Desde la muerte de su padre, Mateo pasaba por lo menos una vez al día a ver a su madre. Para que no estuviera sola, le había ofrecido que se fuera a vivir a su casa, pero ella se había negado.
Esta vez fue antes del almuerzo por si a su madre le apetecía comer con ellos. Aparcó delante de la puerta.
La casa olía a comida. Todo estaba igual, también seguía en su sitio el sillón en el que había muerto su padre. La voz de su madre llegaba desde la cocina. Estaba cantando. Su madre conservaba una hermosa voz de soprano y cantaba en un coro del barrio. Había puesto la mesa para dos. Su hermano Basilio iría, pues, a comer con ella. También su hermano pasaba todos los días. No se habían organizado con horarios o turnos, pero instintivamente lograban no solaparse, que era otro modo de decir que se evitaban.
Entró en la cocina y le dio dos besos.
—¡Qué bien huele! ¿Todo eso se van a comer?
Señaló la cazuela grande en la que la tapa daba saltitos como hipos sobre uno de los fogones.
Su madre empezó entonces a mover cosas de un lado a otro, como hacía siempre que no quería hablar de un tema. Mateo se sentó en una silla al lado de la mesita de formica y esperó a que una olla vacía hubiera cambiado suficientes veces de ubicación antes de preguntar ya con curiosidad:
—¿Pasa algo?
—No. Nada.
Mateo se levantó y salió a la galería para ver a los dos periquitos. Vio de reojo que su madre se sobresaltaba. Desde que podía recordar, en la casa de sus padres había habido siempre una pareja de periquitos. Les puso un poco de alpiste en el comedero. Al volverse vio que en el tendedero, detrás de una viejísima toalla de playa azul con un caballito de mar, colgaban dos camisas de hombre.
En ese momento sonó el timbre.
—Ya abro yo —dijo ella.
Él la siguió. Vio que se atusaba el pelo antes de abrir la puerta. A Damià. Ese viejo malasombra habría jugado su última partida de dominó y, mientras los otros tres se iban a sus casas, por lo visto comía allí, con su madre, quien en ese momento lo invitaba a pasar. Al saludarlo, Mateo no pudo evitar mirarle las orejas. Su madre había hecho un buen trabajo.
—Pasa, pasa. He preparado garbanzos.
Damià se dirigió hacia el comedor con la seguridad de quien conoce el camino. Ella, en cambio, se quedó en la puerta abierta y le hizo señas a Mateo para que saliera. Obedeció.
Su madre le dio un beso en la mejilla y le dijo al oído:
—Nos hacemos compañía.
Después, con un empujoncito, lo dejó en el escalón que daba a la calle y cerró la puerta. Necesitó unos segundos antes de volver al coche; la perplejidad le duró hasta su casa.
Lola se dio cuenta de su turbación en cuanto lo vio. Estaba tumbada en el sofá del salón, con la cabeza apoyada en unos cojines y dejó el libro, la Sonata de invierno de Valle-Inclán, sobre la mesita baja. Mateo no supo si el gesto quería señalar o esconder la lata de cerveza y el vaso vacío.
—Es que es muy pronto —dijo él. Se quedó parado en el lado del sofá en el que ella tenía los pies descalzos.
—Muy pronto, ¿para qué?
Se incorporó hasta quedar sentada.
—Para que le esté preparando la comida a otro.
Ella lo miró con incredulidad burlona.
—Es que no me parece bien...
—¿Qué es lo que no te parece bien? Damià acaba de enviudar. Los dos acaban de hacerlo y se entienden el uno al otro. Pueden hablar de sus muertos tanto rato como quieran sin que la gente les diga que ya está bien, que tienen que olvidar.
Lola tenía seguramente razón.
—¿Sabes qué te pasa?
Volvería a tener razón. Era el momento de huir. No fue lo suficientemente rápido, las palabras lo alcanzaron en el comedor.
—¿Sabes qué te pasa? —repitió Lola—. Que estás celoso. Celoso porque ella ha encontrado otra persona con la que compartir el duelo aparte de sus hijos.
Como cuando se sufre una descarga eléctrica, la mano se le quedó paralizada en la manija de la puerta de la cocina.
—¡Qué bobadas! Eso es psicología de andar por casa.
Entró en la cocina y abrió la nevera. Cinco de las seis anillas de plástico que aprisionaban las latas de cerveza estaban vacías, como flotando en el aire. La última parecía una granada de mano esperando su momento para explotar.
Lo que Lola no sabía era que, antes de pasar a ver a su madre, también iba todos los días al cementerio. Entraba, recorría los caminitos a paso ligero, como si la persona a la que iba a ver lo estuviera esperando. Pasaba al lado de esculturas dramáticas, las dos mujeres, una de rodillas, la otra ocultando el rostro lloroso de piedra en el brazo apoyado en la pared, ángeles desolados, esqueletos, la tumba del Santet, en la base circular de la capilla central del cementerio. El Santet, un santo popular, un seminarista que, se decía, había muerto de pena ya que, a pesar de su vocación, no le habían permitido ordenarse sacerdote porque su madre era una espiritista muy famosa en el barrio. Se decía de él que obraba milagros. Su padre lo había detestado con vehemencia; su madre, como tanta gente del barrio, le ponía flores de vez en cuando, no tanto porque creyera en los supuestos milagros como por afán de integración.
