5

Por la mañana, Nora revisó las cuentas del objeto que vigilaba, por si había movimientos sospechosos de dinero. El cliente le había dado copias de los extractos bancarios de los últimos dos años. Lo que había empezado como la sospecha de un desliz durante una fiesta de empresa se había expandido hasta poner en duda cualquier viaje de trabajo, toda convención de su empresa en la que hubiera estado su mujer. Como esperaba, no había encontrado nada sospechoso en los papeles, pero tenía una especie de retrato económico de la vida del matrimonio, desde la hipoteca a las vacaciones, los gastos en ropa, alimentación, limpieza, medicamentos; los restaurantes a los que eran asiduos, el gimnasio al que él estaba apuntado, el centro de yoga al que lo estaba ella; sus compañías de móviles, las suscripciones a Netflix, su afición al teatro; los seguros contratados y las reparaciones de los coches...

«Tú sabes mucho, mi reina, pero hay alguien que puede saber tanto como tú.»

Amalia decía que no había vuelto a abrir las carpetas con sus notas. La creía. Sin embargo, las conservaba en su poder. Con todas las informaciones que latían entre las leves tapas de cartulina; algunas lo hacían lentamente, como un corazón de paquidermo; otras, con la agitación de un animal pequeño.

—No los cojáis, porque el corazón les bate tan rápido que se os pueden morir de un infarto por el miedo.

Otra de esas historias de terror para mantener a los niños a raya. El abuelo Conrado protegía así a sus periquitos de las manos torpes y ansiosas de los nietos.

«No toques las carpetas, Amalia.»

¿Por qué no las destruía? ¿Por qué no se las devolvía?

Almorzó con sus padres. Su madre le dedicó un silencio hostil, y a la vez indemostrable, ya que tuvo la habilidad de dirigirse a ella para ofrecerle pan o agua o preguntar si tomaría postre, pero no entabló conversación. Su padre, poco hábil en estas situaciones, hizo como que no se daba cuenta y delegó en el televisor.

—No, no tomaré postre —contestó Nora, y entonces se levantó y llevó su plato, su vaso y sus cubiertos a la cocina—. Me voy a trabajar.

—¡Qué bien que trabajes! —soltó su madre con sarcasmo. Había tomado varios vasos de vino durante la comida a pesar de las miradas de reproche de Mateo.

—¡Lola!

—¿Qué? ¿No me puedo alegrar de que Nora haya encontrado un caso de su gusto? Chapeau si descubre algo.

Mateo estaba demasiado ocupado parándole los pies para darse cuenta de que Lola también sabía que no había caso, que la infidelidad solo existía en la cabeza de su cliente.

Como la mujer a la que seguía se desplazaba siempre en transporte público, los primeros días Nora tuvo que volver al centro para recoger el coche; después empezó a ir al centro en metro. Esa tarde tenía tiempo y, tras esa escena familiar, pocas ganas de quedarse en casa o por el barrio, cogió el autobús. Media hora oyendo conversaciones ajenas con la vista perdida en las calles de la ciudad.

Llegó a su parada, bajó y se apostó en un portal discreto. La mujer salió puntual y ella caminó al ritmo de sus pasos una vez más. Serían de nuevo horas intrascendentes. Casi desde el primer momento supo que las sospechas del marido eran infundadas, pero había pagado por dos semanas de vigilancia y las tendría. Después convocarían al cliente en la oficina, lo sentarían en los silloncitos azules y le darían la buena noticia, que probablemente habría que repetir por lo menos una vez; la desconfianza cuesta mucho de borrar. En contadas ocasiones, los clientes, todavía incrédulos, pedían otra semana de vigilancia. Su padre fingía querer disuadirlos mientras iba preparando el nuevo contrato. Por lo general, se marchaban aliviados y avergonzados por haber dudado de la fidelidad de sus parejas, y los más tontos llegaban a confesárselo al poco tiempo. En un momento de arrepentimiento o después de una pelea o porque habían bebido demasiado. Serían castigados. No por querer saber demasiado, sino por no creer.

