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Después de cenar rápido y poco, Nora subió a su dormitorio. Cuando no trabajaba, pasaba las horas allí, viendo películas en el ordenador o leyendo; la biblioteca del antiguo estudio de su madre, en esa misma planta, era inagotable. No se sentía cómoda en ningún otro lugar de la casa. Cada habitación servía solo para aquello que indicaba su nombre, en el comedor se come, en el despacho solo se trabaja. Ya no leía el periódico en la cocina ni trabajaba en el salón. Las antiguas habitaciones de sus hermanos y de sus abuelos eran museos no declarados. Aunque el segundo piso de la casa estaba a su entera disposición, no había recuperado sus baños eternos, placentarios, de los que salía arrugada y reblandecida, pero regenerada.

Y en el jardín había dos impedimentos que la mantenían alejada; el frío y la tía Claudia. Si Nora lo pisaba, su tía de­saparecía tras un movimiento nervioso de la cabeza, como si un teléfono urgente, que solo ella oía sonar, la reclamase en su casa.

Tampoco la atraía la calle. Para obligarse a salir de casa, el último fin de semana había ido una vez al cine y otra a una exposición. Sola. La lista de contactos del móvil era más bien magra, la familia y algunos servicios. Parecía el móvil que los hijos le compran a la madre jubilada.

Tras la muerte de Manel, había roto con todos los amigos, los pocos que tenía. Ni ella ni sus hermanos habían sabido hacer muchas amistades. Pero las hubo. Tal vez seguían estando ahí, como esporas, resistentes a todo lo que había hecho para alejarse de ellos. En parte de manera voluntaria, porque le recordaban a Manel y no lo soportaba. A otros los había ahuyentado la tristeza, que su dedicación obsesiva al trabajo apenas ocultaba. La capacidad de soportar la pesadumbre ajena es bastante reducida; quizás les agotaba que sus esfuerzos por animarla no surtieran apenas efecto y se retiraban derrotados, sin darse cuenta de que en realidad no tenían que hacer nada, que a ella le habría bastado con que estuvieran ahí, sin buscar palabras consoladoras o de aliento. Bastaba con callar y simplemente estar.

Lo único bueno de no tener amigos era que no acabaría peleándose con la mitad de ellos discutiendo sobre nacionalismos, el tema que amenazaba con invadir todas las conversaciones. Cada vez colgaban más banderas de balcones y ventanas. De un lado y de otro les querían vender patria, apelando al primitivo instinto de clan de los seres humanos, a la necesidad de sentirse parte de algo y, lo que era peor, de sentirse perteneciente a algo que se consideraba intrínsecamente superior a lo otro, en el fondo, por el hecho de formar parte de él. Algo muy humano. Todo muy humano. Todo bastante absurdo.

Estaba cansada, pero no tenía sueño. Dormir se había convertido en una hazaña. Hacerlo sin pesadillas únicamente era posible con la ayuda de somníferos. Pero en el sanatorio había aprendido a dormir sin química y quería conseguirlo de nuevo. Esa noche en la que se sentía tan fatigada, tal vez lo lograría.

Leyó una hora y apagó la luz.

¿Se había dormido?

Sí, dormía, porque reconoció ese sobresalto, ese golpe en el pecho que la arrancaba del sueño y la obligaba a inspirar con ansia, como cuando se sale casi asfixiada del agua después de bucear demasiado hondo.

La había despertado algo que no esperaba volver a oír: los pasos de su madre delante de la puerta.

 

 

No sabría decir cuántas noches la había despertado el sonido sutil, el clic casi metálico de una baldosa algo suelta delante de la puerta.

La primera vez tenía diez u once años. Compartía habitación con su colección de miedos nocturnos: espectros y monstruos, vampiros, hombres lobo, zombis, muñecos asesinos que se habían metido en su dormitorio gracias a la televisión y, sobre todo, a las lecturas, algunas de ellas clandestinas. Miedos en realidad buscados, cuya compañía era tan perturbadora como placentera. Bastaba con no dejar los pies al descubierto y cubrirse perfectamente con la colcha hasta la barbilla para mantenerlos a raya. Por la mañana, desaparecían obedientes.

Todos esos miedos contuvieron el aliento cuando una noche la puerta se abrió, una sombra se perfiló en el marco de la puerta y un pie pisó la baldosa suelta. La sombra avanzó unos pasos de modo errático, se inclinaba hacia delante y hacia atrás, se iba de lado, levantaba los brazos mientras emitía un lamento gutural, como si llorase y riera a la vez.

Todos los fantasmas de ficción salieron huyendo escaleras abajo cuando Nora descubrió que la figura oscura que la miraba al pie de la cama era su madre.

—¿Estás despierta, hija?

Ella respondió que sí.

—Esto que me pasa no es culpa vuestra. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—Tampoco es culpa mía. Es algo que nos pasa a muchas mujeres de la familia. No podemos evitarlo. Es así.

