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Como había hecho antes su padre, Marc habló por separado con los padres de Martina. Ambos sabían que tenía relaciones con un chico, cada uno lo había averiguado de una manera descarnada, brutal, tras la muerte de su hija. Ninguno de los dos conocía su nombre, algo que dolía más a la madre, por haber dejado de ser confidente de la hija, que al padre, quien ya sabía que en esos asuntos estaba excluido sin más. Como también lo estaba el hermano, tanto porque era un chico como porque era menor.

En el móvil de Martina no había ni una sola foto hecha en los últimos tres meses. Tampoco mensajes. Marc se lo había llevado a Constantin. El ruso no había conseguido recuperar lo borrado.

—Nada, ni rastro. Estos chicos de hoy cada día saben más.

Pero una cosa era eliminar las fotos de un novio secreto por si los padres controlan el móvil y otra era hacer desaparecer tres meses completos.

La causa de la muerte de Martina estaba en esos tres meses, algo grave le había pasado durante ese tiempo. Lo había quitado de su móvil, pero no de su mente. Tenía que conocer mejor el mundo de Martina si quería entender por qué, tras borrarlo todo, había dejado los fragmentos de esa foto donde era de esperar que alguien los encontrase.

Revisó las otras fotos que tenía para desenfocar la imagen perturbadora de la chica desnuda sobre la cama con las piernas abiertas. Tenía en las manos una que la mostraba con sus padres delante de la Torre de Pisa.

—Nuestras últimas vacaciones juntos.

Lo proclamaba la expresión de absoluto fastidio adolescente de la hija enmarcada entre ellos dos. Se preguntó qué veía la mujer en la imagen para haberla elegido entre tantas otras en las que seguramente su hija posaba sonriente ante la cámara. O si tal vez, como sucedía con tanta frecuencia, la mujer era víctima de la ceguera que afectaba a los padres de chicos de esas edades, como si su anhelo de verlos todavía niños e inocentes hiciera transparente el halo de tribulación y resentimiento que envolvía esos cuerpos incómodos, demasiado grandes, demasiado pequeños, demasiado largos, cortos, anchos, caderones o lisos, peludos o lampiños; daba igual, todo estaba mal.

Con el permiso de los padres, fue a entrevistarse con los profesores de Martina. Se citó con ellos en la escuela tras el horario de clases, un complejo de edificios planos, de ladrillo visto y grandes ventanales, que podría haber albergado las oficinas de una empresa internacional, con instalaciones deportivas y salones de actos incluidos. Pero los papeles y dibujos pegados con cierto desorden en los cristales lo identificaban como una escuela.

Entró tras identificarse en la portería. Amplios pasillos vacíos, paredes decoradas con retratos de escritores y científicos, paneles de los que colgaban todo tipo de anuncios, macetas de hidrocultivo; colegios y oficinas eran el último bastión de aquellas piedrecillas para mantener la humedad, ahora se volvía a llevar la simple y vulgar tierra. Dobló una esquina y vio al fondo, contra un ventanal, la silueta de una mujer de la limpieza inclinada sobre la fregona. Los pasillos de los colegios, tanto de los niños ricos como de los pobres, olían, indiferentemente, a sudor, comida y desinfectante. Encontró la sala de profesores. Sudor, papeles viejos, café y el rastro de los cigarrillos fumados en el exterior.

Allí lo esperaban para contarle que Martina Reig no había sido una alumna que destacase en ningún sentido.

Notas medias.

Un grupito de amigas que hablaban, como ella, muy fuerte y reían más fuerte aún.

Se pasaba el día pegada al móvil.

Llevaba un falso piercing en la nariz, que se ponía al entrar en el instituto.

Donde también se cambiaba de ropa y se vestía con prendas que sus padres ni le habían comprado ni autorizado.

Esas informaciones eran demasiado superficiales, había en ellas demasiadas ganas de no hablar del tema. Hurgó más.

—¿No le notó nada?

—No, no.

—¿Tampoco antes?

—¿Antes?

—Antes de que se suicidase —decía él.

Todos se estremecían al oír la palabra pronunciada sin tapujos; con ella perforaba la capa de resistencia y entonces sí que dejaban salir que sus notas habían pasado de medias a malas; que se distanció de su grupo de amigas, aunque ya se sabe que, con lo susceptibles que son, las riñas y las reconciliaciones son constantes; que la vieron apática, dijo el tutor del curso, pero que lo atribuyó a algún desengaño amoroso; que, cosa sorprendente en una chica de su edad, últimamente no llevaba el móvil encima, pero ya se sabe que tienen fases, son tan lábiles. El piercing también había desaparecido y la ropa era la misma con la que había salido de casa, la que no dejaba demasiada piel a la vista; pero es que a veces, de golpe, todo empezaba a darles vergüenza, dijo una profesora. O se meten en alguna cosa religiosa, en las que les piden recato, dijo un profesor. Tenían algunos alumnos metidos en sectas, evangélicas sobre todo, y Martina no respondía a ese perfil. Ya se sabe, añadió otra profesora, la adolescencia es como un virus, muta constantemente y siempre adquiere nuevas formas con que sorprendernos, rara vez para bien. Una enfermedad cada vez más larga, pero casi nunca crónica, concluyó. La profesora habría hecho ese comentario decenas de veces, un escudo desgastado en las batallas contra el desaliento que sostenía o tal vez ya sustituía la vocación inicial.

Dos días de conversaciones a media voz en aulas vacías impregnadas de olor a sudor y perfumes, del hedor de los pies embutidos en gruesas zapatillas de deporte, bálsamos labiales afrutados y espráis corporales que aseguraban el ligue inmediato.

Pero nadie le conocía novio a Martina Reig.

—Tal vez —dijo una de las profesoras— un chico de su antiguo centro. Aquí llevaba solo un curso.

Llamó entonces a la madre, quien le dio un nombre, Andrea Pereira.

—Era la mejor amiga de Martina antes de que la cambiásemos de colegio.

—¿Tiene su teléfono?

Lo tenía.