Se bajaron del metro en Joanic. Empezaban a caer unas gotas insidiosas. La mujer aceleró el paso. Nora se subió la capucha del abrigo. Un trueno fortísimo hizo saltar la alarma del coche justo a su lado. Varias personas se volvieron, entre ellas la mujer. Solo una mirada fugaz, curiosa, no había que temer que la reconociera si la veía de nuevo, porque al trueno siguió un golpe de agua que ahuyentó a todos los peatones. Después un granizo fiero repiqueteó sobre las aceras y las carrocerías de los coches. Tenía que sujetar la capucha que le hacía de casco con las manos porque no tenía cordón para atarla. Aceleró también para buscar un cobijo. El agua helada se le metía mangas abajo. Un muro liso recorría la acera; no tenía dónde refugiarse, buscó un hueco entre los coches para pasar al otro lado de la calle y meterse en alguno de los portales. Bajó los ojos para evitar el granizo, que golpeaba con la brutalidad de los caramelos de los pajes de los Reyes Magos. Alguien que corría por la acera chocó contra su espalda. Le pidió disculpas.

—¿Estás bien?

—Sí, sí.

El hombre atravesó la calle tras ella y se refugió a su lado en un portal. Nora se quitó la capucha y bajó los brazos. El agua que no le había empapado las mangas del jersey inició el camino hacia las manos.

Un granizo del tamaño de una pelota de ping-pong le golpeó la punta del pie derecho. Ella se agachó para cogerla, la dejó en la palma de la mano y se la mostró al hombre, quien la contempló por encima de las gafas mojadas con grandes ojos de miope. Tendría su edad, aunque la barba oscura y tan empapada como el pelo podía estar añadiéndoles años.

—¿Pesa? —preguntó él.

—Toma.

Se lo pasó.

—Menos de lo que pesa mi barba en este momento. —Rio.

Le tendió entonces la otra mano.

—Sergio.

—Nora.

—¿Y esta? —Sergio señaló la bola de granizo.

—¿Qué?

—Que si puedo tirarla o prefieres que la adoptemos.

Entonces Nora le golpeó el dorso de la mano por debajo. La bola salió despedida y cayó al suelo.

Fue un acto inconsciente, una reminiscencia de un juego infantil. Él la miró con asombro y se echó de nuevo a reír. Ella también. Una risa despreocupada, algo idiota, pero despreocupada. Lo que ocurrió a continuación le pareció un guion en el que no tenía más que dejarse llevar y dar la réplica correcta a sus líneas de diálogo.

—¿Te apetece tomar un café?

Por supuesto que sí. Corrieron bajo la lluvia hacia un rótulo luminoso que anunciaba un bar y se sentaron a una mesita de madera. Los cuerpos de las personas apretujadas delante de la puerta impedían ver la calle.

Llegó entonces la siguiente pregunta:

—¿Vives por aquí?

Un simple no, estaba allí por trabajo.

—¿Sí? ¿En qué trabajas?

Se sorprendió diciendo la verdad y viendo que él, que le contó que era cocinero, la miraba con una intensa curiosidad que, otra sorpresa, no la molestó. Empezaba a asomar el sol cuando salieron a la calle. Ya habían intercambiado teléfonos y Nora estaba invitada a cenar en el restaurante donde trabajaba él.

—¿Vendrás?

—Claro.

—Te reservo mesa. El viernes, a las once.

—¿Tan tarde?

—A esa hora se cierra la cocina. Quedará abierta solo para ti.

Se despidieron con dos besos.

—Te espero.

Pasó de nuevo por el lugar donde se habían encontrado. Buscó la bola de granizo por el suelo, pero ya se había derretido.

Ya le seguiría el rastro a la mujer al día siguiente.