Se sentó en el borde de la cama y le hizo una pregunta que le repetiría en cada visita nocturna, nunca a la luz del día:

—¿No tienes miedo de volverte como yo o como Claudia?

Nora no sabía cuál era la respuesta correcta. No la había.

—Lo siento mucho —dijo su madre, y metió la mano por debajo de la sábana.

Le buscó los pies. La mano estaba muy fría, pero ella no los apartó y dejó que ella se los frotase con suavidad mientras repetía que lo sentía mucho.

Ese día perdió el miedo a los fantasmas de ficción, esos cobardes que la abandonaron en cuanto la realidad les mostró su poderosa contundencia.

Fue, además, un robo. Le habían escatimado el tiempo de tener miedos imaginarios y encontrar consuelo precisamente en la realidad, en los padres que acuden raudos a decir que no pasa nada, que todo fue un mal sueño. Porque su padre subió a su cuarto unos minutos después y se llevó a su madre, pero cuando volvió a la habitación de su hija, no fue para consolarla, sino para negociar. Se puso en cuclillas cerca de la cabecera y le dijo en voz baja:

—No se lo cuentes a tus hermanos.

Las habitaciones de Marc y Amalia estaban al otro lado, hacia la calle.

—No lo haré.

—Gracias, hija. ¿Qué haría sin ti? —Le pasó la mano por el pelo—. Ahora duerme, que mañana tienes cole.

—¿Y si me quedo en casa? —También ella negoció.

—¿Y qué harás?

—Me quedo contigo en el despacho y leo o te acompaño.

Al día siguiente Amalia entregó un justificante a la maestra de Nora. Lo hizo cada vez que su padre le permitió faltar a clase para acompañarlo en trabajos que no entrañasen peligro. Vigilancias en el coche, en las que ella se encargaba de ir a comprar bebidas o bocadillos o de seguir mirando una puerta mientras su padre iba al servicio. En una ocasión, se habían sentado en un bar al lado de la pareja a la que seguían. ¿Quién sospecharía que está siendo espiado por un padre y una hija que toman un café y un Cacaolat? A ella no le gustaba mucho el sabor, pero su padre la convenció con el argumento de que era la bebida que sugería más inocencia. Fue una lección: la mentira y el disfraz exigen cierto sacrificio. Y fue un éxito, lograron grabarlos y fotografiarlos.

—No se lo cuentes a tus hermanos.

—¿A mamá tampoco?

—No, no queremos que se preocupe.

Esta era otra de las frases que se convirtieron en un leitmotiv en su vida y la de sus hermanos: no preocupar, molestar, inquietar, despertar a mamá.

Disfrutaba de esas escapadas, que su padre dosificaba con cuidado para que en la escuela no pensasen que Nora padecía alguna enfermedad. Ella siempre se llevaba la cartera del colegio y los libros y su padre calculaba la hora de vuelta a casa de modo que la dejaba en la esquina para que llegase caminando como si volviera de clase. Amalia era la cómplice; Marc, el que no debía enterarse. Fue otra lección sobre cómo armar mentiras complejas y consistentes.

 

 

Y ahora su madre merodeaba por el pasillo, rondaba su habitación. Notaba la presencia silenciosa detrás de la puerta. Podría levantarse y decirle que volviera al dormitorio. Pero era incapaz de despegar el cuerpo de la cama. No le tenía miedo a su madre, sino al estado en que pudiera encontrarla, a la expresión que pudiera descubrir en sus ojos. La pregunta:

—¿No tienes miedo de volverte como yo o como Claudia?

¿Qué creía haberle transmitido su madre? ¿Un gen propio, específico de las mujeres de la familia Obiols que un día aciago mutaría, a saber por qué motivo, y tomaría posesión de ella, como lo había hecho con su madre y con la tía Claudia? ¿Y por qué le tenía que haber tocado a ella? Era una herencia lúgubre, como quien hereda un cementerio o un negocio en ruinas. Toma, hija, aquí te cedo todas mis deudas y desgracias. ¿Y si no las quiero? ¿Quién eres tú para tomar esa decisión? Es irrenunciable, como muchas nacionalidades que, como ellas, se te otorgan por el mero hecho de haber nacido en un lugar concreto, sin necesidad de méritos propios, tampoco de culpas. Así que acepta tu herencia, hija, que la hemos guardado para ti. A ella le había tocado, pues, eso, lo innombrable. ¿Y a los otros dos?

Pensó en su hermano, bebedor en secreto, y en las estadísticas acerca de la probabilidad de que los hijos de alcohólicos lo sean también. Todo en contra, Marc, la genética y las matemáticas. Amalia, en cambio, parecía haber llegado tarde al reparto de taras. La suerte de los hermanos pequeños.

¿Dónde estaba su padre? ¿Por qué no subía de una vez a buscarla? ¿O realmente creía que su madre estaba bien?

No podía ser tan iluso.