Cuando, urgido por Amalia, Mateo le preguntó si le podría diseñar una página para la agencia, Constantin, el ruso, le dijo que no era su especialidad.
—Pero tengo un sobrino que es diseñador de páginas web.
Todo el mundo tiene un sobrino que diseña páginas web, incluso Constantin, que no tenía familia. Tampoco parecía tener pasado. Hacía unos diez años abrió un negocio de venta y reparación de ordenadores en Fabra i Puig, cerca del Club de Natación, y pasó a ser «el ruso de los ordenadores». En otro tiempo y lugar habrían dicho que era un espía, uno de esos grises agentes del bloque del Este, sin humor y sin glamur, pero en Sant Andreu era el ruso de los ordenadores.
Mientras lo esperaba, Mateo contempló el viejo folleto publicitario que había encontrado antes con su hija. Quizás fuera el último. Si lo rompía y lo tiraba, no quedaría testimonio alguno. En dos años, la agencia cumpliría veinte años, la había fundado en 1999. Buscó en internet. Bodas de porcelana. ¡Menudo mal fario! Pero veinte años son veinte años.
De momento, tocaba tener una buena página web y el timbre anunciaba que ahí estaba Constantin con sus propuestas. Guardó el folleto en el cajón del escritorio.
El ruso no era muy alto y tenía una mirada de hurón enfadado que le recordaba a Vladímir Putin, pero Mateo se guardaría mucho de decírselo, pues, como Putin, era muy susceptible.
Llamó a Amalia, que estaba en el despacho contiguo.
Constantin se sentó frente al ordenador y les mostró varios diseños. Amalia a su izquierda, él a la derecha.
—Este no —dijo su hija de inmediato al ver el primero.
—Pues no lo veo mal.
—Papá, esto no se ve profesional.
Constantin abrió otra versión.
—¡No! Constantin, su sobrino no se entera —dijo Amalia aún más tajante—. No queremos nada de jueguecitos, ni lupas, ni Sherlocks, ni tipos con gabardina.
Mateo, que por la cara del ruso empezaba a sospechar que él mismo era el orgulloso creador de los diseños de las páginas web y que el sobrino era tanto una defensa como un modo de cobrarle más, trató de mediar.
—Pues se ve simpática.
—Papá. No queremos ser simpáticos. Somos detectives profesionales.
—Y ni siquiera somos simpáticos —añadió él, para suavizar, mirando al ruso.
Constantin asintió con vehemencia.
—Os enseño la tercera.
Mateo cerró un momento los ojos antes de mirar la pantalla. A ver qué diría ahora su hija.
—Me gusta.
—Menos mal —se le escapó.
—Papá, tengo la impresión de que no te tomas esto en serio. La página web no es para tenerme contenta a mí. Es una cuestión de...
—Nadie ha dicho eso.
—Pues es lo que a mí me parece.
Sentado entre ellos, Constantin se echó hacia atrás, impasible. La mano derecha acariciaba el ratón. «Tranquilo, tranquilo, enseguida seguimos.»
—Solo es que tú tienes más criterio —dijo Mateo.
La mano supo que podía seguir y con un clic devolvió las miradas a la pantalla.
Mateo dejó que Amalia fuera haciendo correcciones e incluso le llevó una vez la contraria para que se notase que se implicaba.
Sobria, informativa, profesional, así quedó finalmente, en palabras de su hija.
—Pues ya está —dijo Constantin.
No del todo. En ese momento se acordó del folleto refugiado en el cajón. Lo sacó. Y, antes de que su hija pudiera decir nada, le pidió a Constantin que añadiera un lema debajo de Hernández Detectives: «Cien por cien de éxito en la búsqueda de personas desaparecidas».
El ruso, concentrado en su trabajo, no se dio cuenta de que mientras introducía y ubicaba las palabras, el rostro de Amalia mostraba estupor, pero ella nunca le discutiría nada a su padre delante de un extraño.
—Estupendo, Constantin —zanjó Mateo.
—Pues ahora mismo lo pongo online.
Mateo vio de reojo el gesto de Amalia y, como si quisiera detenerlo, levantó un dedo admonitorio: no olvides quién es el jefe de esta agencia.
—Es que... —llegó a decir su hija.
El ruso lo interpretó como un exceso de humildad por parte de Amalia. Se volvió hacia ella.
—La falsa modestia es antipática, es una de las peores formas de arrogancia.
—Bueno, yo..., es que...
—Por eso no me gustaba Guardiola —siguió ahora, dirigiéndose hacia Mateo—, no me creo esa modestia postiza. Prefiero a la gente que es arrogante sin disimulos como el de ahora, Luis Enrique —zanjó.
Amalia se quedó sin palabras.
Mientras tanto, la página estaba online.
—Os he puesto algunos marcadores para que los motores de búsqueda os coloquen en la primera página. En un día o dos lo notaréis.
Después, Mateo lo acompañó hasta la verja del jardín. Al volver al despacho, ella estaba en su silla, mirando la pantalla con desaprobación.
—¿Por qué has añadido esa frase?
—Es nuestro lema.
—Pero hacemos otras muchas cosas.
—Sí, pero es lo que nos distingue.
—¿No te parece muy fanfarrón? Y no me sueltes el mismo rollo que Constantin.
—No es fanfarrón, porque es verdad. Los hemos encontrado a todos. —Hizo una pausa—. También a Nora.
Pero no lo había hecho él, lo que ciertamente lo había atormentado durante los meses de la desaparición de Nora. Mateo Hernández, el detective que en los folletos se jactaba de «Cien por cien de éxito en la búsqueda de personas desaparecidas» y que era incapaz de averiguar dónde estaba su propia hija. Todavía sentía vergüenza. Todos los folletos habían sido perseguidos y aniquilados, menos ese que había sabido esconderse.
Ahora lo proclamaba la flamante página web «Hernández Detectives. Cien por cien de éxito en la búsqueda de personas desaparecidas». Y era cierto. Pues la había encontrado una Hernández. Amalia lo había conseguido, se la había traído de vuelta con la misma maleta pequeña con que se había marchado. Dentro, la misma ropa, aunque había vuelto más delgada. ¿Cómo había dado con ella? ¿Qué había sabido ver su hija pequeña que a él se le había escapado?
Amalia sonrió con desconfianza y, antes de que a él se le pasara por la cabeza hacerlo, le repitió la respuesta que le daba cada vez que le preguntaba dónde y cómo la había encontrado:
—Nora no quiere.
Él se encogió de hombros.
—Voy a ver qué hace tu madre.
Cien por cien. Ellos también.