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Nora terminó el texto y se lo mandó a Marc, que le respondió con un mensaje al móvil lleno de corazoncitos. Por más que su madre lanzara furibundas invectivas contra el uso de emoticonos y el «consiguiente empobrecimiento de la capacidad expresiva de la gente», Nora agradecía que esos dibujitos bobalicones les permitieran decir lo que el lenguaje inhibía.

Después borró del ordenador el rastro de su trabajo. Debía de ser una forma de deformación profesional, una manifestación de una especie de paranoia de detective.

Subió a su habitación. Estaba muy cansada, pero no tenía sueño. Lo mejor sería una película ya vista, una vieja película de aventuras, con guapos e ingeniosos piratas de colorines, heridos sin sangre y barcos más limpios que la mayoría de los bares de Barcelona.

Películas conocidas, libros leídos. Su cerebro lo agradecía, dejaba de hacerse preguntas sobre los casos y, en especial, sobre la familia. Mostró las manos al recuerdo de la psiquiatra que la trató en el sanatorio. «Mire, doctora. Voy desnuda. Ni lápiz ni papel.»

Pero podría. Claro que podría. Seguir los pasos de su padre para saber en qué asunto bajo mano andaba metido con Ayala. Podría seguir a su hermano a los bares en los que seguramente se metía mientras trabajaba. Porque bebía y volvía a beber, como esos peces absurdos del villancico. Podría dibujar en el suelo el rastro de los pasos de su madre cada vez que iba del sofá a la cocina a buscar otra cerveza. Siempre de una en una. Nunca se llevaba el paquete entero. Se calientan.

«Podría, si quisiera, doctora, quitarme la máscara de la hija perfecta y contarles a mis padres quién soy y de qué soy capaz, pero no lo haré. Hoy veré a Errol Flynn luciendo bigotito y, si no logro dormir, a Burt Lancaster haciendo piruetas y sonriendo. Y me quedaré quieta. Pero, dígame, querida doctora, ¿me volverá a pasar? He vivido demasiados años en esta casa para creer que la gente se cura de algo, sobre todo, si ese algo son ellos mismos.»

Se tumbó en la cama, el ordenador sobre una mesita de desayuno que había encontrado en el cuarto de los abuelos. Buscó la película y apretó el triangulito blanco. La música estridente, metalizada por los años, llenó la habitación y su cabeza.

«Venga, Errol, al abordaje.»

Pero el capitán Blood tuvo que luchar a brazo partido para echar a su madre, que se presentó dos veces.

Primero fue su voz, en una escena en la que la cámara se recreaba en el rostro de Flynn, que estaba en el apogeo de su belleza, comentando: «Pues su hija era un callo. ¿Os imagináis? Vuestro padre es uno de los hombres más guapos del cine y tú, su hija, sales un adefesio».

La segunda aparición de su madre fue más perturbadora, porque fue en persona. A media película abrió la puerta de la habitación y asomó la cabeza. Su madre nunca permitió que hubiera llaves o cerrojos en las puertas de la casa, así podía presentarse cuando quería para ver qué estaban haciendo.

A Nora le bastó un vistazo para saber que había bebido.

—Estoy viendo una película, mamá.

—Solo quería saber si estabas bien. —Abrió un poco más la puerta, pero no entró.

—Estupendamente. —Volvió la mirada a la pantalla.

No detuvo la película. Las voces seguían sonando nasales, algo chillonas.

—Hija, ya sé que no quieres hablar de ello, pero...

—Si lo sabes, ¿por qué insistes?

—Porque tu padre y yo...

Sonido de espadas y lucha.

¡Con qué gusto se hubiera agarrado a una de las cuerdas y habría saltado al otro barco! O se habría abrazado al cuerpo de Flynn. «¡Sácame de aquí, capitán Blood!»

Pero Errol llevaba mucho tiempo muerto. «Con solo cincuenta años. Imaginaos, después de la vida de excesos que llevó, el médico pensó que tenía por lo menos setenta.»

No fue el capitán, sino su padre, que había advertido la ausencia de su madre.

—¿Qué haces ahí, Lola? Ven, deja descansar a Nora.

Su madre balbuceó. Tal vez una explicación, tal vez una disculpa.

Cerró la puerta. Las voces de ambos discutiendo escaleras abajo.

—¿Por qué no paras de beber?

—¿Crees que bebo demasiado? ¿Que es porque bebo demasiado? Te equivocas.

—Vamos, Lola.

—No te puedes imaginar cómo sería si no bebiera, ni yo misma quiero imaginármelo, porque...

Ahí se perdieron sus voces.