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Ya sabía que Miguel Navarro se había peleado con uno de los lateros y que el conflicto entre ambos había escalado. Averiguar por qué el uruguayo estaba desaparecido, y, ojalá, dónde estaba, era mucho más enrevesado.

Como lo era la actividad de la gente que se ganaba la vida en las Ramblas. En ningún lugar de Barcelona era más abigarrado, porque allí coexistían el comercio tradicional y el de nuevo cuño, locales de renta antigua resistiendo a duras penas el acoso inmobiliario, con tiendas de souvenirs que pagaban alquileres desmedidos. Quioscos de prensa y de flores. Bares, restaurantes y terrazas. Vendedores ambulantes con o sin licencia, mercadillos ocasionales y fijos. Economía de subsistencia en una manta: bolsos, camisetas, películas..., todo falsificado. Mantas que eran en realidad sucursales de una especie de mayoristas de souvenirs del propio barrio, abanicos incluso en invierno, imanes, castañuelas, palos de selfie. Vendedores del juguetito del momento, el hurón con la nariz pegada eternamente a una pelota, el perrito plasta, pero lastimero, los juguetes voladores fluorescentes que saltaban por el aire de noche. Cantantes, malabaristas, mimos, estatuas vivientes. Mendigos, carteristas, pitonisas, lateros, captadores de clientes para restaurantes, clubes de cannabis, burdeles o rutas de borrachera.

Todos en poco más de un kilómetro.

Una densidad amazónica.

Como en cualquier jungla, había relaciones de simbiosis, parasitarias y de clara competencia. ¿Quiénes serían lo bastante enemigos de los lateros para darle alguna información útil? Los dueños de tiendas tradicionales suelen saber todo lo que sucede en el barrio, pero están metidos en sus locales. Sería más útil hablar con alguien más a pie de calle. Tenía que elegir bien. Del mismo modo en que corren las noticias, corre la voz de que hay alguien haciendo preguntas y muchos se ponen a la defensiva.

Su primer movimiento la llevó a hablar con un quiosquero. Alguien que está dentro y fuera a la vez, en el puesto de observación perfecto, medio escondido entre las hojas de las publicaciones. Los ojos siempre atentos, viendo subir y bajar gente, que no se siente observada por ellos.

—¿Quién se las tiene con los lateros pakistaníes? Los lateros indios. A todos los controlan una especie de mafias que los usan de señuelos para vender drogas a los turistas, y son cada vez más agresivas. Ya he visto varias broncas de las buenas por aquí. Por lo visto, hay una guerra soterrada por controlar esa zona tan lucrativa.

—¿Los conoces?

—¿A los lateros? A alguno sí. De vista. No quieren problemas con nosotros.

—¿Hay alguno que sea muy agresivo?

—Los que veo por aquí son solo muy pesados. Pero quien tuvo una vez una bronca con uno es Idris, uno que hace de captador para los clubes de cannabis. Pero no le digas que te he dado yo el soplo.

—¿Idris?

—Senegalés. Muy buen tipo, pero lleva dinero si quieres hablar con él. Ya cobra hasta por saludar.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Por la calle Unió. Lo reconocerás enseguida, un negrazo alto, vestido como los otros, con tejanos y camiseta oscura, pero con una especie de gorro africano.

Antes de marcharse, pasó por la zona y, como le había dicho el quiosquero, lo reconoció enseguida. Sería su siguiente paso, pero no esa noche. Tenía una cita.

 

 

—Las personas que encontramos nunca se corresponden con las fotos que nos dan quienes las buscan.

Sergio la miraba con curiosidad. Eran las doce y todavía había mesas ocupadas en aquel restaurante de Gracia, pero estaban lejos. Sergio le había «reservado» una mesa en la misma cocina. Le había puesto un mantel blanco, cubiertos y servilletas como en las del salón y había preparado un menú para los dos. Estaban comiendo el postre, una orgía de chocolate en forma de pastel.

—Hay gente que pierde mucho en tres dimensiones —concluyó, y se metió una cucharada colmada y triunfal en la boca.

