Lo que hacían no estaba bien. Los tres adultos en el cuarto de Martina eran muy conscientes de ello. Menuda y ratonil, Andrea Pereira se había sentado en la cama de su amiga, miraba sobrecogida las cintas negras que cubrían las esquinas de los marcos de las fotos en las que aparecía Martina y apenas lograba contener las lágrimas. Jugueteaba nerviosa con las dos finas trenzas de colores que le enmarcaban la cara. Cable rojo a la derecha, cable azul a la izquierda.
—Está todo igual —había dicho con voz quebrada al entrar en la habitación.
Por eso la había llevado allí.
—Es que queremos entender, Andrea —le había dicho la madre al recibirla—. Y tú nos puedes ayudar, seguro. Pero solo si quieres, ¿vale?
El padre había caído en el mutismo.
—¿Sabes si Martina salía con algún chico? —preguntó la madre.
La vergüenza de hablar con tantos adultos la inhibía. Marc contempló los rostros avejentados y trágicos de los padres detrás de las sonrisas.
—¿Prefieres que hablemos a solas? —preguntó Marc.
Andrea dijo que sí con la cabeza, las trenzas se balancearon. Cable rojo, cable azul. Los padres salieron casi de puntillas y cerraron la puerta con suavidad. Sus movimientos eran tan sutiles que Marc no percibió si se habían alejado de la habitación o estaban pegados a la puerta.
—Martina salía con un chico, ¿verdad?
Un brillo airado apareció en la mirada de Andrea.
—Un chico que me parece que a ti no te gustaba, ¿verdad?
La mandíbula de la chica se tensó.
—Porque no era bueno para ella, ¿verdad?
La chica se pasaba la mano por el pelo, buscando las trencitas de colores.
Marc apretó un poco más.
—Porque por su culpa os distanciasteis, ¿verdad?
Andrea cogió por fin una de las trencitas y tiró de ella. Cable rojo. Explotó.
Explotó para contarle a borbotones que Martina salía con un chico mayor, que lo había conocido a través de una compañera del nuevo colegio, que era un colegio de pago, en Sant Cugat, al que ella no iba porque era demasiado caro para su familia, pero que seguían siendo amigas, muy amigas, porque se conocían de siempre; que Martina se había vuelto rara desde que empezó con ese chico y que ella estaba muy dolida porque no le había hablado de él, a ella, a su mejor amiga, porque seguía siendo su mejor amiga, y no estaba bien que no le hablara de él, porque no podía ser que se distanciaran por un chico; pero que ella lo sospechaba, porque le vio unas marcas en el cuello, aunque Martina quería esconderlas con un pañuelo, y que cuando ella le preguntó, entonces, por fin, le confesó lo del chico, que se llamaba Raúl, pero le pidió que no se lo dijera a nadie porque era mayor, y ella le había preguntado si se había ido a la cama con él y Martina, primero, lo negó, pero después le confesó que sí, y a ella le dio asco, bueno, solo un poco de asco, pero, sobre todo, envidia; y que como Martina no se lo quería presentar, un día salió antes del instituto y se fue a Sant Cugat para seguirla, y vio que se encontraba con el chico en una cafetería, y los fotografió sin que se dieran cuenta, y estaba muy avergonzada por haberlo hecho, porque no se espía a las amigas, pero que hizo bien porque el chico se quedó después de que Martina se hubiera marchado, y vio que tonteaba con otra chica mayor que seguramente también iba a la escuela de Martina, pero no se lo quiso enseñar a su amiga porque tendría que reconocer que la había seguido.
Marc interrumpió el torrente de palabras:
—Pero al final sí que se las enseñaste, ¿verdad?
—Sí. Y nos peleamos.
—¿Y piensas que lo que hizo fue por tu culpa?
Andrea se abrazó las rodillas, escondió la cara y se convirtió en un bulto pequeño. Marc se sentó a su lado en la cama y le pasó un brazo por los hombros huesudos. Cuando dejó de llorar, le dijo:
—Estoy seguro de que no fue por eso.
—¿Cómo lo sabes? —La voz salía diminuta.
—Porque soy detective.
Lo miró esperanzada, deseando creerlo con todas sus fuerzas.
—¿Tienes todavía las fotos?
—En el móvil.
—¿Podrías mandármelas? Me ayudarías mucho.
Andrea se secó los ojos con el dorso de la mano, sacó su móvil y se las envió al número que le dio Marc.
—Quiero irme a mi casa. ¿Me acompañas a la puerta? —le pidió después.
—Claro. ¿Te puedo pedir una última cosa? No le hables a nadie de este encuentro. Así puedo investigar mejor.
Ella le sonrió confiada. Marc le devolvió la sonrisa.
Salieron. Con un rápido gesto de la mano, Andrea se despidió de los padres, que esperaban nerviosos en el salón, abrió la puerta del piso y huyó escaleras abajo para no tener que esperar al ascensor.
El resumen que Marc les hizo a los padres fue mucho menos intenso que el relato original de Andrea. Le añadió lo que había averiguado en el colegio.
—¿Se ponía un piercing?
—¿Se cambiaba de ropa en el colegio?
—¿Qué ropa? —El padre miró acusador a su mujer.
—Ropa algo más... atrevida —dijo Marc.
—No tiene ropa así —respondió ella—. La habría visto al lavar. Igual se la guardaba una amiga.
No se miraban. Marc entendió que todavía no habían hablado entre ellos ni de la foto en la que Martina aparecía desnuda ni del informe del forense. Él tampoco lo mencionó. Ya lo haría si era relevante. La información que se destapaba prematuramente podía causar daños irreparables sin necesidad.
—¿Entonces? —preguntó a los padres.
Cada vez estaba más convencido de que lo que descubriría a partir de ese momento no les haría bien a ninguno de los dos.
—¿Están seguros de que quieren seguir?
La madre, que había visto la foto, miró a su marido.
—¿De verdad quieres seguir?
El padre, que había leído el informe forense, respondió que sí.
Bien. Entonces, seguiría.
Había dejado el coche en el aparcamiento de la plaza del Guinardó, pero antes de volver le apetecía sentarse en un bar a tomar una cerveza. Pasó por delante de un parque infantil. Una madre reñía a su hijo por impulsarse con demasiada fuerza en un balancín en forma de cocodrilo con un muelle debajo, en los que se agitaba hacia delante y hacia atrás como un cóctel humano. El niño sonreía mientras le decía que no lo volvería a hacer. Marc se sentó en un bar al otro lado del parque. El niño volvía a estar encima del cocodrilo y se sacudía de nuevo con urgencia kamikaze y la misma sonrisa con que había mentido a su madre. Por la hora, el parque estaba lleno. Lleno de hijos mintiendo a sus padres y de padres que mentían a sus hijos.