Cayó entonces en la cuenta de que no le había dicho a Sergio que era viuda. Ella no le había preguntado si estaba casado o tenía pareja. Tampoco había que sobrevalorar ese encuentro, dejarse deslumbrar por su carácter peliculero. Pero ¿por qué no lo había mencionado? Porque la viudedad incomoda a los demás; no saben qué decir, qué hacer. Porque en cuanto dices «soy viuda», te visten de negro, te ponen un velo, te convierten en una de las hijas de Bernarda Alba. Esperan una piel cérea, unos ojos enrojecidos, rodeados de ojeras oscuras, tan oscuras como la ropa. Luto riguroso, como a la antigua, dos años de negro absoluto, ropa interior negra, joyas de azabache. Diez meses habían pasado desde la muerte de Manel. Por desgracia, podía calcular hasta los días y las horas. El conductor borracho lo había arrollado a las dos y veinte. Ese hombre estaba completamente ebrio a las dos y veinte. ¿Por qué no? Hay gente bebida a todas horas. Lo sabía bien.

Volvió a casa. Pasó por el despacho para informar a su padre de que el granizo la había obligado a interrumpir la observación, como si hubiera estado a punto de descubrir algo relevante si no fuera por la tormenta.

—No te tomes a mal lo que te soltó mamá ayer —le dijo su padre cuando ya estaba saliendo.

—No te preocupes.

«No te preocupes, estoy acostumbrada.»

—Ya sabes que a veces tienes esas salidas...

—No le des más vueltas.

«No le des más vueltas. No es novedad y ya me lo conozco.»

—Tu madre se alegra de que estés en casa. Quiero que lo sepas.

—Claro, papá.

«Claro, papá. Se alegra, pero después se le olvida.»

—Pero con lo que le pasa, a veces, pues...

—No necesitas darme explicaciones.

«Para, por favor. Deja de hablar de lo que le pasa. Si por una vez lo llamases por su nombre.»

Es verdad, no es lo mismo una gripe que un trastorno mental.

A diferencia de las casas en las que hay enfermos físicos, en las de los enfermos psíquicos no se habla de la enfermedad ni se forman tertulias caseras para disertar sobre medicamentos y tratamientos, para compartir historias de parientes o conocidos que padecieron esa u otra enfermedad. En las casas en las que vive alguien con problemas mentales se vive en el eufemismo, en el «eso», en el «lo que le pasa», en el «lo de tu madre», en el «tú ya sabes». Las palabras se vuelven vaporosas, caen, velo sobre velo, hasta formar una capa traslúcida. La única que no respetaba ese esfuerzo colectivo era su madre. De repente, rasgaba todas las capas acumuladas amorosamente y dejaba escapar un borbotón de palabras acumuladas durante días.

En la cena, su madre al principio fue cortés, seguramente su padre la había advertido. Pero de vez en cuando la sorprendía observándola con expresión aviesa, mientras ignoraba las miradas admonitorias de su padre cada vez que se llenaba el vaso de vino.

No dejaba de hacerle preguntas sobre su trabajo. Muy generales primero, como si quisiera dar conversación; después, varios vasos de vino después, empezó a especular.

—Si la relación que presupone el marido es con un compañero de trabajo, ¿no tendrán tal vez un rincón en la misma empresa?

—La oficina está en un principal, esos pisos son grandes, pero no creo que den para tanto.

—Igual tienen un picadero dentro.

—Hace mucho que no pisas una oficina del centro, me parece.

Risa de su padre.

—¿Y de verdad no se ha comprado nada?

—Nada.

—Parece que estaba matando la tarde.

«Por supuesto, mamá.»

Se preguntaba qué esperaba su madre. ¿Que también ella acabara confesando que estaba matando el tiempo con ese asunto? ¿Qué necesidad había de ello?

—Tal vez tenía una cita y al final no pudo ser. —Comió un poco, la conversación la estaba cargando y pronto abandonaría esa mesa.

—Pero...

—Mamá, estoy cansada y ya he tenido bastante trabajo por hoy, ¿vale?

—Hija, yo solo quería saber...

—Y yo quiero comer tranquila. Mañana redactaré el informe, se lo pasaré a papá y él ya te lo dará o te lo contará, o tú lo cogerás cuando te dé por ahí.

—Nora, tu madre solo...

—Está bien. Estoy cansada. Me daré un baño y me acostaré.

Se levantó, salió de la cocina y subió al segundo piso. Empezó a llenar la bañera.

Dentro del agua caliente se olvidó de todos. Por la noche se tomó una pastilla para dormir, si su madre rondaba por la puerta de su habitación, no la oiría.