Mientras se vestía, Mateo pensaba en La Regenta.
Tocaba traje y corbata. Esa mañana tenía que declarar como perito investigador en un caso de fraude a una compañía de seguros. La cita era en un juzgado de la Ciudad de la Justicia en L’Hospitalet. Antes de ponerse la camisa, revisó que no tuviera quemaduras. A veces, Lola era muy sutil y hacía pequeños agujeros, como si la plancha fuera un cigarrillo descuidado. La camisa estaba perfecta. Se la puso. Sí, La Regenta.
Hacía ya bastantes años, pero lo recordaba con viveza. Él se estaba vistiendo con esmero delante del espejo de cuerpo entero del dormitorio. Lola lo observaba sentada en el borde de la cama.
—Parece que te gustas —le dijo en tono burlón.
—Reconoce que el traje me queda bien —respondió él haciendo poses de modelo.
—Me recuerdas a Fermín de Pas.
—¿Eso es bueno o es malo?
—Es de La Regenta.
—Estupendo. Pero ¿es bueno o es malo?
—Decide tú —respondió ella sonriendo—. Es un cura que se está vistiendo para salir de cacería y, al contemplar su buena planta, piensa en lo que se han perdido las mujeres.
Mateo se miró de nuevo.
—Es verdad, casi todas se lo han perdido. Porque antes sí, pero después de ti no habrá ninguna otra.
Lola se abalanzó sobre él y lo desnudó mientras lo empujaba hacia la cama.
Esa misma tarde él empezó a leer La Regenta.
Arreglado, se metió en el despacho para cerrar por completo el tema de Pablo, el yerno, y sus socios. Mateo tenía la teoría de que los asuntos no resueltos se transparentaban de algún modo, ensuciaban la mirada, cargaban los hombros, entorpecían la lengua al hablar. Hoy, que tenía que actuar como un perito escrupuloso y concienzudo, necesitaba sentir que no quedaban cabos sueltos. Tenía que dejar el dinero del feo sobre marrón, tan blanco como su camisa, antes de marcharse a los juzgados.
Hizo una llamada.
—Claro, hermano. Tranquilo, que si algún día me preguntan, diré que habéis hecho un excelente trabajo de vigilancia.
—Te mando después las facturas. Ya sabes, para Hacienda.
La risa de Heredia al otro lado casi hacía vibrar el auricular del teléfono.
—Te dejo, que parece que fuera hay otra vez follón... ¿Qué coño pasa?
El último exabrupto todavía se coló en la llamada. Mateo preparó las facturas y los informes del falso encargo de Heredia.
Antes de salir hacia L’Hospitalet, pasó a despedirse de Lola.
Estaba en el jardín, envuelta en un grueso chal debajo del emparrado. El día era claro pero frío. El gato de Claudia, empeñado en ocupar el único rectángulo de sol mañanero, miraba hacia él con los ojos semicerrados. Mateo abrió la puerta y se puso frente a ella.
—¿Qué te parece? —Señaló la corbata.
—Bien —dijo Lola, y tomó un sorbo de café.
—¿No te recuerdo a nadie?
—A un tal Mateo Hernández.
En ese momento apareció Nora en la cocina. La cara de Lola se ensombreció. Nora no salió a saludar. Otra vez tormenta entre las dos.
—Bueno, me voy.
Solo el gato le hizo caso, pero ese bicho remolón no sabía quién era Fermín de Pas.