y venidas de los carritos cargados de chatarra, empujados sobre todo por africanos. Mateo a su derecha, como en el colegio, le dirigió una mirada burlona.

—Igual son los años. Ya veo que acabaré como un viejo de lagrimal flojo.

Heredia le pasó el brazo por los hombros. Él reprimió el gesto de dolor.

—Venga, hermano. No te hagas ilusiones, seremos unos incontinentes y unos pedorros.

Se echaron a reír. Los viejos amigos tienen el poder de consolar con un chiste infantil. Heredia tenía uno de los incisivos mellados porque de pequeño, con nueve o diez años, se lo había limado para ser un vampiro. Su padre le había propinado una paliza. «No me habría pegado si ya hubiera tenido los dientes afilados», dijo con el cuerpo lleno de hematomas de la correa de su padre. Ambos estaban convencidos de ello. Él también llevaba a veces el cuerpo amoratado, pero era de jugar al fútbol o de pegarse con los que lo llamaban «chabolero». Ahora los dos tenían el pelo gris; más Heredia que él. Y un poco de barriga; más él que Heredia.

Un hombre joven con un mono azul asomó por el portón de la nave a su derecha.

—¡Jefe! Tito. Bronca.

Heredia se levantó con un suspiro de fastidio y se dirigió a buen paso hacia allí. Mateo lo siguió. Voces airadas salían de la nave. Mateo se quedó apoyado en el marco del portón. A pocos metros, dos hombres se peleaban como boxeadores mancos, un puño en el aire, la otra mano aferrada a sus respectivos carritos de supermercado cargados de chatarra.

—¿Qué pasa aquí? —gritó Heredia.

Los dos puños quedaron quietos.

Heredia dio un paso más y los brazos cayeron inertes. Toda la fuerza pasó a las manos que agarraban los carritos. El hombre de la derecha trató de explicarle.

—No me interesa —atajó Heredia—. Al primero que abra la boca lo mando de vuelta a la puta calle y que se apañe con los rumanos. Tú —señaló al que había querido decir algo—, a la báscula. Y tú —le dijo al otro— te quedas aquí quietecito.

El carrito chirrió hacia donde había indicado.

Heredia se dirigió al hombre del mono azul, la calvicie avanzada lo hacía parecer mayor, pero no llegaría a la treintena.

—A ver si vamos aprendiendo a meter a esta gente en cintura, que para eso te pago. —Después siguió con Mateo—: Es uno de los sobrinos, el mediano de mi hermana Teresa. No vale mucho para estudiar. Para trabajar es bueno, pero estos negros se le suben a las barbas. Y eso que saben que pagamos mejor que los rumanos, que son todos unos ladrones. Menudos hijos de puta.

Heredia se metió en la oficina y salió con dos botellines de cerveza. Volvieron a sentarse en los escalones.

—Ya sé lo que piensas, Hernández, que cómo puedo hablar así de los rumanos si son también gitanos. ¿Es eso? ¿Tú te crees que el racismo es exclusivo de los payos?

—No. Bueno, no sé —dijo Mateo y dio un trago—. Lo que siempre he pensado es que quien ha sufrido el racismo, pues...

—Mira, primero, si te han puteado, lo que quieres es putear. Segundo, que yo soy gitano, sí, y también catalán. Tanto como todos esos que ahora cuelgan banderas de los balcones. Por lo que, tercero, tengo doble derecho a mi dosis de racismo.

—¿Cómo va a ser el racismo un derecho?

—Está bien, quien tiene razón, tiene razón. Es un instinto, ¿vale?

Uno de los dos hombres que se habían peleado salía del almacén con el carrito vacío. Los vio. Su amigo le hizo un gesto con la mano libre para que se marchase.

—Somos animales gregarios —siguió Heredia— y recelamos de los que no son de nuestra manada.

Tomaron varios tragos en silencio.

—¿Qué hacen tus chavales? —preguntó Mateo.

—La mayor entra en la universidad en otoño. Quiere ser bióloga. Salvar los mares. Ecología y todo eso.

—Bueno, viendo tu negocio, se puede decir que sigue tus pasos.

Heredia le dio un codazo.

—¡Qué cabrón eres, payo! —Pero sonaba complacido—. Al chaval no lo veo estudiando, me está dando algún problemilla, pero cada vez que se me descarría, lo traigo a trabajar un par de días aquí y se endereza.

—O lo hace ver. Ya sabes que si algún día necesitas que lo controlemos...

—Lo sé. ¿Cómo va por casa? ¿Cómo está la mayor?

—Bien. Creo que vuelve a ser ella.

—Pero...

—Pero eso de que no me diga nada... me duele..., me...

—Te envenena la sangre.

—Eso. Y mucho me temo que Lola empieza otra vez.

Heredia no dijo nada. Le quitó el botellín vacío de la mano y se metió en la oficina a buscar otra ronda.

Sus hijos no solo habían tenido que soportar las crisis y desvaríos de Lola, también habían hecho esfuerzos ímprobos por entenderlos, porque eran hijos piadosos, buenos hijos. Sintió que se le humedecían los ojos. Se los secó al instante con el dorso de la mano. No quería que Heredia, que nadie, lo viera así.

Las novelas y las películas dicen que los detectives no deben casarse y, aún menos, tener hijos porque se ablandan. No era cierto, su familia, su afán por cuidar de ella, habían canalizado el salvajismo de su juventud, lo había hecho sólido, quizás duro. Los que ablandaban el cuerpo y el espíritu eran los años y sus achaques.

Un hombre de aspecto cansado entraba en el almacén de chatarra. Llevaba el carrito cubierto con un mantel azul con cenefas blancas; de la parte delantera asomaba una barra de metal. El famoso unicornio azul del cubano. El rechinar feo de su carrito sonaba tan fatigado como él. Así era el mundo. Feo, sucio.

Allí estaban sus hijos. Se preguntaba si había faltado a sus deberes paternales al enfrentarlos a la realidad demasiado pronto, si no habría sido mejor que hubieran creído durante más tiempo que el mundo era un lugar maravilloso, multicolor. En el que sí existían los unicornios.