12

La expresión de sorpresa y un movimiento extraño captado de reojo —Nora escondía unos papeles debajo del teclado del ordenador—, quedaron grabados en la mente de Amalia, donde seguirían varias horas después de que, al abrir la puerta del despacho y encontrarla dentro, su hermana le dijera un también intrascendente:

—¡Oh! No sabía que estabas aquí.

Los dos gestos le parecieron sospechosos. Deformación profesional, dirían unos; su autoimpuesta misión de vigilar a su hermana, enferma, adicta, habría respondido Amalia si hubiera podido contárselo a alguien.

—¿Qué haces?

—Revisando unos datos.

La sospecha podría haberse muerto de inocuidad congénita, pero Nora la miró con desconfianza, algo molesta incluso, al preguntar:

—¿Por qué lo quieres saber?

—Nada —se oyó a sí misma decir a lo lejos, como si alguien muy precavido usara su voz para evitar poner a Nora en guardia.

Dio un par de pasos hacia la mesa y vio el tercer gesto delator, muy pequeño, en apariencia insignificante. El índice que oprimía el ratón para cerrar el documento en que estaba trabajando en ese momento.

«¿Qué estás haciendo? Dime que no has empezado otra vez. Dime que esos papeles que quieres ocultarme no están llenos de notas sobre nosotros o sobre algún cliente. Dime que no lo estás haciendo otra vez.» Pero esa voz se negó a salir, se le había quedado atorada por el miedo a que la respuesta confirmara su temor.

Se despidió con torpeza y se marchó.

¡Qué poco duraban los buenos propósitos en su familia!