Dejaba a un lado el ostentoso panteón modernista de la familia Obiols y llegaba por fin a la forma cartesiana de la muerte, la zona de los nichos entre los que estaba el de su padre. Comprado a plazos, como la casa en la que vivían y la casita de verano de Pratdip. Lo habían elegido sus padres atendiendo a que quedase a la altura de los ojos, para que nadie tuviera que arrodillarse o levantar la cabeza al visitarlos.
Allí estaba, Conrado Hernández Trejo (1937-2016), sin cruces, sin símbolos religiosos. Mateo lo saludaba y le contaba siempre cosas buenas. «La Norita ha vuelto, padre.» «Lola está bien.» «La agencia funciona de maravilla.» Ni siquiera después de muerto quería desilusionarlo.
Era un sentimiento contradictorio. Consideraba sinceramente que su padre había sido un buen padre. Pero entonces, ¿por qué le había ocultado siempre sus fracasos? Tal vez porque sabía que lo había desilusionado ya suficiente durante su adolescencia, cuando anduvo metido en una banda de delincuentes del barrio. También porque la necesidad de satisfacer las expectativas paternas era algo indisociable de la relación entre padres e hijos. Delante del nicho de su padre se esforzaba en no pensar en encargos, como el actual, que su padre, siempre tan correcto, con tal conciencia de clase, habría desaprobado. Y menos aún deseaba que llegara a saber que su hijo, el detective, era incapaz de tomar una decisión sin consultársela a Lola, sin hablarlo con ella. Sí, con esa mujer desequilibrada y alcohólica. A la que, a decir verdad, su padre había querido con una generosidad que Mateo admiraba.
Su padre había sido un buen padre y él todavía se avergonzaba de tantas cosas. Él, que cada día estaba menos seguro de haberlo sido y de estar siéndolo con sus propios hijos, y que empezaba a ser consciente de cuánto debían de estar ocultándole.
Demasiado tarde se daba cuenta de que no solo debería, sino que podría haber hablado de todo esto con su padre. Porque si había alguien con capacidad para comprender y perdonar todos sus errores era ese hombre.
Se imaginó contándole medio en broma que hacía ejercicios de rehabilitación en el despacho por la lesión del hombro. La cinta elástica y los movimientos como de natación en seco. «¿Se acuerda, padre, de cuando nos enseñó a nadar a Basilio y a mí en el comedor de casa?» Puso a cada niño de barriga en una silla, con los brazos y las piernas sobresaliendo, y les enseñó braza y estilo libre, para que llegaran a ser como el nadador americano del bigotito, Mark Spitz.
—Seguro que él también empezó así. Y, mirad, siete medallas.
Debió de ser, entonces, en 1972, cuando los Juegos Olímpicos de Múnich.
—Pero él nada estilo mariposa.
—Eso en el mar no sirve —dijo su padre con convicción.
Después lo comprobaron en la playa. Basilio tenía una toalla con un caballito de mar y él una con un velero. Se secaban al sol jugando con una pelota hinchable azul marino y blanca con el logo de Nivea.
El móvil, impertinente, improcedente en un cementerio, lo sacó de sus evocaciones. Era Ayala. Se apartó a buen paso del nicho de su padre y respondió cubriendo el teléfono con la mano.
—Ya está —le dijo su colaborador.
—¡Qué rápido se ha quebrado!
—Ha sido verme con Arsenio y el chaval se ha hundido.
—Vaya.
—Pareces decepcionado.
—No, no. Está muy bien —dijo Mateo, y cruzó rápido entre los panteones y se detuvo a la sombra del de la familia de Lola—. Pero me esperaba un poco más de resistencia.
La carrera de canalla independiente se había quedado en conato. Tanta escuela de altos estudios económicos en el extranjero para caer en la primera incursión en la economía de verdad, la dura.
—¿Para jugar un poco más con el ratón? —Ayala soltó una carcajada torva.
—Lo que tiene que hacer es lo que le has pedido. ¿Estás seguro de que no se echará atrás?
—¿Sabes que nos ha ofrecido dinero por las cintas?
El pensamiento que le cruzó por la mente lo puso en movimiento de nuevo, más lejos del lugar en el que reposaba Conrado Hernández.
No, el dinero se lo darían los que los habían contratado. Y el yerno iría esa misma tarde a convencer a su suegro y a su otro socio de que pagasen las deudas contraídas. Lo haría con la elocuencia que le concedería el eco de su propia voz en las grabaciones y la opresión de la contundente presencia física de Ayala acompañando a la todavía más imponente estatura de Arsenio.
Ayala esperaba alguna palabra suya.
—La grabación la guardamos, por supuesto.
—La cartilla de ahorros.
—Eso mismo.
Para otros la información era un instrumento de poder. En realidad, es «el» instrumento de poder, pero él era más bien utilitarista. Por supuesto que todo lo que sabía de otros lo hacía de algún modo más poderoso, pero él no compensaba traumas o complejos, como todos esos presidentes bajitos. El de Mateo era un espíritu más comercial. La información era una moneda de cambio para conseguir cosas.
Salió del cementerio. Respiró hondo y se dijo que un buen padre también tiene que velar porque sus hijos cobren sus sueldos.