Era un chiste viejo de su padre, pero Sergio se lo reía con absoluta franqueza y ella no pudo evitar pensar que, a la larga, nadie es tan gracioso como parece en las primeras citas. Pero esa noche ella era graciosa. No había parado de reír desde que Sergio se había sentado a su mesa, y con cada carcajada se le abría el apetito. Al final de la cena estaba incluso un poco mareada. Se echó hacia atrás en la silla y se puso las manos sobre la barriga, tensa, dura.

—Creo que he comido demasiado.

—Suele pasar cuando cocino yo.

Sergio se echó hacia delante en la mesa y le tendió la mano. Sin pensar, Nora se enderezó y le dio la suya. Cerró los ojos al sentir el calor de la mano grande y algo rugosa. Dos, tres, cuatro segundos notando solo ese calor. Después volvió a ser ella. Se soltó, pero no volvió a echarse hacia atrás, sino que dejó la mano reposando sobre el mantel en el que la cena había estampado manchitas de vino y comida disfrutada.

—Es demasiado pronto. No puedo.

Sin que él se lo preguntara, le contó que había perdido a su marido y cómo había sucedido. Le habló de su dolor y de la mala conciencia; le calló la huida y sus razones, pero no que estaba viviendo en la casa de sus padres porque se había desprendido de todo. La mano seguía inerte sobre el mantel, como si no fuera parte de ella, enfriándose palabra a palabra.

—Por eso, no puedo.

Él puso la mano sobre la suya.

—Pero ¿seguirás viniendo a cenar conmigo?

—Claro. Oye, ¿no tendrás algo así como un orujo?

—¿Blanco? ¿Hierbas?

—¡Blanco, por Dios!

Se levantó a buscar la botella.

Volvió en taxi a casa. Subió las escaleras de puntillas, se desvistió con torpeza de marioneta y se metió en la cama.

La sacó del sueño el sonido como de un clip metálico cayendo al suelo. Alguien pisaba la baldosa suelta. Ella. Tantos años después y todavía el pinchazo de terror en el cuerpo, las venas comprimidas en las muñecas antes de que el corazón se acelerase. Abrió los ojos. Su madre estaba al final de la cama. Nora encogió los pies y se incorporó.

—¿Te lo has pasado bien esta noche? —Hablaba en un susurro que hacía silbar las eses.

—¿Qué haces aquí?

Su madre se acercó a una de las ventanas y la abrió.

—Apesta a comida. ¿Dónde has estado? ¿En un Burger King?

—¿Qué haces aquí?

Nora se levantó de la cama y se puso a su lado.

—Y has bebido.

—Tú también, mamá.

—¿Dónde has estado?

—No es asunto tuyo.

Cerró la ventana y se quedó frente a su madre con los brazos cruzados.

—Pero sí que lo es dónde estuviste todo ese tiempo. ¿Por qué no nos lo quieres decir?

—Sal de mi habitación, mamá.

—No hasta que no me digas dónde estuviste y por qué te marchaste. —El sonido de las eses era amenazador.

—Sal ahora mismo de mi habitación.

Dio un paso al frente. Ella retrocedió.

—Quiero que me...

—Mamá, si no sales tú, te sacaré yo.

—Estás borracha —lo dijo con un canturreo burlón.

—¿Y qué? Si te lo tengo que pedir otra vez, lo haré a gritos. ¿Quieres que suba papá?

Su madre se cubrió la cara con las manos y sollozó.

—Mamá, he bebido, pero no soy imbécil, deja la comedia.

Estaba llorando de verdad. La conmovió, pero conocía demasiado bien los llantos etílicos.

—Por favor, vete.

Se volvió gimoteando, salió con lentitud de la habitación, abrió la puerta de la escalera y bajó. Nora esperó, aguantó tanto como pudo antes de ir al lavabo a vomitar.

Por la mañana llamó a un número de teléfono que había anotado. De camino hacia la Rambla de Santa Mónica había visto un anuncio de alquiler de una habitación. Estaba amueblada, le dijo la mujer al teléfono con acento extranjero, parecía alemana, era un piso que compartiría con ella, que le contó que era fotógrafa. Nora fingió que le interesaba.

—¿Cuándo podrías mudarte?

—¿Podría ser hoy mismo, aunque sea sábado? No tengo muchas cosas.

—Claro.

El caso de Marc había resultado muy útil. «Gracias, gracias, gracias, hermanito.»